«INTERVENIR MILITARMENTE, NUEVAMENTE, EN AFGANISTÁN SERÍA OTRO GRAVÍSIMO ERROR». Sami Naïr

Pelayo de las Heras @draculayeye_

La reciente caída de Afganistán a manos de los talibanes tras el anuncio sobre la retirada del ejercito estadounidense del territorio hace regresar al país, de nuevo, a la casilla de salida. Los ecos de la invasión soviética –y la lucha contra los muyahidines– en la década de 1980 regresan tras el fracaso de la coalición occidental. Hoy, mientras el fundamentalismo sigue transformando el país, se espera la consecuente llegada de miles de refugiados afganos a las fronteras europeas. Las muertes causadas por la reciente explosión en el aeropuerto de Kabul es, por el momento, el último de los capítulos en esta tragedia que vuelve a sacudir Oriente Medio. El politólogo francés Sami Naïr (Tlemcen, Argelia, 1946) analiza a fondo los múltiples orígenes y el futuro de este conflicto sobre el que el mundo tiene ahora puestos sus ojos.

Afganistán
Sami Naïr

‘Muyahidin’ significa algo similar a ‘los que luchan en la guerra santa’, mientras que la palabra ‘talibán’ se acerca más al concepto de ‘estudiante’. ¿Cuál es realmente el origen del conflicto afgano?

El termino ‘muyahidín’ necesita un análisis más matizado que no se puede hacer aquí. Tanto en lo que concierne a su significado etimológico como histórico, ha sufrido mutaciones durante siglos de historia musulmana, y , además, está connotado de manera diferente, a veces muy contradictoria, en la retórica occidental y en la tradición musulmana. En cuanto a los talibanes, por supuesto, su hilo conductor es el de una visión del mundo transmitida a través de las ‘madrasas’ (escuelas coránicas) de Afganistán, que encarnan una vieja y muy potente fuente de transmisión del conocimiento a través, esencialmente, de una lectura rigorista del Corán. Perciben así la realidad social, histórica y cultural a través de esa lectura, que condiciona tanto lo moral como lo político. Esta visión teológica del mundo abarca y condiciona todo, en particular en el islam asiático, que se distancia del islam mediterráneo, más modernista y abierto porque tuvo que enfrentar la relación con Europa, en particular, a partir del siglo XVIII. El islam asiático, no obstante, es plural y dividido entre corrientes modernistas, conservadores y rigoristas. En realidad, hay tres grandes orientaciones teológicas que se han enfrentado siempre en el islam asiático. El indio-pakistaní –que engloba también partes importantes del islam chino, filipino, birmano e indonesio– es de corte tradicionalista, conservador, y condiciona todas las esferas de la vida cotidiana; a menudo ‘tranquilo’, no suele oponerse a otras religiones monoteístas como en Occidente, sino a la infinita variedad de las religiones asiáticas, que son espiritualistas y terrenales. El choque histórico más importante se produjo en Asia entre los indios musulmanes y los fundamentalistas hindúes por razones más sociales que estrictamente teológicas, lo que llevó a la India, a pesar de Mahatma Gandhi (convertido al islam para evitar este conflicto) a la escisión y a la creación de Pakistán en 1948. El actual gobierno de Modi en la India ha desarrollado, de nuevo, la guerra fundamentalista contra los musulmanes que se quedaron allí y que representan fuerzas económicas muy dinámicas. Otra corriente se sitúa en el Oriente Medio: son los musulmanes chiitas iraníes, que también conllevan un abanico infinito de sensibilidades religiosas entre liberales y modernos frente a un islam rural y de pequeñas ciudades, más rigorista y, en general, ultraconservador. Esta ultima variedad, mayoritaria, ha sido la cuna del islam político jomeynista desde los años 50 (aunque es más antiguo); es la que ha ganado la batalla en 1979 frente a la dictadura sangrienta del Shah de Irán, apoyada ciegamente por Occidente. Ahora bien, esta victoria desató una ola de revolución religiosa popular de tinte fundamentalista que se ha expandido en todo el mundo musulmán, tanto el asiático como el árabe, demostrando que se podía vencer a la modernidad autoritaria representada por las capas sociales acomodadas en el sistema económico, político y cultural occidental. La revolución chiita iraní ha constituido, desde luego, una ruptura histórica en las relaciones entre Occidente y el mundo musulmán. Creo que la victoria actual de los talibanes va a tener los mismos efectos, a medio y largo plazo. Queda una tercera corriente, la del islam sunní asiático, cuyo arco se extiende desde Pakistán, Afganistán, algunos países musulmanes de la ex Unión Soviética y también a Arabia Saudí, si bien con un matiz muy específico en este último país. Encarna la dominación de un islam ‘wahabista’ muy reaccionario, ultraconservador, totalitario tanto en política como en cultura y usos sociales, pero aliado incondicional de Occidente por ser su principal abastecedor en petróleo e inversiones financieras. Para Occidente, en especial Estados Unidos, una descomposición de Arabia Saudí significaría una catástrofe geoeconómica de gran envergadura. El islam de los talibanes comparte muchos de los rasgos de este islam saudí, salvo la filiación con el teólogo Abdel Wahab. Este contribuyó a dar legitimidad religiosa a la familia de los Ibn Saúd, que conquistó el poder en la península arábiga en los años 20, respaldada por los ingleses frente al imperio turco. Es un islam que se opone, fundamentalmente, a la tradición chíita representada por los iraníes. La gran potencia sunnita de la región, sin embargo, no es Afganistán, sino Pakistán. Los talibanes comparten muchos rasgos culturales y teológicos con los pakistaníes.

