El racismo antijudío (como todas las formas de racismo) camina de la mano de la ignorancia, el miedo, el odio y la violencia… «CUANDO EINSTEIN ENCONTRÓ A KAFKA», Diego Moldes.

CARLOS AURELIO CALDITO AUNIÓN.

Escribo el texto que sigue en medio de una «vorágine» ocasionada por la campaña de acoso, insultos, vejaciones, y un largo etc. a la que está siendo sometido el jugador de fútbol del Real Madrid, brasileño, de piel oscura, VINICIUS JUNIOR… Sirvan, también estas líneas de homenaje.

  • Yo no es que sea «racista», pero… no me gustaría que mañana mi hija me diga que se ha enamorado de un farmaceútico o de un judío…
  • Y… ¿Por qué de un farmaceútico?
  • Aunque no sea demasiado correcto, se suelen emplear indistintamente los vocablos antisemitismo y judeofobia y sus derivados como sinónimos de «antijudío» y «antijudaismo», lo correcto sería utilizar estos últimos, antijudio y antijudaismo, así que, para no estar corrigiendo constantemente, démoslos por válidos, aunque no lo sean…

Pese a ser muy escaso el número de judíos residentes en Europa —pues el 90% de los judíos viven en Estados Unidos, Israel, Canadá o Argentina—, el antijudaismo, el odio a los judíos no para de crecer en el Viejo Continente.

Mapamundi del antijudaismo
El fenómeno del antijudaismo, lejos de haber menguado en el siglo XXI, no para de crecer en casi todo el mundo. A ello hay que añadir la cruel paradoja de que uno de los medios de mayor propagación de la
nueva judeofobia —que en casi nada difiere de la antigua— es un instrumento creado, desarrollado e impulsado, en gran parte, por emprendedores de origen judío: internet. Casi todos los estudios que he
podido consultar en los últimos tres lustros hablan de un crecimiento del odio hacia los judíos o, como mínimo, de prejuicios hacia ellos o sus raíces familiares. Así, en 2015 la Anti-Defamation League (Liga Antidifamación, con sede en Nueva York, pero que opera a nivel global) publicó en su web —global100.adl.org— unos datos espeluznantes, basados al parecer en estudios serios y reiterados, estadísticos, realizados durante décadas en más de cien países del mundo. Se cotejaron diversos métodos, incluidas las encuestas. En su informe ADLGlobal100, incluye un mapamundi con 103 países y los porcentajes de antisemitismo, actualizados hasta el año 2015. Estudiados más de cien países, insisto, que suman una población de más de cuatro mil millones de personas, se detecta que el 26% de dicha población tiene actitudes o prejuicios antisemitas, es decir ¡más de mil millones de personas! Los estudios han sido verificados y validados, al parecer, por el Congreso de los Estados Unidos de América, entre otras instituciones, y han sido presentados a las Naciones Unidas. El desglose por áreas geográficas es el siguiente:
• Oriente Medio y Norte de África: 74% de antisemitas. • Europa Oriental: 34% de antisemitas.
• Europa Occidental: 24% de antisemitas.
• África Subsahariana: 23% de antisemitas.
• Asia (la India y Lejano Oriente): 22% de antisemitas.
• América: 19% de antisemitas.
• Oceanía: 14% de antisemitas.
En el caso de España, por ejemplo, el porcentaje de antisemitismo es del 29%, superior al de la media de su entorno (24% en Europa Occidental), o al de su vecino ibérico, Portugal (21%), o al de Italia (20%), pero inferior al de su otro vecino, Francia (37%), el más alto de Europa Occidental.

Los países más antisemitas de Europa son, en primer lugar, Grecia (un alucinante 69%, en donde se combina antisemitismo racial de extrema derecha, antisemitismo cristiano antiguo, ortodoxo en este caso [los griegos y los judíos fueron rivales comerciales en el Mediterráneo durante siglos desde la Antigüedad y de ahí proviene un antisemitismo milenario ortodoxo], con la moderna judeofobia de extrema izquierda, seguido de Polonia (45%), Bulgaria (44%), Serbia (42%), Hungría (41%), Ucrania y Bielorrusia (ambas 38%), Lituania (36%), Bosnia-Herzegovina (33%), Croacia (32%) y Montenegro (29%, el mismo que España). Austria, país natal de Hitler, pese a todas las políticas educativas que durante setenta años promueven erradicar los prejuicios raciales, xenófobos y antisemitas, tiene un porcentaje de antisemitismo del 28%, similar al de Alemania (27%), en donde la lacra neonazi sigue presente, latente entre minorías de fanáticos y grupúsculos antisistema. Turquía, miembro de la OTAN y a caballo entre Europa y Asia, tiene registrado, según la ADL, un antisemitismo exactamente igual al de su vecino Grecia, un 69%. Los países menos antisemitas de Europa son los protestantes y de tradición luterana-calvinista: Suecia (4%), Holanda (5%), Reino Unido (8%), Dinamarca (9%), Noruega (15%), Finlandia (15%) e Islandia (16%).
