El que ríe el último ríe mejor

Cuentan que un día un señor se encontró de sopetón con la noticia de que, su esposa había decidido repudiarlo e irse con otro señor, del que estaba perdidamente enamorada.

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La madre de sus hijos le comunicó, además, que fuera desalojando, que su intención era quedarse con la casa que hasta entonces había sido el hogar familiar, y que –por supuesto- ella se quedaría, también, con la custodia de los hijos. También le añadió que, más le valía que no ofreciera resistencia, pues si lo hacía acabaría teniendo serios problemas, y que, por poner un ejemplo, si no accedía a cederle la propiedad de la casa a cambio de una pequeña, ridícula compensación, ella lograría que el tribunal le asignara, además de la custodia de los dos hijos que tenían en común, el uso y disfrute de la casa y él estaría obligado a seguir pagando la hipoteca aún pendiente.

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El pobre hombre, tremendamente indignado, y una vez recuperado de la terrible noticia; tras pensárselo y consultar a un abogado, y buscar consejo en su familia de origen y amigos, acabó aceptando la propuesta de su hasta entonces esposa. Es más, por si le quedaba alguna duda, su abogado le acabó informando de que, el abogado de su esposa le había insinuado que siempre cabía la posibilidad de recurrir a denunciarlo falsamente por violencia doméstica, contra ella y contra sus hijos…

Después de llegar a un acuerdo “amistoso”, el hombre repudiado le pidió a la madre de sus hijos que le permitiera disponer de un fin de semana para poder empaquetar y trasladar sus pertenencias a su nuevo domicilio.

Su ya “exmujer” no puso ningún inconveniente.

Así que el pobre hombre repudiado y desahuciado se encaminó al que hasta entonces había sido su domicilio; pero antes pasó por un supermercado y compró una buena cantidad de marisco variado, caviar y un buen vino. Una vez recogidas empaquetadas sus pertenencias, entre lágrimas y sollozos, el hombre repudiado se instaló cómodamente junto a la mesa del salón principal de la casa y se dio un buen festín con todo lo que había adquirido en el supermercado…

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Cuando se dio por saciado, tras sollozos, lloros y más lloros; descolgó las cortinas de todas las habitaciones de la casa, e introdujo los restos de los mariscos en cada una de las barras, las fue tapando cuidadosamente con sus respectivos tapones-embellecedores y las volvió a colocar en su sitio…

Transcurrido el fin de semana, su exmujer, el nuevo compañero y los dos hijos tomaron posesión de la casa. Al cabo de pocos días los habitantes de la casa empezaron a percibir mal olor, que día tras día iba en aumento. Por más que limpiaban, y limpiaban, y limpiaban, no había manera de acabar con el mal olor. Contrataron los servicios de empresas diversas que por más que indagaron, no encontraron solución al asunto. Transcurridos los meses el olor acabó siendo insoportable, nauseabundo. Así que los dueños de la casa decidieron ponerla a la venta.

Como el olor cada vez era más insoportable, los pocos potenciales compradores acababan saliendo huyendo, y llegó el momento en que ninguna agencia inmobiliaria quiso hacerse cargo de la venta, después de haber recurrido a todo lo imaginable. Llegó un momento en que, desesperada, la exmujer del hombre repudiado decidió ponerle un precio increíblemente bajo. Y aun así no hubo manera de deshacerse de la casa.

El hombre repudiado y desahuciado, como es de suponer, estaba al corriente del asunto. Así que un buen día se puso en contacto con su exmujer y le propuso comprar la casa cuando ya estaba a la venta por una cantidad absolutamente ridícula.

La exmujer pensando que lo iba a engañar una vez más, no dudó en vendérsela.

Y la exmujer, tras pasar por el notario y firmar el contrato de compraventa, le entregó las llaves a su exmarido, con una amplia sonrisa, de oreja a oreja, y con enorme sensación de “victoria”.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

Carlos Aurelio Caldito Aunión.

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