«La coalición occidental no entendió, nunca, nada de la realidad de Afganistán»

Vuelvo a la pregunta: el origen del conflicto afgano. Afganistán era un país con un sistema político tribal muy conservador en los ochenta. Hubo una revolución, primero democrática, contra la monarquía dominante que se convirtió en república popular comunista de corte soviético cuando el partido comunista afgano llegó al poder. Pero el régimen comunista afgano de Babrak Karmal, minado por sus propias contradicciones internas, no pudo vencer a la guerrilla tribal que se desencadenó, lo que generó una intervención militar de la Unión Soviética para apoyarlo. Y fue en balde. Los talibanes, financiados y armados por Estados Unidos, derrotaron a los soviéticos. Fue el último conflicto de la Guerra Fría y tuvo un papel clave en el debilitamiento del sistema soviético. Así, los talibanes se apoderaron del país y ganaron finalmente la batalla, pese a la lucha que corrientes menos conservadoras de guerrilleros afganos liderados por Ahmad Masud emprendieron contra ellos. El régimen se volvió sanguinario, oscurantista, y apelaba a los movimientos integristas islámicos a asentarse en territorio afgano. De ahí la llegada de Bin Laden, fundamentalista wahabí de Arabia Saudí. A lo largo de los noventa, los talibanes consolidaron su poder, beneficiándose, hasta finales de esa década, del apoyo de Estados Unidos, que les consideraba potenciales aliados, esta vez, contra los chiitas iranís. Pero la estrategia mundial de Bin Laden lo cambió todo, pues estaba centrada en una lucha directa contra ese país, sobre todo después de la primera guerra del Golfo con la llegada de más de 150.000 soldados americanos a Arabia Saudí. Para él y los islamistas, esa era una violación insoportable de los lugares sagrados de su país. De allí el terrorismo que Al Qaida emprendió contra objetivos norteamericanos por doquier. Los atentados de septiembre de 2001 en Nueva York fueron ideados y perpetrados por militantes de Al Qaida, a partir de Afganistán. La respuesta fue la invasión militar occidental de Afganistán, liderada por Estados Unidos, si bien, para este país, era solo una primera fase: el objetivo era el petróleo iraquí y la destrucción, realizada en 2003 contra la legalidad internacional, del régimen nacionalista árabe de Saddam Hussein. Con la intervención en Afganistán, los norteamericanos instalaron un régimen a su antojo. Decidieron gobernar con coaliciones tribales después de haber reestablecido la monarquía afgana, que había perdido su legitimidad hace décadas. Fue, a lo largo de los veinte últimos años, un desastre político y militar, además de un pozo sin fondo de dinero que acababa sistemáticamente en los bolsos de dirigentes corruptos. Los talibanes, refugiados en las montañas, dominaban cada vez más el campo de batalla y los norteamericanos, pese a su superioridad militar y tecnológica, nunca pudieron acabar con ellos. No hubo para Estados Unidos salida digna de este enfrentamiento a partir de 2010. ¿Si hay un hilo conductor en todo eso? Por supuesto: la fuerza de una nación frente a la intervención exterior; incluso cuando, desgraciadamente, se encarna y manipula por fuerzas integristas como en Afganistán. Los talibanes contaban con aliados en su entorno, en particular en Pakistán y en las comunidades tribales fronterizas con Rusia y Turquía.

