José Barrionuevo, Ministro del Interior socialista, incurrió en gravísimos delitos de terrorismo, asesinato, secuestro, malversación y prevaricación, con el consentimiento de su inmediato superior, en la lucha antiterrorista de la década de los años 80.

CARLOS AURELIO CALDITO AUNIÓN.

Este fin de semana hemos sabido que José Barrionuevo, que fue Ministro del Interior del Gobierno socialista presidido por Felipe González Marques, desde 1982 a 1988, ha admitido públicamente que el ministerio que por entonces presidía, el Ministerio del Interior, controlaba a los GAL (Grupos Antiterroristas de Liberación).

El más alto responsable por entonces, de la Seguridad del Estado y de mantener el orden público y perseguir la delincuencia, ha añadido que la policía española tenía “cierta autonomía” en la guerra sucia contra ETA. En sus declaraciones, el exministro del PSOE justifica claramente, sin tapujos, la guerra sucia contra ETA y, además, se autoinculpa del intento de secuestro de Joxe Mari Larretxea en Hendaya (País Vasco Francés).

SEGUNDO MAREY

Respecto de la enorme chapuza del secuestro del empresario Segundo Marey, José Barrionuevo afirma que “Marey permaneció detenido nueve días por un grupo de la policía española que se equivocó” y que cuando tuvo conocimiento, aunque la sentencia del Tribunal Supremo (de julio de 1998 mediante la cual se le condenó a 10 años de prisión por el secuestro del empresario francés) dice lo contrario, ordenó que lo pusieran en libertad “porque la alternativa a ver cuál era…”

Durante el mandato del Gobierno social-felipista, iniciado en 1982, tras el triunfo electoral del PSOE (del que se cumplen 40 años) se produjo la fundación de los GAL por parte del poder ejecutivo y con el apoyo de sus aparatos de seguridad. Y todo ello se realizó sin ninguna clase de control ni de supervisión política ni institucional que posibilitara prevenir o dar la voz de alarma, en caso de que, tal como acabó ocurriendo, se delinquiera por parte de quienes supuestamente asumieron la lucha antiterrorista contra la banda criminal ETA.

Como bien saben muchos españoles, los que vivían en aquellos tiempos y procuraban estar bien informados, algunos de aquellos socialistas que recurrieron al crimen de estado para supuestamente combatir otro terrorismo, acabaron compareciendo ante la justicia, no sólamente por haber incurrido en terrorismo de estado, sino por haber cometido asesinatos, secuestros, malversación de caudales públicos (los tristemente famosos «fondos reservados») y múltiples actos de prevaricación.

Todo aquello, aparte de ser una enorme chapuza, se acabó convirtiendo en un tremendo escándalo, un abominable espectáculo que tras años de investigación e instrucción del proceso, alrededor de una década, acabó teniendo a multitud de españoles pendientes de que el Tribunal Supremo decidiera dar por probado que el Presidente del Gobierno (el socialista Felipe González) y sus más íntimos colaboradores organizaron una cuadrilla de terroristas y asesinos, financiándola con fondos públicos, con los que se enriquecieron los máximos responsables de la seguridad del Estado,…

Por muy terribles que puedan ser considerados, los hechos acaecidos fueron los que fueron: El gobierno socialista, presidido por Felipe González Marquez, decidió la creación, organización, financiación y sostenimiento de los GAL, en el convencimiento de que contaba con la permisividad o la complicidad de amplios sectores de la opinión pública y de los propios estamentos políticos e institucionales, incluyendo a los partidos de la oposición.

 Desde el momento en que los GAL iniciaron sus actuaciones delictivas, comenzó también una larga ristra de «comprensiones y justificaciones», con magníficos argumentos de diferenciación entre uno y otro terrorismo, el bueno (el del gobierno) y el malo (el de ETA), a pesar de ser unos y otros verdugos y ocasionando víctimas «inocentes» en uno y otro lado…

Quien guarde aún memoria de aquellos tiempos, recordará que Ricardo García Damborenea (socialista vasco) fue calificado de terrorista por sus propios correligionarios por tenera la osadía y la sinceridad de defender públicamente la necesidad y legitimidad del GAL; también hubo quienes calificaron aquellos despropósitos como actos de «legítima defensa colectiva».

Sin duda, no se puede «descontextualizar» la aparición y la actuación de los GAL, pues eran tiempos de extraordinaria dificultad frente al terrorismo; muchos ciudadanos exigían un «basta ya con eficacia»: mientras ETA atacaba el Estado de Derecho, el GAL lo defendía.