En América, por ejemplo, Estados Unidos tiene un antisemitismo registrado en 2015 del 9%, de los más bajos del mundo, mientras que su vecino México, de mayoría católica, cuenta con un 24%, es decir, la
misma media de Europa Occidental y exactamente igual a Argentina.
Como contraste, Panamá (52%), Colombia (41%), Perú (38%) y Chile (37%), tienen altos porcentajes de población antisemita, mientras que Brasil es mucho más tolerante, con un 16%, el más bajo de Sudamérica.[6] Canadá, por ejemplo, tiene un 14% de antisemitismo registrado, superior al de Estados Unidos, en parte porque en la región francófona de Quebec, de mayoría católica, el antisemitismo es más alto que en los estados canadienses angloparlantes y de mayoría protestante, cuya media es similar a la de Estados Unidos.
En Asia, en las Repúblicas del Cáucaso, las tasas de antisemitismo siguen siendo altas, y varían enormemente entre países vecinos, pues Georgia cuenta con un 32%, Azerbaiyán un 37% —como Francia— y Armenia un muy preocupante 58%. Veamos este caso tan llamativo. ¿A qué obedece el auge de la judeofobia armenia? Tradicionalmente Armenia fue un país plurirreligioso, de mayoría cristiana ortodoxa
secular pero con amplias y variadas minorías religiosas, catolicismo, protestantismo, judaísmo, islamismo (de origen kurdo, iraní, sirio…), el antiguo zoroastrismo, los nestorianos —Iglesia Asiria de Oriente—,
variados paganismos precristianos, etcétera. Según la tradición, el apóstol san Bartolomé (Nathanael, en griego Bartholomaíos, de barTôlmay, patronímico Hijo de Ptolomeo) fue el introductor del cristianismo en Armenia a mediados del siglo I. De ahí surge la Iglesia gregoriana apostólica armenia, oficialmente la iglesia cristiana más antigua del mundo y la primera oficial de un Estado, desde el año 301. Tras haber sido griega seléucida en la Antigüedad y luego romana, Armenia fue sucesivamente territorio persa sasánida, bizantino, califato árabe, parte del Imperio otomano y safávida-iraní, desde el siglo XVI al
XVIII, y tras la guerra Ruso-Turca de 1828-1829, entró en la órbita del Imperio ruso, con parte turco-otomana. Tras el genocidio armenio de 1915, no reconocido nunca por Turquía, se suceden diversos tratados y otra guerra en 1920, cuando Armenia fue invadida por el Ejército Rojo, creándose la República Socialista Soviética de Armenia. Armenia fue parte de la URSS hasta 1991, cuando se declaró estado independiente.
Durante setenta años de comunismo y otro cuarto de siglo de país independiente, la comunidad judía casi desapareció, emigrando a Occidente o asimilándose dentro de la Unión Soviética. Dieciocho siglos de pluralidad religiosa han dado paso a un país poco poblado, de casi tres millones de personas, en donde el 95% es de confesión cristiana —ortodoxa, armenia, católica o protestante— y donde casi han desaparecido las milenarias minorías religiosas. En ese contexto, sorprende que más de la mitad de la población manifieste actitudes y prejuicios antisemitas. Es una prueba más de que lo que llamamos la
Modernidad, al modo en que la entiende Zygmunt Bauman y otros sociólogos e historiadores, lejos de haber mermado el antisemitismo — de raíz cristiana antigua y medieval—, lo ha hecho crecer. Me he
extendido en un país pequeño, muy poco poblado, a caballo entre Europa y Asia.