De ahí el apoyo tácito (o no) de Pakistán a los talibanes.

Evidentemente. Respecto a los talibanes hay que tener en cuenta que la palabra, como tal, está vinculada al término ‘alumno’. Han acabado por convertirse en la fuerza teológico-política capaz de desarrollar la resistencia frente a la ocupación occidental, bien sea soviética o americano-europea. El movimiento de Ahmad Masud, que organizó la última resistencia contra los talibanes en la provincia de Panshir, era también conservador en términos políticos. El conflicto actual de Occidente con los talibanes, desde que llegaron al poder en los noventa, se caracteriza por haber brindado apoyo y refugio a extremistas como Bin Laden, que atacan a Occidente como representante del mal absoluto. La complicidad entre los talibanes y Al-Qaeda, que culminó en el atentado del 11-S, es la consecuencia última que dio pie a la invasión. La reacción de los estadounidenses tras la masacre fue otra masacre: destrozar Afganistán y obligar a los talibanes a replegarse en las montañas. Ahora bien, con su estrategia de destrucción total del país –y por desconocimiento de los usos políticos y culturales de Afganistán– cometieron un enorme error. La coalición occidental no entendió, nunca, nada de la realidad de Afganistán. De este modo, y ante sus ciegos ojos, los talibanes se transformaron en combatientes de una lucha de liberación nacional contra la presencia de los invasores extranjeros. Ese es el error fundamental del plan occidental.

¿Recae, entonces, en Afganistán ese problema de que «no se puede transformar lo que no se puede comprender»?

El problema es considerar que se puede transformar a estos países desde el exterior con una intervención de cualquier tipo, ya sea militar o económica. Nunca ha sido posible. Hay que tener en cuenta, además, que los norteamericanos se han apoyado en los azeries, grupos tribales feudales también conservadores y tradicionalmente opuestos a los pastunes, cuna de los talibanes. Estados Unidos pensó, tal como lo hizo en Iraq, que lo mejor era dividir para gobernar. Los azeries que colaboraron (muchos se opusieron y se unieron a los talibanes en la resistencia) van a pagar, desgraciadamente, su alianza con Estados Unidos. Es decir, en lugar de comprender la realidad tribal y actuar en función de la misma, de tratar de modernizar el país con los ejes de un Estado de derecho, lo que se ha intentado es simplemente gobernar oponiendo las tribus entre ellas. Con esta perspectiva, y durante veinte años, se han gastado 2.000 millones de dólares y se ha matado a miles de civiles y militares. Muchos afganos demócratas y antitalibanes se mostraban muy reacios a apoyar un gobierno impuesto por los invasores; un gobierno envenenado por la corrupción y que no representaba a la mayoría de la población. Los norteamericanos cometieron los mismos errores que los ingleses en el siglo XIX: no entendieron que la democracia no se puede imponer desde fuera; la democracia debe salir de las entrañas del pueblo. Esto es el sentido sustancial de la noción misma de soberanía popular. Los afganos deben de solucionar y gestionar ellos mismos sus problemas. Hoy, después del retorno de los fundamentalistas en el poder, hay que ayudar a los demócratas en el país, aislar, en su caso, con un embargo al régimen talibán si comete asesinatos y persigue refugiados; aplicar, si es necesario, políticas de contención más fuertes, pero intervenir militarmente sería otro gravísimo error.

