Ensayo escrito por Nathaniel Branden, con la supervisión y aprobación de Ayn Rand. LA VIRTUD DEL EGOÍSMO.

El placer, para el hombre, no es un lujo, sino una profunda necesidad psicológica.

El placer (en el sentido más amplio del término) es un atributo metafísico de la vida, es la recompensa y la consecuencia de una acción exitosa, así como el dolor es la señal de fracaso, destrucción, muerte.

A través de un estado de disfrute, el hombre experimenta el valor de la vida, la sensación de que la vida vale la pena vivirla, vale la pena luchar por mantenerla. Para poder vivir, el hombre debe actuar para conseguir valores. El placer (o el disfrute) es a la vez una recompensa emocional por una acción exitosa y un incentivo para continuar actuando.

Además, debido al significado metafísico del placer para el hombre, ese estado de disfrute le da una experiencia directa de su propia eficacia, de su competencia para lidiar con los hechos de la realidad, para conseguir sus valores, para vivir. Implícitamente contenida en la experiencia del placer está la sensación: «Tengo control de mi existencia», igual que implícitamente contenida en la experiencia del dolor está la sensación: «Estoy indefenso». Así como el placer emocionalmente acarrea una sensación de eficacia, el dolor emocionalmente acarrea una sensación de impotencia.

De esa forma, al dejar que el hombre experimente, en su propia persona, la sensación de que la vida es un valor, y de que él es un valor, el placer sirve de combustible emocional de la existencia del hombre.

Igual que el mecanismo de «placer-dolor» del cuerpo de un hombre funciona como un barómetro de salud o de lesión, así también el mecanismo de su consciencia de «placer-dolor» funciona por el mismo principio, actuando como un barómetro sobre qué es favorable y qué es desfavorable para él, qué beneficia su vida y qué la perjudica. Pero el hombre es un ser de consciencia volitiva, él no tiene ideas innatas, ni un conocimiento automático o infalible sobre de qué depende su supervivencia. Él debe elegir los valores que han de guiar sus acciones y fijar sus objetivos. Su mecanismo emocional funcionará de acuerdo al tipo de valores que él elija. Son sus valores los que determinan lo que un hombre siente que le beneficia o le perjudica; son sus valores los que determinan lo que un hombre busca como placer.

Si un hombre comete un error al elegir sus valores, su mecanismo emocional no le corregirá: ese mecanismo no tiene voluntad propia. Si los valores de un hombre son tales que él desea cosas que, de hecho y en realidad, lo llevan a su destrucción, su mecanismo emocional no lo salvará, sino que, al contrario, lo impulsará hacia la destrucción; el hombre habrá puesto el mecanismo a funcionar al revés, contra él y contra los hechos de la realidad, contra de su propia vida. El mecanismo emocional del hombre es como un ordenador: el hombre tiene el poder de programarlo, pero no tiene el poder de cambiar su naturaleza, de forma que, si lo programa mal, él no podrá escapar del hecho de que los deseos más autodestructivos tendrán, para él, la intensidad emocional y la urgencia de acciones que salvarían su vida. Él tiene, por supuesto, el poder de cambiar el programa…, pero sólo cambiando sus valores.

Los valores básicos de un hombre reflejan la visión consciente o subconsciente que él tiene de sí mismo y de la existencia. Son la expresión de: (a) el grado y la naturaleza de su autoestima, o de su falta de ella, y (b) hasta qué punto él considera al universo abierto a su conocimiento y a su acción, o cerrado; o sea: hasta qué punto él tiene una visión benevolente o malevolente de la existencia. Así que las cosas que un hombre busca para su placer o su disfrute son profundamente reveladoras psicológicamente; ellas son la clave a su carácter y a su alma. (Por «alma» me refiero a: la consciencia de un hombre y los valores básicos que lo motivan).

Hay, generalmente hablando, cinco áreas (interconectadas) que le permiten al hombre experimentar el disfrute de la vida: trabajo productivo, relaciones humanas, recreación, arte y sexo.

El trabajo productivo es el área más fundamental de todas: a través de su trabajo el hombre adquiere su sentido básico de control sobre la existencia —su sentido de eficacia— que es la base necesaria de la capacidad para disfrutar de cualquier otro valor. El hombre cuya vida carece de dirección o de objetivo, el hombre que no tiene ninguna meta creativa, necesariamente se siente indefenso y sin control; el hombre que se siente indefenso y sin control se siente inadecuado e incapacitado para la existencia; y el hombre que se siente incapacitado para la existencia es incapaz de disfrutarla.

