Gustavo Irrazábal*

Durante la primera parte del Adviento, la liturgia nos presenta el mensaje de dos grandes profetas: Isaías y Juan Bautista. Aunque con estilos y acentos muy distintos, ambos pueden ser caracterizados como profetas de la esperanza. Ambos vislumbran el advenimiento de un mundo nuevo que pondrá fin al sufrimiento, la injusticia y el olvido de Dios, que pesan sobre la historia humana y sobre nuestra vida personal.

Ambos profetas están unidos por un filo invisible y misterioso que atraviesa los siglos. Isaías apunta de lejos a Juan Bautista, cuando dice: “una voz grita en el desierto: Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos» (Isaías 40,3), y esas son precisamente las palabras que elige el Bautista para definirse a sí mismo cuando es interrogado por las autoridades religiosas sobre su identidad (Juan 1,23). Pero esto no significa que el mensaje de Isaías se agote en anticipar el de Juan, y es importante
notar el modo en que ambos profetas se completan mutuamente y juntos nos interpelan.

Juan Bautista focaliza nuestra atención con su llamado apremiante a la conversión, lo cual significa literalmente, no sólo corregir faltas particulares, sino sobre todo cambiar de dirección o reorientar toda nuestra vida hacia Dios. Como hombre del desierto, está acostumbrado a vivir de lo esencial, tanto en la vestimenta (su simple vestido de pelos de camello y su cinturón de cuero) como en la alimentación (langostas y miel silvestre), pero, sobre todo, vive de la Palabra de Dios.

Surge de aquí la inmensa autoridad que este personaje, rudo y severo, irradia en su predicación, como muestra esta poderosa representación de A. Cabanel.

El desierto era para él lugar de la verdad originaria a la cual el Pueblo de Israel debía volver. Éste, en efecto, había nacido en el desierto cuando Dios hizo con él Alianza en el Sinaí y lo transformó en el Pueblo de su propiedad, el Pueblo de Dios. El llamado de Juan a la conversión y al bautismo significaba entonces recuperar la memoria, volver a encontrarse con su verdadera identidad y
vocación. ¿No es ése el llamado que Juan Bautista nos dirige hoy a nosotros: ir al desierto para alejarnos del ruido y la distracción, y poder redescubrir nuestra vocación como cristianos?

Pero este esfuerzo de conversión no es sólo un imperativo ético abstracto. Es la respuesta vital al acontecimiento decisivo de la historia de la Salvación: la Venida del Reino de Dios. “Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca” (Mateo 3,2).

En esta obra, A. Vivarini representa de un modo muy expresivo la mirada del profeta, sumergida en el misterio del futuro inminente, que está por realizarse, aunque no sin esfuerzo, lucha y sufrimiento (que incluirá su propio martirio).

El Mesías vendrá para hacer justicia. Él será quien bautizará “en el Espíritu Santo y en el fuego”. Traerá la verdadera purificación y la transformación de los corazones. Cada uno recibirá la recompensa que merece. “Tiene en su mano la horquilla y limpiará su era: recogerá su trigo en el granero y quemará la paja en un fuego inextinguible” (Mateo 3,12).

Es más. Tras haber bautizado a Jesús y haber visto descender el Espíritu Santo sobre Él (Juan 1,32), dio testimonio de Él diciendo: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1,29). No quita simplemente “los pecados” (en plural) de los individuos, sino “el Pecado” (en singular), la fuerza del mal que oprime al mundo. En una palabra, el Salvador


viene a inaugurar un nuevo mundo, una nueva relación entre Dios y los hombres; el Cordero de Dios, aquél que viene a inaugurar el Reino tan largamente ansiado.

Pero la persona y el mensaje de Juan Bautista, aun siendo indispensables en el camino del Adviento, tienen un límite que se pone de manifiesto en el 3° domingo de este tiempo litúrgico, denominado “gaudete”, es decir, “alegraos”, en el cual la exhortación a la conversión cede paso al llamado a la alegría. Y es aquí donde el profeta Isaías, que hasta entonces ocupaba un discreto segundo plano muestra su verdadera riqueza y originalidad.

En efecto, la atmósfera de la misión de Juan Bautista es la seriedad y la tensión propias del esfuerzo concentrado: hay que cambiar, hay que producir frutos de justicia, antes de que sea demasiado tarde, porque “el hacha ya está puesta a la raíz de los árboles: el árbol que no produce buen fruto será cortado y arrojado al fuego” (Mateo 3,10). Pero en Isaías encontramos un clima distinto: alegría, exuberancia, belleza, vuelo poético. Algo más que el esfuerzo, algo que tiene que ver con la gratuidad.