«EEUU podría haberse dado cuenta de que era imposible la victoria militar, pero no quiso hacerlo porque también sufría la presión de sus clientes corruptos afganos»

Pero hasta Joe Biden admitió no haber acudido a Afganistán con la misión de construir una nación o una democracia moderna. ¿Cómo podemos definir así el rol de Estados Unidos en estas dos décadas?

Con la división de las comunidades tribales y la fuerte inversión de dinero. Lo cierto es que los estadounidenses creyeron durante los diez primeros años que podían ganar militarmente la guerra, pero se dieron cuenta que era imposible conquistar las montañas. Bush Jr. se apoyaba sobre las ideas de Paul Wolfowitz, Donald Rumsfeld y Dick Cheney de crear «un Oriente Medio democrático», expandiendo por la fuerza, tal y como lo hicieron en Iraq, una política de democratic change (transformación democrática), que pretendían ampliar a todo el mundo árabe. Barack Obama se opuso, se retiró relativamente de Iraq, pero no pudo con Afganistán por varias razones (en particular, por la presencia de Al Qaida y Bin Laden allí). El desastre militar norteamericano empezó hace ya diez años, pues además de la topografía, las poblaciones de la montaña apoyaban a los talibanes por razones tribales, confesionales y, sobre todo, nacionalistas. Este nacionalismo afgano venció, apoyándose sobre los vínculos de sangre entre las tribus, frente a los occidentales. Nadie pudo vencer al nacionalismo confesional y tribal de los afganos. Bien lo saben los británicos, que mordieron el polvo en el siglo XIX. Habrá que ver cómo van a gestionar ahora los talibanes lo que han ganado.

Por tanto, el rápido triunfo final por parte de los talibanes, ¿muestra también una cierta connivencia de parte de la población?

Representa a una parte importante de la población, pero es muy difícil de afirmar puesto que no disponemos de un sistema de representación política (elecciones libres, por ejemplo) que pueda medir el grado de apoyo de la ciudadanía. Los talibanes encarnan ahora la lucha de liberación nacional contra los extranjeros, aunque sabemos que van probablemente a instaurar un régimen totalitario y medieval. Aparte, el triunfo también viene dado por el fracaso de las élites tribales clientes de Estados Unidos, de quien se han aprovechado para enriquecerse y favorecer una enorme red de corrupción como nunca antes había existido en Afganistán. Había corrupción antes, es cierto, pero también un cierto control. Con los ocupantes, ese límite desapareció. La policía, las milicias paralelas, los señores de la guerra… Todos ellos acabaron practicando una política arbitraria. Así, se permitió a los talibanes postularse (falsamente) como garantes de la integridad de la nación frente a un gobierno aparentemente moderno, pero fundamentalmente podrido. Estados Unidos podría haberse dado cuenta de que era imposible la victoria militar; empezar a negociar con las fuerzas de la resistencia, establecer una vía política; pero no quiso hacerlo porque también sufría la presión de sus clientes corruptos afganos. Donald Trump, arquetipo aislacionista en la cultura norteamericana, entendió la situación perfectamente. Solo entonces los norteamericanos empezaron a negociar, pero era demasiado tarde. Militarmente, de hecho, habían ya perdido la iniciativa estratégica, encerrados en las ciudades e incapaces de negociar en posición de fuerza. Eso, en términos militares, es ser incapaz de mantener una posición favorable para acabar con el enfrentamiento. No es necesario ser el César para entenderlo. Ni siquiera la tentativa de construir un ejército afgano ha tenido éxito: nació, sencillamente, un ejército tribal, filtrado por todas partes por los talibanes.

