ESPAÑA POSEE UN RÉGIMEN POLÍTICO OCLO-CLEPTOCRÁTICO, UN GOBIERNO DE LADRONES AUPADOS AL PODER POR UNA MUCHEDUMBRE RUIDOSA E IGNORANTE

CARLOS AURELIO CALDITO AUNIÓN

Mi amigo y estimado Francisco Rubiales se preguntaba el domingo 10 de marzo e interrogaba a sus lectores en su blog «VOTO EN BLANCO» acerca de si en España existe un régimen oclocrático o cleptocrático. Afirmaba a continuación que de lo que sí está seguro es de que lo existente en España se puede llamar de múltiples modos menos régimen democrático y que el actual gobierno, el de Pedro Sánchez y sus secuaces, no es un dechado de virtudes sino todo lo contrario, un compendio de casi todos los vicios y bajezas que deterioran y pudren un sistema democrático.

Francisco Rubiales añade que los socialistas son los principales arquitectos del desastre apestoso que representa la política española actual, pero no han sido los únicos porque la derecha, representada por el PP, y los nacionalismos catalán y vasco han contribuido poderosamente a llenar el país de vicios, ladrones y excrementos.

Sin duda, coincido con Francisco Rubiales en que el gobierno social comunista, apoyado por terroristas y separatistas es resultado de una hibridación entre ladrones y chusma, cleptocracia y oclocracia…

Nadie dimite en España porque nadie quiere perder sus privilegios. Han creado un mundo de privilegios sin rendición de cuentas y sin miedo a la ley o a la furia del pueblo, donde los políticos viven en un paraíso artificial vicioso y nauseabundo. Ese y no otro es el poder en España, fruto del cual se han instalado en nuestras vidas la oclocracia y la cleptocracia, sin un gramo de democracia, sin una sola pizca de decencia….

También comparto la reflexión de Francisco Rubiales de que la falsa transición, tras la muerte del General Franco, no instauró una democracia sino una dictadura de partidos, un destrozo continuado de los viejos valores, un avance imparable de los canallas y corruptos, hasta atrincherarse en el Estado, un deterioro escandaloso de las grandes instituciones del país y atentados mortales contra la democracia, la separación de poderes y la decencia, hasta que la pocilga nacional está casi plenamente construida y a la que sólo le falta ser coronada con la cúpula de la tiranía comunista.

Bueno es recordar, ahora que se cumple el primer centenario de la muerte de un tal Lenin, que Aristóteles diferenciaba entre varios tipos de regímenes políticos y de gobierno.

Aristóteles, hace más de 2500 años hablaba de que había que aspirar al mejor gobierno posible, el que tenga como objetivo el bien común, el que procure una buena vida para los ciudadanos, por aquello de que el mejor gato es el que mejor caza ratones; y obviamente no proponía ninguno en particular, aunque sí alertaba de las desviaciones, perversiones, corrupciones en las que podían caer las tres formas posibles: Monarquía, Aristocracia (gobierno de los mejores) y otra tercera «Politeia», forma de gobierno que podemos traducir como «república»; a ellas tres, Aristóteles, oponía tiranía, oligarquía y democracia como formas «corruptas», como malas formas de gobierno.

Quizá sería también oportuno recordar qué se entiende por “gobierno”: el gobierno es el conjunto de personas que tienen y ejercen el poder político, su función es gobernar con autoridad y bajo las leyes de una comunidad determinada, ocupándose de sus necesidades y tratando de satisfacerlas. Por supuesto, el gobierno posee el monopolio del uso de la fuerza, y esta se basa en el consenso.

Cuando Aristóteles habla de mal gobierno, de régimen político corrupto, se está refiriendo a cuando los gobernantes pasan de gobernar para todos, abandonan el interés público y buscan el interés particular de una persona o de un determinado grupo de personas, en perjuicio del resto de la población.

Si un monarca se aparta del interés general se acaba convirtiendo en un tirano.

Si el gobierno de los mejores, los más virtuosos, si la aristocracia se pervierte, se inclina hacia la oligarquía, cuando el gobierno sólo busca favorecer a un reducido número de personas, generalmente los más ricos.