Una de las características del hombre de autoestima, de alguien que ve al universo como algo receptivo a su esfuerzo, es el profundo placer que él experimenta con el trabajo productivo de su mente; su disfrute de la vida está alimentado por una incesante preocupación por crecer en conocimiento y en habilidad —por pensar, por triunfar, por avanzar, por enfrentar nuevos desafíos y superarlos—, por ganar el orgullo de una eficacia en constante expansión.

Un tipo diferente de alma se revela en el hombre que, predominantemente, disfruta trabajando sólo en lo rutinario y en lo familiar, alguien que está inclinado a trabajar medio aturdido, que ve la felicidad en ser libre de desafíos o de luchas o de esfuerzos: es el alma de un hombre profundamente deficiente de autoestima, a quien el universo le aparece como inescrutable y vagamente amenazador, el hombre cuyo principal impulso motivador es una nostalgia por seguridad, no por la seguridad que se consigue por la eficacia, sino por la seguridad de un mundo en el que la eficacia no es exigida.

Otro tipo diferente de alma se revela en el hombre a quien le parece inconcebible que un trabajo —cualquier tipo de trabajo— pueda ser agradable, que considera el esfuerzo de ganarse la vida un mal necesario, que sueña sólo con los placeres que empiezan cuando el día laborable termina, el placer de ahogar su mente en el alcohol o en la televisión, o en juegos de salón, o en mujeres, el placer de no ser consciente: es el alma de un hombre con apenas un vestigio de autoestima, de alguien que nunca esperó que el universo fuese comprensible, y que da por hecho el terror letárgico que le tiene a ese universo, de alguien cuya única forma de alivio y cuya única noción de disfrute es el breve chispazo de sensaciones que no exijan mucho.

Hay un tipo más de alma, revelada en el hombre que disfruta, no del logro, sino de la destrucción, del hombre cuya acción va dirigida, no a conseguir eficacia, sino a dominar a quienes la han conseguido: es el alma de un hombre que carece tan abyectamente de valor, que está tan abrumado por el terror a la existencia, que su única forma de realización es desatar su resentimiento y su odio contra quienes no comparten su estado, contra quienes son capaces de vivir…, como si, al destruir a los seguros de sí mismos, a los fuertes y a los sanos, pudiese convertir la impotencia en eficacia.

Un hombre racional y con confianza en sí mismo está motivado por su amor a los valores y su deseo de alcanzarlos. Un neurótico está motivado por el miedo y por su deseo de escapar de él. Esa diferencia en motivación está reflejada no sólo en las cosas que cada tipo de hombre buscará como placer, sino también en la naturaleza del placer que cada uno de ellos experimentará.

La calidad emocional del placer experimentado por los cuatro tipos de hombres descritos arriba, por ejemplo, no es la misma. La calidad de cualquier placer depende de los procesos mentales que lo generan y que lo acompañan, y de la naturaleza de los valores implicados. El placer de usar la consciencia de uno adecuadamente, y el «placer» de ser inconsciente, no son lo mismo…, igual que el placer de conseguir valores reales, de adquirir un auténtico sentido de eficacia, y el «placer» de disminuir temporalmente el sentido de miedo y de impotencia que uno tiene, no son lo mismo. El hombre de autoestima experimenta la alegría pura y auténtica de estar usando adecuadamente sus facultades y de lograr verdaderos valores en la realidad, un placer del cual los otros tres hombres no tienen ni la más remota idea, así como él no tiene ni la más remota idea de ese estado turbio y confuso al que ellos llaman «placer».

Ese mismo principio se aplica a todas las formas de disfrute. Así, en el terreno de las relaciones humanas, una forma distinta de placer se experimenta, un tipo diferente de motivación entra en juego, y un tipo diferente de carácter es revelado por el hombre que busca para disfrutar la compañía de seres humanos con inteligencia, con integridad y con autoestima, con gente que comparte sus criterios exigentes…, y por el hombre que es capaz de disfrutar solamente con seres humanos que no tienen estándares en absoluto, y con quienes, por lo tanto, él se siente libre para ser él mismo; o por el hombre que encuentra placer sólo entre personas a las que desprecia, con quienes él puede compararse favorablemente; o por el hombre que encuentra placer sólo entre gente a la que puede engañar y manipular, de la que él arranca el sustituto neurótico más bajo, una sensación de genuina eficacia: una sensación de poder.

Para el hombre racional, psicológicamente sano, el deseo de placer es el deseo de celebrar su control sobre la realidad. Para el neurótico, el deseo de placer es el deseo de escapar de la realidad.