¿Qué ocurre con los países importantes de Asia? Las gigantes China y la India, que suman más de dos mil quinientos millones de habitantes, tienen índices iguales de antisemitismo, un 20%. La inmensa
mayoría de chinos o indios jamás han conocido a un ciudadano judío. Bangladesh, por ejemplo, cuenta con un 32% de antisemitismo, cuando es un país de 157 millones de personas en donde el 87% son
musulmanes. Indonesia tiene una población estimada de 255 millones de personas, de las cuales el 87% son de confesión islámica, aunque su constitución reconoce oficialmente seis religiones. Erigido en el país con más musulmanes del mundo, su índice de antisemitismo es del 48%. Pero no siempre más islam implica más antisemitismo, porque el país más antisemita del oriente asiático es Corea del Sur, país muy avanzado, de más de 51 millones de personas, en donde el 46% de la población se declara atea o agnóstica y en donde budistas, católicos, protestantes y otras religiones milenarias propias del país, conviven en paz. Su índice de antisemitismo es del 53%, mayor que el de cualquier país europeo.
¿Cómo es posible esto en un país sin judíos, como Corea del Sur, uno de los más avanzados del planeta en educación, tecnología y ciencia?
Sospecho que el antisemitismo surcoreano es moderno y conspiranoico, pues el 59% de su población declara que los judíos tienen demasiado poder en el mundo de los negocios y un 57% cree que los judíos tienen demasiado poder en los mercados financieros internacionales. Su vecino Japón, aún más avanzado que Corea del Sur, cuenta con un índice de antisemitismo del 23%, similar al de Europa Occidental o al del África Subsahariana. Frente a esto, los índices de antisemitismo más bajos del planeta los encontramos en los países de Indochina, Laos (0,2%) y Vietnam (6%), aunque asciende algo en Tailandia (13%) y Singapur (16%).

En Malasia, en donde la religión oficial del Estado es el islam (aunque sólo lo practican el 60%, pues budismo, cristianismo e hinduismo están bien presentes), el índice de antisemitismo es del 61%,
de los más altos del mundo. Frente a esto, en el mismo mar de la China Meridional tenemos el caso anómalo, en sentido positivo, de Filipinas. En 2015 sobrepasó los cien millones de habitantes, siendo, tras Japón e Indonesia, el país insular más poblado. De amplia mayoría católica, Filipinas tiene un índice de antisemitismo bajísimo, del 3%.[7]

Como contraste brutal, el país más antisemita del mundo es Irak, con un índice de antisemitismo del 92%, seguido de Yemen, con un 88%. (Gaza tiene un porcentaje mayor, del 93%, pero no es considerado un país por la ONU.) Jordania tiene un 81%; Líbano, 78%; Kuwait, 82%; Qatar y Emiratos Árabes Unidos, 80%; Arabia Saudí, 74%. No se conocen datos de Afganistán, ni tampoco de Pakistán.
En la sección «Sabía usted qué», encontramos en el informe datos preocupantes de intolerancia, prejuicio e incluso puro odio. Transcribo aquí algunos de los datos más interesantes y que refuerzan algunas de las
ideas que ya tenía antes de escribir este ensayo, si bien hay otras que me resultan sorprendentes, por ejemplo que Irán tenga menos antisemitas que Grecia, o que un país considerado culto como Francia tenga índices de antisemitismo más altos que muchos países del tercer mundo. [Las
notas entre corchetes son mías, no pertenecen al estudio.]
1.Las personas que viven en países con mayores poblaciones judías (22% en el Índice de Puntuación) son
menos propensas a albergar opiniones antisemitas que las personas que viven en países con menor población judía (28% en el Índice de Puntuación). [Este punto apoya la idea de que existe un «antisemitismo sin judíos», en donde el judío es un «animal mitológico», como me dijo un día en Madrid un actor israelí.]
2.Más de una cuarta parte de las personas encuestadas, 26%, albergan actitudes antisemitas —eso representa un estimado de 1.090.000.000 adultos en todo el mundo [más de mil millones de personas].
3.El 74% de los encuestados nunca ha conocido a una persona judía. 4.El 18% de los encuestados cree que la población judía total en el mundo supera los 700 millones de personas. El número real de judíos en el mundo es alrededor de 13.700.000. Quienes sobreestiman de tal manera la población judía del mundo son más propensos a albergar actitudes antisemitas — con una puntuación de 38% en el Índice.
5.El 41% de los encuestados creen que los judíos son más leales a Israel que a los países en los que viven. Esa afirmación es la más ampliamente aceptada de todos los estereotipos antisemitas planteados.