No conocen estas sociedades y, en realidad, no estuvieron interesados en hacerlo. ¿No es así?

Por supuesto. Lo primero que tienes que hacer para tratar con un país es conocerlo, aprender su cultura. Cuando los franceses colonizaron los países del Magreb, especialmente Argelia, desarrollaron escuelas de orientalistas y africanistas importantísimas que conocían perfectamente la cultura del país. Pero ¿quién conocía la cultura de los afganos? ¿Quiénes eran los talibanes? Los occidentales, orientados desgraciadamente por unos medios de comunicación sensacionalistas, se satisfacen de noticias vagas para fortalecer sus prejuicios.

«Considerar que el islam es una religión de conquista es una visión tan primitiva como la que se pretende combatir»

¿Se puede considerar el islamismo una reacción ideológica violenta, oriental, contra la globalización y los valores occidentales?

Es una reacción antioccidental que existe, en realidad, desde principios del siglo XX. Nació en Egipto, con los Hermanos Musulmanes frente a la dominación imperial británica y contra el nacionalismo laico árabe del que Gamal Abdel Nasser será el máximo representante. El islamismo integrista político recibió, desde su creación, el apoyo de Arabia Saudí y de Estados Unidos, pues lo consideraban el mejor aliado frente al socialismo y al desarrollo del antiimperialismo que enarbolaban los nacionalistas árabes laicos. El integrismo es una reacción fundamentalista contra el modo de vida, la modernización y la concepción cultural occidental. Pero de ninguna manera ha sido, ni es, una reacción contra el capitalismo. Al revés, es procapitalista: no está en contra de la economía de mercado, no está en contra del liberalismo económico. Lo mismo ocurre en lugares sunnitas como Pakistán e Indonesia; es visceralmente anticomunista: representa una visión de la comunidad totalmente opuesta al socialismo y al marxismo. No hay un régimen islámico, sea conservador, liberal o integrista, que acepte el socialismo. Conciben sagrada la propiedad privada. No obstante, al mismo tiempo rechazan el modo de vida occidental, la modernización de las relaciones interindividuales, la filosofía de la Ilustración y la sociedad de libertades civiles e intelectuales. Se trata, en parte, de una reacción contra el dominio occidental en el mundo musulmán.

Sin embargo, esta reacción tiene habitualmente un fuerte carácter fundamentalista. ¿Por qué?

Al fin y al cabo, es una acción regresiva frente a la universalización de la secularidad vinculada al desarrollo del capitalismo global. La civilización en la que estamos, la civilización material del capitalismo, ha triunfado por todas partes conquistando finalmente a China, que pretendía oponerse al capitalismo y que ahora representa una forma original de capitalismo totalitario. Creo que el fundamentalismo, como los otros integrismos religiosos, es una reacción frente al proceso de secularización de la sociedad moderna. Los países musulmanes están experimentando, en la actualidad, el desarrollo de este capitalismo global y la secularización de sus relaciones sociales. El fundamentalismo es una reacción violenta ante este avance imparable de la secularización, que domina todas las esferas del sistema social y cultural mundial.

Hay activistas como Ayaan Hirsi Ali que señalan que «el islam no es una religión de paz, sino de conquista».

