Un gobierno que incluye impunemente a ministros antisemitas es un gobierno antisemita. Y un gobierno antisemita envilece a España.

GABRIEL ALBIAC

Ayer, ante el palacio de las Cortes, sobrevolaba la vergüenza. Un vergüenza densa, pringosa. Una vergüenza que amenaza corromper hasta el más tenue estrato del alma colectiva de este pobre pueblo español, tratado con más sobredosis de humillación de la que se impone a un esclavo.

Estábamos allí. Estaba la comunidad judía madrileña, sobre todo. Estábamos sus tan contados amigos. Ante el lugar que, dicen, abriga a la representación de todos los ciudadanos. Ante el lugar, cuya obligación primera es preservar la dignidad colectiva. Ante el lugar al que la constitución otorga el privilegio de controlar al gobierno de turno y pedirle cuentas. Ante el lugar en donde ni un dedo se ha movido frente a una infamia gubernamental, cuya entidad sería inimaginable en ningún otro país de Europa.

El gobierno español nos avergüenza a todos. Desde el día mismo en el cual Hamás, hace ya tres semanas, perpetró lo que ni siquiera es un acto terrorista; lo que, en rigor, se ajusta más al horrible anacronismo de los pogromos: «pogromo», recuerdo, es la palabra rusa que significa «devastación» y que sirvió, durante siglos, para designar el deporte más usual de los antisemitas eslavos, el exterminio total de las aldeas judías. Que Hamás se fundó llamando a recuperar esa ansiada lógica del pogromo, está explícitamente formulado en su acta fundacional. Que lo del 7 de octubre fue un metódico pogromo, dirigido contra población civil, sin distinción entre hombres, mujeres, viejos o niños, es un hecho bruto. Que bendecir un pogromo en pleno siglo XXI es un horrible retorno del humano a la bestia, no me parece un modo excesivo de describir lo vivido.

Pero no, no nos sorprende la actuación de Hamás: son bestias que jamás ocultaron sus intenciones. Concentrados ante el palacio de las Cortes, es el gobierno español el que nos avergüenza. Hasta un extremo que nunca hubiéramos imaginado. A todos. A todos los que, sin distinción de creencia o ideología, conservamos un átomo de dignidad humana.

Una vicepresidenta, Yolanda Díaz, y dos ministras, Montero y Belarra, han proclamado su solidaridad con los asesinos y han dado en acusar de genocidio a los asesinados. Belarra, incluso, ha pedido que el gobierno español denuncie a Israel por «crímenes de guerra». Las tres reivindican, naturalmente, el derecho de los asesinos de Hamás a ser financiados por los fondos humanitarios europeos.

Una vicepresidenta, más dos ministras. No existe precedente, en los últimos tres cuartos de siglo, de un gobierno europeo que haya permitido tal llamamiento al crimen por parte de un ministro sin hacerlo destituir instantáneamente. En la España de 2023, han pasado ya tres semanas desde la apología de Hamás y la afrenta contra Israel a cargo de Díaz, Montero y Belarra. Ninguna de ellas ha sido expulsada de su cargo por su presidente. Lo cual hace al presidente del gobierno cómplice y corresponsable de los presuntos delitos de apología del crimen en los que sus ministras puedan haber incurrido.

Las responsabilidades de un gobierno son colegiadas. Y de ningún delito que pueda haber cometido un ministro en el ejercicio de su cargo es inocente el resto de los ministros que se avienen a mirar a otro lado. Ni lo es, desde luego y en grado sumo, el presidente que ha tolerado sin fulminarlo la apología terrorista de uno solo de sus subordinados. Un gobierno que incluye impunemente a ministros antisemitas es un gobierno antisemita. Y un gobierno antisemita envilece a la nación que lo tolera.

En la gris mañana de ayer, ante la degradada sede de la soberanía española, me vino a la memoria el Poema del fin de Marina Tsvetayeva. Eran los tiempos más homicidas del stalinismo. La poeta había visto diezmar a la más grande generación poética del siglo XX, la suya. Y entiende entonces por qué percibió siempre en el pueblo judío la gran metáfora de la tragedia humana: el pueblo al cual pueden ser infligidos los peores daños sin que siquiera se le admita legitimidad para el lamento. La universal complacencia ante el pogromo, que ahora vemos retornar en los más pútridos de nuestros políticos. Y la poeta se proclama parte de esos perseguidos: «todo poeta es judío».

Ante la indiferente fachada de las Cortes, una verdad volvía a imponérsenos ayer: sí, todos somos hoy judíos. Si somos hombres libres. Si no aceptamos ser bestias. Si rechazamos las sórdidas mentiras que dictan nuestros amos.

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