6.Las personas en países en los que predomina el habla inglesa son la mitad de propensas a albergar opiniones antisemitas (13% en el Índice de Puntuación), en comparación con la población global encuestada.
7.Aunque los musulmanes son más propensos a albergar opiniones antisemitas que los miembros de cualquier otra religión (49% en el Índice de Puntuación), la geografía hace una gran diferencia en sus puntos de vista. Los musulmanes en el Oriente Medio y África del Norte (75% en el Índice de
Puntuación) son mucho más propensos a albergar actitudes antisemitas que los musulmanes en Asia (37% Índice de Puntuación), Europa Occidental (29% Índice de Puntuación), Europa Oriental (20% Índice de Puntuación) y África Subsahariana (18% Índice de Puntuación).
8.El país del Oriente Medio con la puntuación más baja en el Índice de antisemitismo es Irán (56%) [recordemos que los iraníes no son árabes, sino persas].
9.El 8% del total de encuestados asiste a servicios religiosos a diario. Esa cifra es tres veces superior en el Oriente Medio y África del Norte, con el 24% que asiste a servicios religiosos todos los días.
10.La mayoría de la gente en 48 de los 102 países y territorios encuestados dice que probablemente sea cierto que los judíos tienen demasiado poder en el mundo de los negocios.
11.En general, los hombres encuestados (29% Índice de Puntuación) son más propensos que las mujeres encuestadas (24% Índice de Puntuación) a albergar actitudes antisemitas. 12.Los tres países fuera del Oriente Medio y África del Norte con los puntajes de antisemitismo más altos en el Índice son Grecia (69%), Malasia (61%) y Armenia (58%).
13.El país del Oriente Medio con la puntuación más baja en el Índice de antisemitismo es Irán (56%).
14.Los tres países con los puntajes de antisemitismo más bajos en el Índice son Laos (0,2%), Filipinas (3%) y Suecia(4%).
[Sobre el Holocausto.]


15.Dos de cada tres personas encuestadas no han oído hablar nunca del Holocausto o no creen que los relatos históricos sean ciertos.
16.Menos de la mitad de los encuestados menores de 35 años han oído hablar del Holocausto. [Esto generará un problema en el futuro, de ahí la necesidad de estudios sobre la Memoria Histórica.]
17.En general, el 54% de los encuestados son conscientes del Holocausto. Esa cifra desciende a 24% en el África Subsahariana y a 38% en el Oriente Medio y África del Norte.
Hay un dato que me ha llamado especialmente la atención, es este: «Las personas en países en los que predomina el habla inglesa son la mitad de propensas a albergar opiniones antisemitas» (13%). Este dato
creo que no guarda relación directa con el uso del idioma inglés sino con la cultura protestante anglicana, vinculada a la ética calvinista o luterana, que ha convivido mejor con el pueblo judío desde el siglo XVI, pues si en las naciones angloparlantes los porcentajes de antisemitismo son bajos —Reino Unido (8%), Estados Unidos (9%), Canadá (13%), Australia y Nueva Zelanda (14% en ambos casos)—, en los de mayoría católica, caso de Irlanda (20%) o de otras religiones nativas, como Sudáfrica (38%), el índice de antisemitismo es mucho mayor.

Vamos a ver con detalle el caso de España, que al igual que ocurre con los 103 países estudiados, dividió sus encuestas en once preguntas concretas. Antisemitismo en España (promedio del 29%).

  1. Los judíos son más leales a Israel que a [su país / al país en el que viven]: 65%
  2. Los judíos tienen demasiado poder en el mundo de los negocios: 53%
  3. Los judíos tienen demasiado poder en los mercados financieros internacionales: 50%
  4. Los judíos todavía hablan demasiado sobre lo que les sucedió en el Holocausto: 48%
  5. A los judíos no les importa lo que le pase a nadie aparte de ellos mismos: 26%
  6. Los judíos tienen demasiado control sobre los asuntos globales: 34%
  7. Los judíos tienen demasiado control sobre el gobierno de Estados Unidos: 39%
  8. Los judíos se creen mejores que otras personas: 22%
  9. Los judíos tienen demasiado control sobre medios de comunicación globales: 31%
  10. Los judíos son responsables de la mayoría de las guerras del mundo: 12%
  11. La gente odia a los judíos debido a la forma en que se comportan: 17%
  12. El primer punto, el más alto, con un 65% que afirma que los judíos españoles son más leales a Israel que a España es el más preocupante, porque induce a pensar que, aunque no todos los antisionistas son antisemitas, el antisemita se camufla en numerosas ocasiones dentro del antisionismo o negación a existir del Estado de Israel. Sobre que tienen «demasiado poder en el mundo de los negocios» (53%) y en los «mercados financieros internacionales» (50%), demuestra una vez más que el mito de Los protocolos de los sabios de Sión, un libelo creado en Francia durante el caso Dreyfus (1894-1906) y propagado desde la Rusia zarista antisemita a partir de 1902, ha sido considerado como válido por la mitad de los españoles, pasando de generación en generación.
