«Muchas barbaridades se han aprobado de forma democrática», JANO GARCÍA

Julio Llorente

Jano García (Valencia, 1989) es uno de los ensayistas más exitosos del momento y todo aquél que haya leído sus libros comprenderá por qué: incluso sus más acérrimos detractores, incluso aquéllos que discrepan de él en absolutamente todo, habrán de reconocerle el arrojo para escribir contra las agujas de su tiempo y la inteligencia para hacerlo lúcidamente, como los buenos filósofos. Acaba de publicar Contra la mayoría (Esfera de los Libros, 2023), un ensayo en el que desmitifica la democracia y cuestiona sus fundamentos.

Pregunta: ¿Entonces la democracia no es el menos malo de los regímenes políticos?

Respuesta: Se dice que eso dijo Churchill, quien también decía, por cierto, que el mejor argumento contra la democracia era hablar durante cinco minutos con el votante medio. La democracia ―y esto ya lo intuía Aristóteles― puede ser el mejor o el peor de los sistemas. Es más, en democracia el mal tiene una legitimidad de la que no goza en un sistema autocrático: la legitimidad de haber sido elegido por la mayoría. 

P: ¿Puede la mayoría elegir el mal?

R: En el libro pongo muchos ejemplos: la eugenesia, el aborto, el pasaporte covid… ¿Cómo va a ser ése el menos malo de los sistemas? ¡Si es que la democracia es tan sólo una forma de gobierno! Ya está. 

P: ¿La hemos mitificado?

R: Hemos querido relacionarla con el progreso, con la libertad, con el bien, con el desarrollo… Y no siempre es así. 

P: En su libro dice, de hecho, que la democracia conspira a menudo contra la libertad. Que son casi inconciliables. 

R: Quizá inconciliables sea demasiado. Pero sí es verdad que la democracia tiende a proteger más la igualdad que la libertad. 

P: ¿Por qué? 

R: Porque los seres humanos acostumbran a preferir la igualdad a la libertad. Lo vemos en los Estados de bienestar en los que vivimos: su fin último es garantizar la igualdad. Y a los ciudadanos no les parece mal. Si uno cuestiona la progresividad fiscal y plantea la posibilidad de instaurar un sistema impositivo único, no encontrará más que rechazo: «Eso no puede ser, no seamos egoístas, seamos solidarios…»

P:¿Acaso no deberíamos celebrar esa solidaridad?

R: Bueno, pero también conviene tener en cuenta que la igualdad es siempre a la baja, nunca a la alta. No eleva al mediocre hasta hacerlo igual al excelente; degrada al excelente hasta hacerlo indistinguible del mediocre. La democracia tiende a esto. Lo que no quiere decir, ojo, que en un régimen democrático no pueda haber libertad. La puede haber o no. ¡Es que es tan sólo una forma de gobierno! Y ninguna forma de gobierno garantiza nada per se

P: Llega a decir en el libro que hay que reivindicar la desigualdad. ¡Se me ocurren pocas afirmaciones más impopulares!

R: Intento partir de una misma premisa en todos mis libros: aceptar la naturaleza humana. A partir de ahí, podemos discutir sobre mil cosas. ¿Qué nos indica la naturaleza humana? Que no somos iguales. No es que defienda la desigualdad; es que no hacerlo sería negar la realidad de las cosas. Es evidente que uno no puede cambiar la naturaleza humana. Puedes intentar negarla, puedes obviarla, pero siempre estará allí, presente. Que todos somos iguales es la mayor de las mentiras que se proclaman hoy. 

P: Libres e iguales, que diría aquél. 

R: Esto sí que está ligado con la democracia moderna, que parte de dos premisas: que el voto de uno vale lo mismo que el voto de otro y que todo el mundo puede llegar al poder. Es horrendo. 

P: ¿Quiénes deberían poder votar? ¿Y quiénes deberían llegar al poder?

Algunos que se definen como demócratas ―no es mi caso― vienen a decir: «Sí, a mí la democracia me mola, pero esto de que todo el mundo vote…». El propio John Stuart Mill, a quien escandaliza que el voto del ignorante valga lo mismo que el del sabio, defiende el sufragio censitario. 

P: ¿Coincide con él?

