Los españoles no creen en nada

Jorge Vilches

a novedad no es que haya políticos y periodistas que quieran cancelar y censurar opiniones. Eso es una constante. El problema está cuando la sociedad normaliza la cancelación de personas por sus opiniones o su trabajo intelectual o artístico. Si a esto sumamos la constatación de que una buena parte de nuestra ciudadanía acepta la vulneración de la ley democrática para conseguir el poder, el panorama es escalofriante. 

Los casos de Alfonso Pérez y Puigdemont son buenos ejemplos del estado de ánimo democrático de los españoles. Censura en uno, y permisividad interesada de última hora en otro. En ambas circunstancias el discurso es falaz. El exfutbolista ejerció la libertad de opinión, pero fue condenado por machista e inmoral, no porque mintiera. La verdad no importa, sino hacer profesión de fe. Fue castigado públicamente para avisar a los incautos que quieran ejercer su individualidad de que solo hay dos caminos: repetir el dogma o la autocensura. 

FUENTE: https://theobjective.com/elsubjetivo/opinion/2023-10-07/espanoles-no-creen-nada/

La bajada de pantalones con Puigdemont es de traca. La consigna para no violentar el marco mental del sanchismo es tan evidente que debería darles vergüenza. Pero no es así porque saben que los españoles tragan. Los políticos sanchistas han tenido prohibido mencionar las palabras «amnistía» y «exilio» hasta que lo hiciera Sánchez, pero mandan a sus mamporreros mediáticos que lo hagan. Solo así se entiende la sarta de tribunas y columnas a favor de la amnistía que, no por casualidad, coinciden en los argumentos. 

«Para esta gente la derecha se empeña estúpidamente en sacralizar la unidad española y la Constitución»

Su relato es que la derecha tuvo la culpa del golpe de Estado de 2017. Esa misma derecha, dicen, agita la retórica de la España que se rompe, lo que resulta una matraca con aroma franquista y, por tanto, queda claro que defender la unidad del país es propio del autoritarismo predemocrático. Por eso, insisten, el 8 de octubre el PP y Vox pasearán su resentimiento y anacronismo por las calles de Barcelona. 

En suma, para esta gente la derecha se empeña estúpidamente en sacralizar la unidad española y la Constitución, que son cosas prescindibles cuando está en juego el «progreso». Porque, a su entender, la intención de imponer una agenda social —más gasto, más impuestos, más intervención pública, más dependencia para una red clientelar— es un bien superior a la libertad. Esto ya lo vio venir Tocqueville cuando alertó de que si no había instituciones y hábitos de libertad, el democratismo impondría una tiranía con la excusa del igualitarismo material. 

Eso es justo lo que ha calado en una España que no ha construido costumbres liberales y que ha debilitado las instituciones que contrapesan al Gobierno. De hecho, se ha normalizado el autoritarismo; esto es, aceptar la legitimidad política por el objetivo declarado, aunque sea saltándose el imperio de la ley y las reglas de juego. En esta España no ha calado la democracia, que es la garantía de las libertades individuales, sino el democratismo; esto es, el número por encima del derecho.  

Por eso se aplaude a los políticos demagogos que prometen la igualdad material o la construcción de pequeños Estados nacionales aplastando la libertad y el pluralismo. O se ensalza a los que defienden que el progreso pasa por saltarse la ley democrática y anular a los que opinan de otra manera. Es la misma mentalidad de los que ven con indiferencia o aplauden que se cancele a Alfonso Pérez por decir que el fútbol femenino no rinde económicamente igual que el masculino y que, en consecuencia, no puede exigir lo mismo. 

«¿Creen en sí mismos? Menos aún, porque de ser así no demandarían la presencia constante del Estado»

Ante este panorama desolador el asunto es encontrar aquello en lo que creen los españoles. En Dios, no. La descristianización es evidente. Tampoco en la democracia liberal porque idolatran a los Gobiernos intervencionistas que concentran los poderes y aceptan la cancelación de personas, opiniones y obras. ¿Creen en sí mismos? Menos aún, porque de ser así no demandarían la presencia constante del Estado para conseguir un trabajo o una vivienda. ¿Creen en su pequeña nación «humillada» por la «malvada» España? Sí, pero liquidando a los que no sientan lo mismo aunque sean sus «nacionales». ¿Será la identidad sexual? ¿Ha pasado el género y la tendencia erótico-afectiva a ser la única autorrealización y preocupación personal verdaderamente importante para las nuevas generaciones? 

Nuestro país es incomprensible, o lamentándolo mucho se entiende muy bien. No es que todos sean o seamos así, pero existe un relativismo y una indiferencia generalizadas. Hay una mayoría que no dice nada o no sabe qué opinar, junto a otros que aplauden las diversas formas de autoritarismo que nos rodean. El concierto de voces iguales que caracteriza a una democracia sana está siendo sustituido por la intolerancia, la indiferencia y el silencio. 

El conjunto es el escenario perfecto para las formas dictatoriales, esas que primero se inoculan desde la cultura y la educación, y luego pasan a la política como algo natural. Nos está quedando un país muy antipático.

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