Ahora veamos la esfera de la recreación. Por ejemplo, una fiesta. Un hombre racional disfruta de una fiesta como una recompensa emocional por sus logros, y puede disfrutarla sólo si de hecho en ella hay cosas y actividades que disfrutar, tales como encontrarse con gente que aprecia, conocer a personas nuevas que le parecen interesantes, participar en conversaciones en las que se dicen y se oyen cosas que vale la pena oír y decir. Pero un neurótico puede «disfrutar» de una fiesta por razones que no tienen nada que ver con las actividades que hay en ella; él puede odiar, o despreciar, o temer a todos los presentes, puede comportarse como un necio escandaloso y sentirse secretamente avergonzado de ello, pero sentirá que lo está disfrutando todo, porque la gente está emitiendo vibraciones de aprobación, o porque es un honor social haber sido invitado a esa fiesta, o porque otras personas parecen estar alegres, o porque la fiesta le ha ahorrado, aunque sea sólo por un rato, el terror de estar solo.

El «placer» de estar borracho es obviamente el placer de escapar de la responsabilidad de la consciencia. Y lo mismo pasa con el tipo de reuniones sociales que se celebran con el único objetivo de exteriorizar un caos histérico, donde los invitados van moviéndose de un lado a otro sumidos en un sopor alcohólico, parloteando ruidosamente y sin sentido, y disfrutando de la ilusión de un universo en el que uno no está agobiado por objetivos, lógica, realidad o consciencia.

Observa, en este contexto, a los beatniks modernos; por ejemplo, su forma de bailar. Lo que uno ve no son sonrisas de auténtico disfrute, sino ojos fijos y vacíos, los movimientos espasmódicos y desarticulados de lo que parecen ser cuerpos descentralizados, todos haciendo un gran esfuerzo —con una especie de histeria de pies planos—, todos proyectando un aire de falta de objetivo, de falta de sentido, de falta de mente. Ese es el «placer» de la inconsciencia.

O considera el tipo de «placeres» más tranquilos que llena la vida de muchas personas: excursiones familiares, fiestas de té o «tertulias de café», reuniones de beneficencia, vacaciones rutinarias, etc., todas ellas ocasiones de tranquilo aburrimiento para todos los participantes, donde el aburrimiento es un valor. El aburrimiento, para esa gente, significa seguridad, lo conocido, lo usual, la rutina: la ausencia de lo nuevo, de lo emocionante, de lo desconocido, de lo exigente.

¿Qué es un placer exigente? Es un placer que exige el uso de la mente de uno; no en el sentido de resolver problemas, sino en el sentido de ejercitar la discriminación, el juicio, la consciencia de uno.

Uno de los principales placeres de la vida se le ofrece al hombre a través de las obras de arte. El arte, en su mayor potencial, como una proyección de las cosas «como podrían ser y deberían ser», puede proporcionarle al hombre un combustible emocional valiosísimo. Pero, de nuevo, el tipo de arte al que uno responde depende de las premisas y de los valores más profundos que tenga.

Un hombre puede buscar en el arte la proyección de lo heroico, lo inteligente, lo eficaz, lo dramático, lo intencionado, lo estilizado, lo ingenioso, lo desafiante; él puede buscar el placer de la admiración, de contemplar grandes valores. O puede buscar la satisfacción de leer revistas de chismografía o libros mediocres de los vecinos de enfrente, sin que se le exija nada, ni en pensamiento ni en estándares de valor; puede sentirse reconfortado por proyecciones de lo conocido y lo familiar, tratando de sentirse un poco menos «extraño y atemorizado en un mundo que él nunca hizo». O su alma puede vibrar afirmativamente con proyecciones de horror y de degradación humana, puede sentirse gratificado pensando que él no es tan malo como el enano drogadicto o la lisiada lesbiana sobre quienes está leyendo; él puede saborear un arte que le dice que el hombre es malvado, que la realidad es incognoscible, que la existencia es insoportable, que nadie puede hacer nada para remediarlo, que su secreto terror es normal.

El arte proyecta una visión implícita de la existencia, y es la visión de la existencia de uno mismo lo que determina el arte al que uno responderá. El alma del hombre cuya obra de teatro favorita es Cyrano de Bergerac es radicalmente diferente al alma del hombre cuya obra de teatro preferida es Esperando a Godot.

De los diversos placeres que el hombre puede ofrecerse a sí mismo, el mayor es el orgullo: el placer que él tiene por sus propios logros y por crear su propio carácter. El placer que él deriva del carácter y de los logros de otro ser humano es el de admiración. La máxima expresión de la más intensa unión de esas dos respuestas —orgullo y admiración— es el amor romántico. Su celebración es el sexo.