R: Yo no soy partidario del sufragio censitario. ¿Quién determina quién es un sabio y quién no? Algunos dirán que los títulos académicos. Pero, mira, prefiero a un agricultor que no esté contaminado por la basura académica antes que a un cultureta urbanita que crea que puede cambiar la naturaleza humana, que puede determinar cómo será el mundo en unos años, etc. 

P: Stalin y Hitler aprobarían el examen de acceso al voto. 

R: ¡Claro! Y Goebbels. Hay muchos idiotas, también muchos malvados, con varios títulos académicos. 

P: Es usted muy reacio a los planificadores que prometen cambiarlo todo para bien promulgando más leyes. 

R: Primero, porque nunca se ha conseguido. Segundo, porque es absurdo creer que la ley lo va a solucionar todo, creer que un problema existe porque no hay suficientes leyes que lo regulen. 

P: Algunos pidieron en su momento incluso una ley de pandemias. 

R: «¡Necesitamos una ley de pandemias! Porque, si no, ¿cómo vamos a hacer frente a una pandemia?» Es surrealista. Y ocurre lo mismo con los impuestos. Cada vez son mayores las leyes, las regulaciones, a las que nos someten con el teórico objetivo de evitar el mal. Es tan absurdo como decir que las violaciones se producen porque todavía no hay una ley que prohíba la violación. 

P: ¿Acaso no es así?

R: Desgraciadamente, siempre va a haber pervertidos y violadores. Lo que el Estado debe procurar es que se pudran en la cárcel. Hay algo del mal que es inextirpable y los políticos, por su bien y por el nuestro, deberían aceptarlo. Hoy constatamos algo muy preocupante: que el Estado ha constreñido nuestra libertad para erradicar males que, ejem, siguen bien presentes. 

P: Alguien ―con eso de que «el mal es inextirpable»― podría llamarle pesimista. 

R: Yo no pienso que el ser humano sea malo por naturaleza. Al revés. Hay millones de seres humanos y los asesinatos, las violaciones, los robos, etcétera no son la norma, sino la excepción. Yo no diría que el ser humano es malo, pero la realidad me obliga a partir de la premisa de que hay un porcentaje de los seres humanos son malos. Eso no es pesimismo. Eso es realismo. 

R: Y, sin embargo, escribe de la masa algo que suena más bien pesimista. «La masa es y será siempre así: abierta al placer y cerrada a la responsabilidad».

Creo que es así. Y tampoco tengo ningún problema. Yo no quiero una masa politizada, intelectualizada, todo el día disertando sobre Schumpeter y sobre Kant. El problema es menos de la masa que de la democracia, que la encumbra y le adjudica un rol que no le corresponde. 

P: ¿A qué se refiere?

R: Antes el hombre-masa aceptaba su incapacidad para gobernar o para dirigir una gran empresa. La democracia subvierte todo eso. Ahora nos alegramos de que una persona como Ada Colau ocupe cargos políticos: «¡Es una de los nuestros!», dicen algunos. ¡Qué horror! El problema es que, en democracia, es la masa la que detenta el poder. 

P: ¿Es esto un problema?

R: Creo que sí. La masa es la vulgaridad, la necedad, los impulsos más primarios… Todos hemos constatado cuán fácil es manipularla, además. Quienes habían dicho que el coronavirus no era más que una gripe aplaudieron, al cabo de unos días, la decisión de confinarnos. 

Occidente está convirtiéndose en un gran geriátrico , con unos pocos jóvenes que viven bajo premisas nocivas

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P: La tesis del libro es que no toda decisión que toma un político elegido por la masa es necesariamente justa. 

R: Exacto. No es un libro contra la democracia. A mí las formas de gobierno me dan igual. La democracia puede procurar el bien o procurar el mal. Es un libro contra el fundamento de la democracia, que es la mayoría. Me opongo a la idea de que la mayoría tiene siempre razón o de que justo es todo aquello que se decide mayoritariamente. Si alguien se dice demócrata, tiene que pensar esto. Para mí es inaceptable. La mayoría puede apoyar, y ha apoyado, auténticas barbaridades.

P: Juan Manuel de Prada distingue entre la democracia como forma de gobierno y la democracia como fundamento de gobierno. 