  13. Conviene recordar que Los protocolos de los sabios de Sión han gozado, entre 1935 y 2000, de ¡veintinueve ediciones en castellano! (Álvarez Chillida, 2002, p. 496).
  14. El vínculo con Estados Unidos, que existe, se ve exagerado en el caso de España, y alude al mito del lobby judío que controla la Casa Blanca, pues, a la pregunta de si «los judíos tienen demasiado control sobre el gobierno de Estados Unidos», el 39% responde afirmativamente, un 10% más que el promedio de antisemitismo en España, que está en torno al 29%, siempre según la ADL. No hay encuestas durante el franquismo (1939-1975), ni durante la Segunda República Española (1931-1936) y, obviamente, tampoco durante toda la época anterior, desde las Cortes de Cádiz (1812), pasando por los reinados de Fernando VII, Isabel II, las diversas regencias intermedias, la Primera República de 1871, Alfonso XII y las regencias durante la minoría de edad de su hijo póstumo Alfonso XIII (que reinó de 1902 a 1923), la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930), la llamada dictablanda de Dámaso Berenguer (1930-1931), etcétera. No obstante, cuando uno lee y relee El antisemitismo en España, del historiador Gonzalo Álvarez Chillida, plagado de documentación rigurosa, comprende que, aunque la Inquisición fue abolida en 1834,[8] el tradicional antisemitismo español católico y castizo, heredero de la limpieza de sangre, ha estado presente durante los siglos XIX y XX mediante creencias populares y familiares que han ido pasando de padres a hijos hasta nuestros días. Tras la Transición española parecía que la tolerancia y la llegada de la modernidad a España traería una caída del antisemitismo y, por tanto, de la xenofobia, y así parecía en los años ochenta y noventa del pasado siglo. Por desgracia, en lo que llevamos del siglo XXI, el antisemitismo irracional ha crecido, tanto el de herencia cristiana como el importado de los antiguos países de Europa Oriental la moderna judeofobia de las dictaduras comunistas (no pocas veces camuflada del odio a Israel o antisionismo). Esto explica que se dé por igual, y con similar virulencia, entre sectores de la extrema derecha y de la extrema izquierda.
  15. Respecto al complejísimo fenómeno del antisemitismo, uno de los autores que mejor lo han sintetizado es Natan Sharanski (Donetsk, 1949), judío ucraniano nacido en la Unión Soviética como Anatólij Borísovič Ščharanskij, conocido disidente comunista, escritor, maestro de ajedrez, activista de derechos humanos y emigrado a Israel, en donde se convirtió en un experto en la diáspora judía y en parlamentario israelí. Sharanski define cuatro tipos de antisemitismo, simbolizados de manera sencilla y eficaz por cuatro colores: amarillo, marrón, verde y rojo. El Amarillo es el antisemitismo de origen cristiano que tuvo su momento álgido en la Edad Media y cuyos vestigios siguen vivos en parte del inconsciente de la sociedad europea. El Marrón es el antisemitismo fascista y nazi que, aun habiendo perdido la fuerza destructora de los años 40, sigue vivo en un sector marginal de la extrema derecha europea. El Verde es el antisemitismo de corte islámico que existe en una parte demasiado importante del mundo musulmán y que ha entrado en Europa a través de la inmigración. Por último, existe el antisemitismo de color Rojo que nació del estalinismo soviético y que hoy se esconde detrás del antisionismo militante progresista que, de todos los pueblos, le niega sólo al judío la legitimidad de un hogar nacional.[9]
  16. Por último, recordemos que «la historia ha mostrado que donde el antisemitismo quede incontrolado, la persecución de otros ha sido presente o inminente. La derrota del antisemitismo debería ser una causa de gran importancia no sólo para los judíos, sino también para todas las personas que valoran la humanidad y la justicia…» (Departamento de Estado estadounidense, Informe sobre el antisemitismo global contemporáneo, 13 de marzo de 2008). Efectivamente, como decía Arendt —«posiblemente mi texto chocará a la gente bienintencionada y podría haber gente malintencionada que hiciera mal uso de él»—, hay gente muy malintencionada. En España, según un informe publicado por la AntiDefamation League (ADL) en septiembre de 2009 el antisemitismo está creciendo, de manera soterrada