Es principalmente en esa esfera —en las respuestas romántico-sexuales de un hombre— en la que su visión de sí mismo y de la existencia queda elocuentemente revelada. Un hombre se enamora de, y desea sexualmente a, la persona que refleja sus propios y más profundos valores.

Hay dos aspectos cruciales en los cuales las respuestas romántico-sexuales de un hombre son psicológicamente reveladoras: en la elección de su pareja, y en el significado que tiene, para él, el acto sexual.

Un hombre de autoestima, un hombre enamorado de sí mismo y de la vida, siente una intensa necesidad de encontrar a seres humanos a quienes poder admirar, de encontrar a un igual espiritual a quien amar. La cualidad que más le atraerá es la autoestima, la autoestima y un claro sentido del valor de la existencia. Para un hombre así, el sexo es un acto de celebración, y su significado es un tributo a él mismo y a la mujer que él ha elegido, la forma más alta de experimentar concretamente y en su propia persona el valor y la alegría de estar vivo.

La necesidad de una experiencia como esa es inherente a la naturaleza humana. Pero si un hombre carece de la autoestima necesaria para ganarla, entonces intentará fingirla y elegirá (subconscientemente) a su pareja dependiendo de la capacidad que ella tenga para ayudarlo a fingir, a darle la ilusión de un valor personal que él no posee y de una felicidad que él no siente.

Así, si a un hombre le atrae una mujer que tiene inteligencia, fuerza y confianza en sí misma, si le atrae una heroína, entonces él revela un tipo de alma; si, por el contrario, le atrae una loca irreflexiva, irresponsable, cuya debilidad le permite a él sentirse masculino, entonces él revela otro tipo de alma; si le atrae una zorra asustada, cuya falta de juicio y de estándares le permiten a él sentirse libre de reproche, entonces él revela otro tipo de alma.

El mismo principio, por supuesto, se aplica a las elecciones romántico-sexuales de una mujer.

El acto sexual tiene un significado diferente para la persona cuyo deseo es alimentado por el orgullo y la admiración, para la que el placer compartido con la persona amada es un fin en sí mismo…, y para la persona que busca en el sexo una prueba de masculinidad (o de feminidad), o aliviar su desesperación, o una defensa contra la ansiedad, o escapar del aburrimiento.

Paradójicamente, son los llamados «buscadores del placer» —los hombres que aparentemente viven sólo para la sensación del momento, los que sólo están preocupados por «pasárselo bien»— los que son psicológicamente incapaces de disfrutar del placer como un fin en sí mismo. El neurótico buscador de placeres imagina que, al seguir los pasos del ritual de una celebración, él será capaz de hacerse sentir a sí mismo que tiene algo que celebrar.

Uno de los rasgos distintivos del hombre que carece de autoestima —y el verdadero castigo por su negligente fracaso moral y psicológico— es el hecho de que todos sus placeres son placeres para escapar de los dos perseguidores a quienes ha traicionado, y de los cuales no hay escapatoria posible: la realidad y su propia mente.

Dado que la función del placer es la de darle al hombre un sentido de su propia eficacia, el neurótico se encuentra atrapado en un conflicto mortal: se ve obligado, por su naturaleza como hombre, a sentir una desesperada necesidad de placer, como confirmación y expresión de su control sobre la realidad…, pero él puede encontrar placer solamente escapando de la realidad. Esa es la razón por la cual sus placeres no funcionan, por la cual le traen, no una sensación de orgullo, de realización, de inspiración, sino una sensación de culpa, de frustración, de desesperación, de vergüenza. El efecto que produce el placer en un hombre de autoestima es el de una recompensa y una confirmación. El efecto que el placer produce en un hombre que carece de autoestima es el de una amenaza, la amenaza de la ansiedad, la sacudida de los precarios fundamentos de su falso valor personal, la agudización del miedo siempre presente de que la estructura se desplome y él se encuentre cara a cara con una realidad seria, absoluta, desconocida e implacable.

Una de las quejas más comunes de los pacientes que buscan psicoterapia es que nada tiene el poder de darles placer, que un auténtico disfrute parece ser imposible para ellos. Ese es el inevitable callejón sin salida de la política del «placer como escape».

Preservar una nítida capacidad para el disfrute de la vida es un raro logro moral y psicológico. Contrariamente a la creencia popular, es la prerrogativa, no de la inconsciencia, sino de una infatigable devoción al acto de percibir la realidad, y de una escrupulosa integridad intelectual. Es la recompensa de la autoestima.

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