Luego, Aristóteles habla de la democracia como degradación de la república como forma de gobierno; cuando se aúpa al poder una minoría apoyada por una mayoría ruidosa e inculta, que afirma que gobierna -supuestamente- para favorecer a la mayoría y contra una determinada minoría. Aunque la palabra democracia goce en la actualidad de un enorme prestigio, Aristóteles la utilizaba como sinónimo de una forma de gobierno corrupto, como sinónimo de «oclocracia», el gobierno de demagogos aupados al poder por una muchedumbre ignorante, analfabeta y especialmente ruidosa.

Debido a los enormes riesgos de la «democracia realmente existente» es por lo que, en la antigua Grecia, o mejor dicho en la antigua Atenas, se hacía todo lo posible para que sus ciudadanos fueran alfabetos, gente instruida, con formación. Grecia fue posiblemente el primer lugar del mundo en el que las autoridades procuraron que sus ciudadanos tuvieran conocimientos de lectura, escritura y cálculo, para que estos pudieran tener opinión propia, estar bien informados y evitar que fueran víctimas de charlatanes de feria… Obviamente, los atenienses eran educados en el bien y la justicia.

Para Aristóteles, es importante insistir en ello, la democracia es una forma política completamente defectuosa; y esta calificación se mantiene de manera constante en su pensamiento. Y según nos vamos adentrando en su pensamiento, observamos que Aristóteles acaba equiparando democracia y tiranía, afirmando que el régimen democrático llega a transformarse fácilmente en tiránico. Aristóteles alaba generalmente a los líderes de las facciones más bien aristocráticas y antidemocráticas.

Aristóteles repite una y otra vez que «la democracia es una Politeia -forma de gobierno- en la cual el interés de todos se ve sacrificado al de una fracción» … Por el contrario, cuando es la masa la que gobierna en vista del interés común, el régimen recibe el nombre de república, en la cual gobierna la clase media ilustrada.

La democracia, siguiendo también a Aristóteles, —igual que la oligarquía— no es verdaderamente un régimen común, sino un régimen de violencia, de dominación de una clase sobre otra; y la masa -pobre e inculta- se impone a los ricos por la violencia, igual que haría un tirano.

Lo que Aristóteles ve en la democracia: el gobierno de los hombres sin educación; de los hombres que carecen del ocio, necesario para la práctica de la virtud y para las actividades políticas; en definitiva, de aquellos que sólo tienen interés en lo utilitario e indisponen su espíritu para recibir la reflexión que les proporciona la filosofía, la sabiduría que conduce a una buena vida. Aristóteles también subraya que democracia es sinónimo de ausencia de autoridad y de desorden.

La democracia realmente existente en lugares como España no garantiza que gobiernen los mejor preparados, los más sabios, los más nobles, los más decentes, sencillamente porque el sistema utilizado para la elección de los gobernantes no es el mejor, sino todo lo contrario: cuando, como es el caso de España, lo mismo vale el voto de una persona instruida que la de un analfabeto, y los analfabetos o como poco analfabetos funcionales son mayoría, la posibilidad de que esa mayoría elija a personas con probada y exitosa experiencia de gestión de dineros ajenos es casi ninguna… Considerar que la mayoría es soberana y que lo justo es que gobiernen quienes elije una muchedumbre ruidosa e inculta, es absolutamente absurdo y sólo conduce al caos, al desorden, a la miseria, por más que esa muchedumbre sea una mayoría… El que una mayoría piense, opine o considere tal o cual cosa no implica que sea lo correcto, sino que eso es lo que opina, piensa un determinado número de personas, por mucho que sea la mayoría de una comunidad.

El régimen democrático no es justo porque en él la justicia es entendida como igualdad numérica, y no como igualdad según los merecimientos, las capacidades, los esfuerzos… Nunca se ha de olvidar que el objetivo de la política no es ni la libertad ni la igualdad, sino la vida buena. La democracia da prioridad a la «igualdad» y persigue y castiga el mérito.

Añade Aristóteles que es por ello que los regímenes democráticos establecen el «ostracismo» (el destierro, la privación de poder ostentar cargos públicos, la muerte civil del disidente); práctica que también es común en las tiranías, pues al tirano también le interesa mantener iguales a sus sometidos.

Pregunta Aristóteles: ¿Es justo que los pobres, por ser mayoría, se repartan los bienes de los ricos?