R: Es una distinción muy pertinente. El problema de la democracia moderna es que inviste la decisión del pueblo de un aura de infalibilidad. ¿Cuántas veces se han escudado en eso los gobernantes? «¡Tengo el aval de la mayoría!». Y, como lo tiene, ya puede hacer y deshacer a su antojo. Es como invocar a una deidad. Luego, claro, presenciamos disparates como arrebatarles derechos básicos a aquellas personas que no se hayan inyectado suficientes dosis de la vacuna contra la covid. O someterlo a votación, como se hizo en Suiza. Un país, Suiza, por cierto, con el que muchos fantasean: «Oh, mira, votan incluso si hay que hacer una comisaría». 

P: Ni democracia representativa ni democracia directa. 

R: La democracia directa es la mayor aberración política que uno puede concebir. 

P: Si a un gobernante no lo legitima el aval de la mayoría, ¿qué es lo que le legitima?

R: Sus acciones. A mí me importa menos la manera en que se ha elegido a un gobernante que el contenido de sus obras. Por eso soy monárquico también. El político democrático tiene la legitimidad de haber sido elegido por el pueblo. El monarca no. Tiene que ganarse la legitimidad con sus acciones, gobernando para el bien común. No se le permite un error; ahí está el caso del rey Juan Carlos. Yo agradezco que un político no esté sometido a la veleidad de las urnas: es un buen antídoto contra la demagogia, contra la simpleza, contra el cortoplacismo…

R: «Rey eres si gobiernas justamente», decía san Isidoro de Sevilla. 

P: Muchas veces creemos que un rey absolutista, incluso un rey medieval, tenía un poder ilimitado. Es falso. Pensemos en Luis XIV. ¿No había entonces contrapoderes? ¿No estaban la Iglesia, la aristocracia, los gremios, su propia corte…? Eso de que el poder lo ostentaba uno es falso. 

P: Alguno le acusara de reaccionario, si bien a usted no parecen importarle mucho las acusaciones de la gente. 

R: Me dan igual. 

P: ¿No escribe para agradar a sus lectores?

R: Intento no hacerlo. Podría escribir un libro en el que me compadeciese del pueblo, en el que lo halagara. Un libro en el que demonizase a las élites y exaltase a la masa, uno en el que replicase los métodos del demagogo. Estoy convencido de que vendería muchos más ejemplares. Pero estaría mintiendo. Estaría siendo deshonesto con mis oyentes y con mis lectores, que son quienes me importan. 

P:¿Los demás no?

R: Me da igual la opinión de la gente que no me lee, que no me escucha, que da pábulo a todas las calumnias y difamaciones… Completamente igual. Esto no quiere decir que quienes me leen estén siempre de acuerdo conmigo. Me consta que discrepan en muchas ocasiones. ¡Y menos mal! Si no discrepasen, si coincidieran conmigo en todo, tendríamos un grave problema. Lo que intento es que mis lectores desarrollen un pensamiento crítico, muy necesario en este mundo en el que han prosperado una serie de dogmas que parecen incuestionables.

R: Y, a pesar de todo, a pesar de que no pretenda halagar a sus lectores, es usted un autor muy exitoso. ¿Empieza el hombre común a cuestionar esos dogmas?

R: Menos de lo que creemos. Al final, ¿qué quiere la gente? Un pisito, vacaciones anuales, Internet y quizá un coche. Con eso le basta. Tampoco pide mucho más. Recuerde que muchas personas de nuestro entorno se vacunaron contra la covid porque, de no vacunarse, no podrían viajar. No se vacunaron por convicción o por responsabilidad social; ¡se vacunaron para poder viajar! A mí me cuesta mucho pensar que esta sociedad puede alcanzar algún tipo de bien.

P: ¿Hay que perder, por tanto, la esperanza?

R: Yo no la pierdo porque la realidad siempre termina imponiéndose y porque la naturaleza humana es la que es: no podemos cambiarla. Ahora bien, es cierto que Occidente está convirtiéndose en un gran geriátrico habitado por unos pocos jóvenes que viven bajo premisas nocivas ―»lograrás todo aquello que te propongas»― que terminan abocándolos a la frustración y al sufrimiento. Quizá se trate de preservar la esperanza sin hacerse falsas ilusiones. 

FUENTE: https://www.vozpopuli.com/altavoz/cultura/jano-garcia-muchas-barbaridades-se-han-aprobado-de-forma-democratica.html

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