“El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa, florecerá como flor de narciso, se alegrará con gozo y alegría.” (Isaías 35,1). Quienes conocen el ambiente del desierto saben muy bien que éste puede ser la mayor parte del tiempo un páramo aparentemente estéril. Pero basta una lluvia para que, de la noche a la mañana, se produzca el milagro: el desierto florece, “se alegra”. Así imagina Isaías la Venida del Señor: una manifestación exuberante y arrolladora de “gloria”, “belleza” y vida.

Esta es la visión de Isaías, traduce en imágenes poéticas la esperanza de Israel: el retorno del Pueblo del exilio.

“Fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes; decid a los cobardes de corazón: «Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite; viene en persona, resarcirá y os salvará.» Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará. Volverán los rescatados del Señor, vendrán a Sión con cánticos: en cabeza, alegría perpetua; siguiéndolos, gozo y alegría. Pena y aflicción se alejarán” (Isaías 35,6-10).

En síntesis, Juan Bautista e Isaías nos enseñan, desde perspectivas distintas, el camino de la esperanza. Juan nos indica su aspecto activo: esperar es combatir, ante todo en nosotros mismos, las raíces del mal que retrasan la venida del Reino. Pero Isaías nos recuerda que, en última instancia esa venida es un don gratuito, como el milagro que sana al ciego, al sordo y al tullido; como el retorno del exilio de un pueblo entero, devolviéndole la vida cuando pensaba haber descendido a su trágico destino final.

Jesús iniciará su ministerio continuando la predicación de Juan: “Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca” (Mateo 4,17). Pero ante la pregunta de Juan, ya encarcelado, “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”, Jesús no duda en citar a Isaías: “Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres. ¡Y feliz aquel para quien yo no
sea motivo de escándalo!” (Mateo 11,4)

La Navidad debe ser para nosotros una invitación a la esperanza. En el niño Jesús que nace en Belén el Reino de los Cielos se hace presente. En su misma persona, el Cielo y la Tierra, Dios y el hombre, se unen, haciéndose carne el amor eterno de Dios por nosotros. El mal, el “Pecado del mundo” ha sido vencido en su raíz. El mundo nuevo comienza a brotar. Esto requiere de nuestro esfuerzo de conversión, como nos exhorta Juan. Pero la fuerza de esa transformación, aquella que alimenta nuestra perseverancia y nuestra fidelidad cotidianas, sólo puede surgir de la alegría del corazón que se abre al amor de Dios por la fe. Sólo entonces se produce el milagro, el desierto florece, recuperamos nuestra capacidad de ver, oír, caminar con una dirección, como nos dice Isaías. En última instancia, es la experiencia de ser amados por Dios lo que sostiene nuestra esperanza.

Este vínculo tan íntimo entre el misterio de la Navidad y la alegría está expresado con especial énfasis en una obra poco convencional, la Natividad mística de Sandro Boticelli (1500, National Gallery, Londres).

La escena, que se desenvuelve en torno a la imagen tradicional del pesebre (Jesús, María y José en el establo), es de un gozo y una celebración exultantes. En la parte superior de esta obra doce ángeles danzan animadamente en ronda, con ramas de olivo en sus manos. Sobre ellos se abre una gran cúpula dorada a través de la cual la alegría divina se derrama en el mundo. A la
izquierda vemos a los reyes que no traen dones, sino que ofrecen al recién nacido su propia devoción. Sobre el techo
encontramos tres ángeles vestidos con los colores tradicionales de las virtudes teologales, aquellas que nos hacen participar de la vida divina. En la parte inferior de la pintura tres ángeles abrazan tres hombres, parece que los están levantando del suelo. Ellos tienen pergaminos que proclaman en latín, “paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”. Pero aquí no se conforman con las palabras del cántico celestial, sino que expresan la paz con gestos humanos, como trasmitiendo el abrazo de Dios. Detrás de ellos siete demonios huyen de regreso al inframundo, ya que donde reina la alegría de Dios ya no hay lugar para ellos.

La Navidad es alegría, una alegría que brota del mismo Cielo, de sentirnos amados por Dios con amor eterno y que, por lo tanto, es indestructible, porque está más allá de los inevitables vaivenes de la vida. Esta fiesta que se aproxima puede encontrarnos en un momento de profunda felicidad y serena satisfacción, de gris aridez o de dolorosa oscuridad. Pero, en cualquier caso, la Navidad nos llama a abrirnos a la alegría de Dios. Tengamos esperanza: aun el desierto más reseco puede florecer, y ríos de agua viva pueden brotar en el páramo. Que todos nos dejemos abrazar por Dios, que todos participemos del gozo de esta Navidad.

*Miembro del Consejo Consultivo del Instituto Acton

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