La decisión de la mayoría, no por ser de la mayoría es justa, y, por tanto, no merece por sí ostentar el poder soberano… Evidentemente, Aristóteles rechaza la «soberanía popular» pues el pueblo acabará actuando de forma tiránica y convirtiéndose en déspota.

El pueblo, pues, no debe intervenir ni decidir directamente sobre todos los asuntos; quienes deben decidir son los magistrados -con sujeción a la Constitución y las leyes- es decir, los órganos decisorios constitucionales, establecidos por la ley en los cuales deben estar los mejores, los más sabios y más virtuosos de los ciudadanos.

Para Aristóteles lo deseable sería una comunidad integrada únicamente por hombres educados (gentlemeri), de una parte, y por productores por otra parte. Pero este esquema generalmente nunca existe. Lo más frecuente es que haya una gran masa popular; y como es conveniente excluirla por completo del gobierno, la solución más práctica es concederle una participación, pero una participación que no sea predominante y preservando absolutos incuestionables.

Y cuando hablo de la necesidad de “absolutos/incuestionables”, es porque si no es “así” tendremos que aceptar que la mayoría (la muchedumbre, los que más ruido sean capaces de hacer) puede hacer lo que le dé la gana, y por lo tanto cualquier cosa que hace/decide la mayoría es buena porque “son la mayoría”, siendo pues éste el único criterio de lo bueno o lo malo, de lo correcto y de lo incorrecto, Una democracia con “absolutos/incuestionables” solo debe permitir que la soberanía de la mayoría se aplique exclusivamente, a detalles menores, como la selección de determinadas personas. Nunca debe consentirse que la mayoría tenga capacidad de decidir sobre los principios básicos sobre los que ya existe un consenso generalizado y que a nada conduce estar constantemente poniéndolos a debate y refrendo… No podemos permitir que la mayoría posea capacidad de solicitar, y menos de conseguir, que se infrinjan los derechos individuales.

Ninguna Nación medianamente sensata está constantemente poniendo a debate su forma de Jefatura de Estado, o su forma de organización territorial, o las competencias de su Ejecutivo, o de su Legislativo, o de su Poder Judicial; tampoco hay ningún país de nuestro entorno cultural en el que se esté constantemente cuestionando su política exterior (en España cuando cambia el Gobierno los que hasta entonces eran aliados pasan  a no serlo, y viceversa…) Tampoco en ningún país civilizado se está constantemente cambiando el sistema de sanidad pública, o el sistema público de enseñanza, y tantas y tantas cosas más que conducen a los ciudadanos a pensar que en España las reformas nunca se acaban, con el consiguiente desánimo que produce la constante transitoriedad en la que nos tienen instalados quienes nos “mal-gobiernan” desde hace cuatro décadas.

Y, respecto de los corruptos, gánsteres que nos saquean desde hace medio siglo pues ya es hora de que se creen mecanismos disuasorios, y se les persiga y castigue, para lo cual sería conveniente resucitar el «juicio de residencia» del que he hablado ya otras veces y no está de más volver a explicar en qué consistía:

El juicio de residencia era propio del derecho castellano, aunque, al parecer, su origen estaba en el derecho romano tardío, fue introducido por Alfonso X el Sabio en las Partidas.

El Juicio de Residencia era un procedimiento para el control de los funcionarios de la Corona española, cuyo objetivo era revisar la conducta de los funcionarios públicos tanto de este lado del Atlántico como de las provincias de ultramar, verificar si las quejas en su contra eran ciertas, la honradez en el desempeño del cargo, y en caso de comprobarse tales faltas se les apartaba o se les imponían sanciones… Eran sometidos a él todos los que hubiesen desempeñado un oficio por delegación de los Monarcas.

Inicialmente se aplicaba sólo a los jueces, que deberían de permanecer en el lugar en el que habían ejercido su cargo durante cincuenta días, para responder a las reclamaciones que le plantearan los ciudadanos que se consideraban perjudicados por ellos.

A partir del año 1308, se someten a él todos los «oficiales» del rey. Se consolidó a partir de Las Cortes de Toledo de 1480, así como en la Pragmática posterior de 1500. Tenían que someterse a él desde los Virreyes, Gobernadores y capitanes generales hasta corregidores, jueces (oidores y magistrados), alcaldes y otros. Se realizaban al finalizar el mandato para el cual habían sido nombrados, para evitar los abusos y desmanes de los gestores de la administración pública.