y confusa, difícil de identificar si no es en los medios de comunicación nacionales. Dicho informe se entregó al por entonces ministro de Asuntos Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, un gran conocedor del llamado conflicto árabe-israelí, en una reunión celebrada en la misión española ante las Naciones Unidas. Abraham H. Foxman, director nacional de dicha Liga Anti-difamación explicó lo siguiente con preocupación: «Estamos profundamente preocupados por la integración de la lucha contra el antisemitismo en España, con más expresiones públicas y mayor aceptación pública de los estereotipos clásicos. […] Entre los principales países europeos, sólo en España hemos visto brutales caricaturas antisemitas en los medios de comunicación y protestas callejeras en las que se acusa a Israel de genocidio y los judíos son vilipendiados y comparados con los nazis. […] Nuestra encuesta muestra un aumento alarmante de las actitudes antisemitas».[10] El año anterior, en el verano de 2008, el entonces presidente de la Federación de Comunidades Judías de España, Jacobo Israel Garzón, matizaba que aunque la animadversión a los judíos existe en algunos sectores, «decir que España es o no antisemita es erróneo. Sólo creo que existe. Esto viene de mucho atrás. El antisemitismo no ha muerto en España durante mucho tiempo. A lo largo de la historia la comunidad judía ha sido desvalorizada y todavía se encuentra en el inconsciente de muchos españoles. Por eso España da resultados tan malos en las encuestas de antisemitismo en Europa. Hay mucho antisemitismo pero afortunadamente España no es antisemita».[11] Sinembargo, de cuando en cuando surgen en la prensa y otros medios de comunicación españoles artículos tendenciosos, no exactamente judeófobos o antisemitas stricto sensu, pero sí dotados de ambigüedades, insinuaciones soterradas, fruto de teorías conspirativas que, como en el pasado, pueden esconder el germen de un nuevo antisemitismo, que deriva en una actitud xenófoba que opone al Estado español (tradicionalmente de mayoría católica) con los nuevos judíos españoles, al menos con los más prósperos. Este tipo de artículos dan a entender al lector, confundiéndolo, que los personajes de origen judío españoles o afincados en España no están interesados en el progreso socieconómico del país, sino enfrentados a una nación de la que parecen valerse para sus intereses personales, familiares, empresariales o, incluso, sionistas. Como ejemplo de esta actitud, insistimos profundamente tendenciosa y aún más peligrosa por no ser explícita, tenemos un artículo de Alfonso Torres, publicado por el diario El Mundo y titulado «El lobby que vive en España»,[12] cuyo primer párrafo explica: «Están en la banca, la justicia, la hostelería, la construcción, el textil… Los judíos españoles se mueven en los círculos más poderosos y mantienen contacto con la elite económica y política. Contar con el respaldo del “lobby” hebreo incluso puede librarles de la cárcel». El firmante de este texto plagado de soterradas pinceladas antisemitas, Alfonso Torres, publicitaba con este artículo su propio libro, El lobby judío. Poder y mitos de los actuales hebreos españoles, publicado ese mismo año de 2002 por La Esfera de los Libros, asimismo editorial del citado diario madrileño. Para un conocimiento detallado del antisemitismo contemporáneo en España, de los siglos XIX y XX, existe un libro ineludible e imprescindible —y los tópicos adjetivos son aquí absolutamente exactos — titulado El antisemitismo en España. La imagen del judío (1812- 2002), del historiador Gonzalo Álvarez Chillida, con prólogo del novelista Juan Goytisolo. En él podemos conocer de primera mano y con múltiples ejemplos toda la tradición histórica del antisemitismo español, las castas, los conversos y los pogromos, desde las Cortes de Cádiz hastainicio del siglo XXI, la imagen del judío en el imaginario popular, el tema judío en las luchas político-religiosas decimonónicas, los debates en torno al filosefardismo, el racismo ario frente al semitismo y sus conexiones nacionalistas (tanto del nacional-catolicismo español, como de los nacionalismos catalán, vasco y gallego), la cuestión chueta en Mallorca, la eclosión antisemita vinculada al bolchevismo, la masonería, el capitalismo, las etapas