Esa es una visión que me parece tan primitiva como la que pretende combatir. El islam, desde el siglo XIV hasta la actualidad, ha sido vencido. Los movimientos de liberación nacional que surgieron en el siglo XX (salvo en el caso de Arabia Saudí) no fueron islamistas, sino nacionalistas y potencialmente laicos. La primera victoria religiosa, de hecho, es la del ayatolá jomeini en 1979, como he comentado antes. Esta es la primera revolución religiosa que, aparentemente, cierra la decadencia islámica iniciada en el siglo XIV. El islam nunca ha podido conquistar al mundo occidental. Lo que sí ha hecho es convertirse en una ideología de resistencia identitaria, una ideología-refugio frente a la conquista de los países musulmanes por parte de Europa a partir del siglo XIX. Antes, era el imperio otomano el que servía de escudo –a veces muy agresivo– del islam en el Mediterráneo. Lo cierto es que los musulmanes resistieron culturalmente con su fe a la colonización imperial. Por tanto, no es una ideología de conquista sino de resistencia; pero desde el principio, concebida por los europeos como una religión agresiva porque rechazaba la asimilación a la cultura de los colonizadores. Este concepto de jihad, en el sentido religioso, se ha desarrollado durante los últimos veinte años tras la destrucción de Iraq y el fin del nacionalismo árabe, considerados incapaces de hacer frente a la aculturación occidental. Pero los fundamentalistas no representan la comunidad global de los creyentes musulmanes. Es verdad que, en general, esta religión se ha vuelto muy conservadora y que experimenta una regresión cultural  estructuralmente vinculada a su relación con la modernidad. Pero la visión occidental del islam está completamente distorsionada por la relación conflictiva que siempre ha tenido frente a esta religión. El prejuicio impera en todos los aspectos de la percepción: fanatismo, violencia, machismo y dogmatismo son las características, según los ignorantes, de esta religión. Lo mismo ocurrió con el judaísmo, en el Occidente cristiano, que a lo largo de 2.000 años de historia fue tachado de pecados comparables cuando, en la realidad histórica, fueron los pueblos de confesión cristiana y protestante los que conquistaron e intentaron imponer su religión en África, en el mundo musulmán, árabe y asiático. Eso sin hablar de los genocidios culturales, en nombre de la fe, de las poblaciones en las Américas. Hoy en día, el islam es de más de mil millones de personas; es pacífico y hay millones de mujeres que luchan por la igualdad y la libertad dentro de él. Eso sí, es una lucha que acabará por vencer frente a los fundamentalismos.

«No hay nada que indique que el modelo de democracia parlamentaria inglesa sea el idóneo para los países no occidentales»

Sin embargo, en países como Pakistán o incluso Turquía, antes notablemente laica, la religión juega un papel cada vez más fundamental. ¿Tienden los países musulmanes a un cierto ‘cesaropapismo’?

Claro, estos son los Estados que representan lo que llamo ‘nacional-islamistas’. Terceyp Erdogan, es cierto, está intentando establecer este tipo de modelo en Turquía, pero hasta el momento no lo tiene fácil: el ejército, las universidades y la sociedad civil de las grandes ciudades turcas resisten mucho. Tampoco los paquistaníes han aceptado un Estado religioso. Es un país secular con dirigentes musulmanes, del mismo modo que en Europa tenemos dirigentes políticos laicos que, a su vez, también son cristianos. No obstante, no hay países musulmanes que intenten imponer el Corán como ley constitucional global. Todos buscan una adaptación de la religión con el Estado, y aceptan (incluso Irán y Arabia Saudí) una cierta distancia entre la ley religiosa (la sharia) y las leyes.

Precisamente, se prevé que los talibanes apliquen la sharia a las mujeres. Pero ¿se puede confiar en cierta moderación del nuevo gobierno en aras de la legitimidad internacional?

En un primer momento, van a intentar suavizar sus acciones. Además, la presencia occidental en el país ha dejado huella. Hoy en día, seguramente habrá mucha más gente consciente de sus derechos ciudadanos que en la época de la intervención norteamericana en 2001. Con lo cual, la situación será mucho más difícil para los talibanes, y además, como he subrayado, ellos han movilizado el sentimiento nacional para vencer. Ahora bien, se cuentan probablemente en millones los afganos que lucharon contra la ocupación pero que no quieren una dominación unilateral de los talibanes ahora. Según la evolución de su propio régimen (como el desarrollo económico), los talibanes podrán abrirse o cerrarse, pero no se puede aventurar nada en absoluto. La ideología dominante de los talibanes, no obstante, y bien se sabe, es una ideología totalitaria.