El jesuita Pedro Ribadeneyra (1526-1611), uno de los preferidos de S. Ignacio de Loyola, en su «Tratado de la religión y virtudes que debe tener el Príncipe cristiano para gobernar sus estados», expresa, refiriéndose al Juicio de Residencia: “…porque cuando no se oyen las justas quejas de los vasallos contra los gobernadores, además del cargo de conciencia, los mismos gobernadores se hacen más absolutos y los vasallos viendo que no son desagraviados ni oídos entran en desesperación”.   

Los funcionarios públicos, una vez terminado el periodo de tiempo para el que habían sido elegidos, no podían abandonar el lugar en el que habían estado ejerciendo sus funciones, hasta haber sido absueltos o condenados. Una parte de su salario se les retenía para garantizar que pagarían las multas si las hubiere.     

Es muy importante prestar atención a esta última condición, ya que, en prevención del resultado del proceso, y en caso de que el funcionario público, o cargo electo, acabara resultando culpable y tuviese que pagar la sanción pecuniaria que le correspondiese, el tribunal sentenciador dispondría de la cantidad de dinero suficiente para satisfacer la pena que se le impusiera.

Muchos de los funcionarios esperaban con verdadero deseo que, al final de su mandato, llegase este momento, ya que si lo habían ejercido con honradez y ecuanimidad podrían aumentar su prestigio y ser promovidos para puestos superiores.

Evidentemente, cualquier cargo electo o empleado públicos sabía sobradamente que, más tarde o más temprano habría de someterse a un «juicio de residencia», cuando finalizase su mandato. Es más, si habían sido fieles cumplidores de su deber, lo deseaban.

Otro instrumento disuasorio, aparte del Juicio de Residencia, utilizado para frenar la corrupción y perseguir y sancionar a los corruptos era la «visita» que, comprendía una inspección pública o secreta del desempeño de ciertas autoridades para detectar el grado de cumplimiento de sus funciones, y en caso de ser deficientes se les podía reprender o suspender,

Volviendo al Juicio de Residencia, también es importante señalar que, el residenciado tampoco podía ocupar otro cargo hasta que finalizase el procedimiento.

Una vez finalizado el periodo del mandato, se procedía a analizar con todo detenimiento las pruebas documentales y la convocación de testigos, con el fin de que toda la comunidad participase y conociese el expediente que se incoaba, el grado de cumplimiento de las órdenes reales, y su comportamiento al frente del oficio desempeñado.

El Juez llevaba a cabo la compilación de pruebas en el mismo lugar de la residencia, y era el responsable de llevar y efectuar las entrevistas.

Este juicio era un acto público que se difundía los cuatro vientos para que toda la sociedad lo conociese y pudiese participar en el mismo. El juicio de residencia se comunicaba a los vecinos con pregones, y se convocaba a todos aquellos que se considerasen agraviados, por el procesado.

Se componía de dos fases: una secreta y otra pública.

En la primera se inquiría de oficio la conducta del enjuiciado, y se interrogaba de manera confidencial a un grupo de testigos, se examinaban los documentos y se visitaba la cárcel.

En la segunda, los vecinos interesados podían presentar todo tipo de querellas y demandas contra los encausados que se tendrían que defender de todas las acusaciones que se hubiesen presentado en las dos etapas del proceso.

Según fuese la importancia de los delitos, se castigaban con multas, confiscaciones de bienes, cárcel y la incapacitación para volver a ocupar funciones públicas. Generalmente, las penas que más se imponí­an era multas económicas junto a la inhabilitación temporal y perpetua en el ejercicio de cargo público.

Los Juicios de Residencia fueron una herramienta poderosísima y redujeron enormemente la corrupción y los abusos que, seguramente se habrí­an cometido sin ellos.

Famosos fueron los juicios de residencia contra Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Pedro de Alvarado y otros muchos más. Nadie estaba libre de ser enjuiciado.

Los juicios de residencia funcionaron hasta que fueron derogados por las Cortes de Cádiz de 1812.

Sorprende especialmente que, fueran los liberales los que eliminaron una herramienta tan potente para el control de las corruptelas y abusos polí­ticos de los gobernantes. Indudablemente, sólo cabe pensar que les incomodaba tremendamente…

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