Pero, quienes lean estas líneas concluirán conmigo en que la lucha contra el terrorismo etarra se podía haber hecho de otra manera, empezando por haberle dado encaje legal (como se hizo en Gran Bretaña en la lucha contra el IRA, o en Alemania contra la banda Baader Meinhof, o en Italia contra las Brigadas Rojas, e incluso el estado de Israel contra el terrorismo árabe) y continuando con la necesaria supervisión y el obligado control de otras instituciones del Estado, de manera que se disuadiera de incurrir en actos criminales de toda clase a quienes entonces dirigían la acción antiterrorista contra ETA, como desgraciadamente acabó sucediendo. Y por supuesto, para evitar la ocultación de los hechos delictivos a los tribunales, tal como se intentó por todos los medios, por parte del Gobierno socialista de Felipe González.

Todas aquellas complicidades, la ley del silencio y las colaboraciones con el terrorismo de Estado se rompieron cuando se hizo evidente que ese peculiar terrorismo-antiterrorista enriqueció, a costa de fondos públicos, a sus más ilustres y reputados protagonistas.

Mucho de ello (pues sigue siendo mucho aún lo que no se sabe) acabó saliendo a la luz cuando se acabó corroborando una vez más, que si el patriotismo es el último pretexto de los bandidos, la defensa del Estado Democrático y de Derecho fue la primera y más rentable excusa para engordar sus bolsillos y labrarse un considerable patrimonio a costa del dinero de los contribuyentes y del saqueo de las arcas del Estado. Era evidente que nada de aquello podía ser apoyado y menos comprendido, ni justificado por la opinión pública, por muy encanallados que puedan estar algunos españoles.

Tras la razón de Estado, tras miserables justificaciones maquiavélicas, detrás de todo finalmente aparezció la codicia y el medro personal como justificación de la necesidad de recurrir a la guerra sucia, a las alcantarillas y desagües para combatir al terrorismo etarra.

Ninguno de los responsables de todas aquellas tropelías y despropósitos, empezando por el «señor X» podrá pronunciar aquellas palabras dignas de un verdadero servidor del Estado y a los ciudadanos, después de toda una vida dedicada a ello: «De mi lealtad y bondad es testimonio mi pobreza». Ninguno podrán decir esto ni consolarse con esta magistral reflexión de Nicolás Maquiavelo: «Sólo son buenas, seguras y duraderas las defensas que dependen de ti mismo y de tu propia virtud».

Si todo lo concerniente a los GAL, a la lucha antiterrorista fue como fue, ninguno de sus responsables —González a la cabeza— podrá justificar sus acciones y menos defenderlas de forma duradera y segura.

Algunos de quienes entonces tenían poder e influencia siguen argumentando en su defensa que eran unos «ignorantes» de cuanto sucedía. Según ellos, ni el Presidente del Gobierno, ni nadie del consejo de ministros, ni la policía, ni la Guardia Civil, ni el Cesid sabía nada de los GAL.

Pese a los testimonios demoledores sobre implicaciones al más alto nivel en la trama y la urdimbre del terrorismo de Estado; pese a que los acusadores no pueden, denunciando a sus jefes, exonerarse de sus responsabilidades en forma alguna (no cabe aquello de «la obediencia debida»); pese a que acabaron apareciendo documentos que son auténticos arietes de demolición de mentiras, pretextos y argucias colaterales, todavía transcurrido el tiempo son muchos los que siguen insistiendo en la ignorancia.

El entonces presidente socialista, Felipe González, ha dicho en múltiples ocasiones que todo es «un montaje falso y casi grotesco». Pero, después de la autoinculpación de José Barrionuevo ya no puede seguir diciendo aquello de «no hay pruebas ni las habrá». Sin dudas, pruebas haberlas haylas ¿Qué mayor prueba que el testimonio de quien fue Ministro del Interior del gobiero socialista de Felipe González?

El patético Barrionuevo aseguró durante años, y así lo afirmó ante el Tribunal Supremo de España que «estaba muy tranquilo, porque del asunto de los GAL lo ignoraba todo, no sabía nada», pese a que sus afirmaciones y negaciones fueran una ofensa al pudor y a la inteligencia…

Pese a la desmemoria selectiva, pese al descaro, pese al convencimiento de que gozaban de completa impunidad, el Tribunal Supremo acabó condenando a José Barrionuevo y a su subalterno, Rafael Vera, a diez años de prisión… Pero, transcurrido el tiempo, muy poco tiempo, el gobierno del Partido Popular, presidido por un tal Aznar, acabó indultándolos, diciendo que tomaba tal decisión por «altura de miras»… La misma suerte corrieron Francisco Álvarez, ex jefe de la Lucha Antiterrorista; Miguel Planchuelo, ex jefe de Policía de Bilbao, y el ex secretario de los socialistas vizcaínos Ricardo García Damborenea. El gobierno del PP tramitó los indultos con sorprendente rapidez a finales de 1998.

Rafael Vera, lugarteniente de José Barrionuevo, declaró que «el PP nos indultó para corregir su error al romper el consenso en la lucha contra ETA»…

A buen entendedor pocas más palabras caben.

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