En términos humanitarios hay fuertes diferencias a la hora de relacionarse con países que, como los talibanes, maltratan los derechos humanos, como ocurre con Qatar o Arabia Saudí. ¿Por qué el trato de Occidente con ellos es tan distinto?

Porque son aliados y clientes. Francia y Estados Unidos, por ejemplo, les venden una gran cantidad de armas. Y si no lo hicieran ellos, lo harían otros (Rusia, China o Brasil). Son clientes con una enorme potencia financiera e influyen en la economía mundial.

«La Unión Europea es una potencia económica sin contenido político que considera a los inmigrantes cuando se les necesita por motivos económicos»

Teniendo esto en cuenta, ¿es la geopolítica, desde una perspectiva exclusivamente democrática, imposible por su propia concepción?

La democracia tiene que ser desarrollada por los propios pueblos. Ni los europeos, ni los norteamericanos, tienen la solución ideal para resolver los problemas geopolíticos vinculados a la excepcional diversidad cultural del mundo. No hay nada, además, que indique que el modelo de democracia parlamentaria inglesa sea el idóneo para estos países no occidentales. Por ejemplo, la democracia española no tiene mucho que ver con la sueca. Cada modelo depende de la propia historia y cultura.

Con la caída de Afganistán se espera que llegue de nuevo una ola migratoria a las fronteras europeas. Usted calificó a la Unión Europea como algo «estrictamente economicista». ¿Falta aún un proyecto político colectivo?

Claro. La Unión Europea es una potencia económica que no tiene contenido político y que considera que los inmigrantes son necesarios cuando se les necesita por motivos económicos. Cuando no, se cierran las fronteras. Respecto a los refugiados, Europa ya demostró en 2015 que no iba a aplicar las reglas previstas en la convención de Ginebra. Esta vez tampoco va a abrir los brazos: acogerá pocos e intentará encontrar soluciones en países fronterizos de Afganistán, como Turquía o Pakistán, creando corredores humanitarios en los que fijar las poblaciones en la espera de la vuelta a su país; como se hizo con Turquía, por ejemplo, en relación con los sirios.

¿Resulta imposible, entonces, organizar una política migratoria común?

Sí es posible, pero hasta la fecha solo se ha dado como política de fronteras. El pacto sobre migración aún no se ha adoptado, fundamentalmente porque no hay acuerdo entre los países sobre el estatuto de refugiados y la gestión de las primeras entradas. Ni siquiera sobre lo que llaman las ‘migraciones secundarias’, que son los casos en que un inmigrante, por ejemplo, llega a España porque quiere ir a Francia. Y después, los franceses dicen que no vulnerando, por tanto, los acuerdos de libre circulación de Schengen.

Al-Qaeda está estrechamente vinculado a los talibanes. ¿Significa esta victoria, necesariamente, un triunfo y un (posible) aumento del terrorismo?

Nadie puede dar una respuesta ahora. Lo que parece seguro es que los talibanes van a intentar controlar los grupos militares no afganos porque han pagado un precio alto por la presencia de Al-Qaeda. Han perdido el poder durante veinte años con miles y miles de muertos. Sin embargo, saben que los movimientos integristas armados extranjeros son una moneda muy valiosa para ellos. Algo que pueden considerar utilizar si los países de Occidente se muestran demasiado duros con ellos. Pero es realmente muy difícil de contestar ahora. La política, en Oriente, obedece a coordenadas muy a menudo incomprensibles en Occidente.

FUENTE: https://ethic.es/2021/08/intervenir-militarmente-afganistan-seria-otro-gravisimo-error/

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