del carlismo, la restauración, la segunda república, la guerra civil, la posguerra y el franquismo y la monarquía constitucional juancarlista, en definitiva, todo el antisemitismo español presente en la izquierda y en la derecha, en el clero, la clase política, las clases populares e incluso entre los escritores, desde Quevedo a Pío Baroja, pasando por Emilia Pardo Bazán, Vicente Risco, Sabino Arana, González Ruano, Ramiro de Maeztu, Blasco Ibáñez, Jardiel Poncela, José María Pemán… Frente a ellos, destaca el filosemitismo de escritores como Pérez Galdós, Aub, Muñoz Molina o Cansinos Assens. El volumen, escrito con solvencia y sencillez, con rigor histórico y exactitud historiográfica, cuenta además con gran número de citas, algunas de ellas sorprendentes, que componen una bibliografía completísima para el estudioso, y que incluye todas las ediciones en español (no sólo de España, también europeas en español) de Los protocolos de los sabios de Sión, detallando sus veintinueve ediciones españolas y las dos europeas (Álvarez Chillida, 2002, pp. 496-497), así como las nueve ediciones castellanas de El judío internacional, obra del magnate del automóvil Henry Ford, quizá el más célebre antisemita estadounidense. Un libro que es una lectura obligada para comprender el pasto de prejuicios y odios que la figura del judío, casi como personaje mitológico con frecuencia asociado al anticristo y a la conspiración judeomasónica, despierta entre los sectores más deleznables de la historia española moderna. Desde que publicó su volumen Gonzalo Álvarez Chillida en 2002, la situación no sólo no ha mejorado, sino que podría haber ido incluso a peor. Como muestra del antisemitismo como fenómeno creciente en España reproducimos un artículo publicado en el diario El País en 2011, que no deja lugar a dudas. Lo escalofriante es el alto porcentaje de odio antijudío en un país en el que apenas hay judíos. Según Casa Sefarad Israel, en España viven actualmente entre cuarenta y cuarenta y cinco mil ciudadanos judíos, porcentaje infinitamente inferior al de los otros países avanzados, singularmente Estados Unidos, el Reino Unido y Francia. La crisis dispara el odio antijudío en España. El 58,4% de los españoles es antisemita, muy por encima de la media europea, según el Informe sobre Antisemitismo 2010. «No se están haciendo los deberes y la consecuencia es un peligroso crecimiento del antisemitismo y el odio racial en España.» Ésta es la queja de la Federación de Comunidades Judías de España y del Movimiento contra la Intolerancia. Un detallado informe presentado hoy en Madrid no deja lugar a dudas: España figura a la cabeza de la Unión Europea en actos violentos y manifestaciones de odio racial y de desprecio a los judíos, con un incremento constante por la crisis económica. Los resultados de una encuesta encargada el otoño pasado por el Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación no dejan lugar a dudas: el 58,4% de la población española opina que «los judíos tienen mucho poder porque controlan la economía y los medios de comunicación», y más de un tercio (34,6%) tiene una opinión desfavorable o totalmente desfavorable de esa comunidad religiosa, que en España apenas suma 40.000 personas. El estudio se realizó sobre 1.012 entrevistas a ciudadanos mayores de 15 años. Estos datos del titulado Informe sobre Antisemitismo en España 2010 avalan otros de una encuesta oficial entre escolares realizada hace un lustro, según la cual algo más de la mitad de los estudiantes no querría tener a un chico judío como compañero de pupitre pese a no poder reconocerlo físicamente. Curiosamente, es la extrema derecha la que menos rechazo tiene por las comunidades judías (un 34%), frente al 37,7% entre personas que se declaran de centro izquierda. «Si estos datos son correctos, España sería un caso único en Europa, y el país tiene un verdadero problema», destacó el presidente de la Federación de Comunidades Judías de España (FCJE), Jacobo Israel Garzón. El responsable del Movimiento contra la Intolerancia, Esteban Ibarra, subrayó a su lado esta percepción, con una queja severa ante el Gobierno, por no haber ejecutado el compromiso de reformar el Código Penal para castigar la incitación y apología del odio racial o antisemita en sus diversas manifestaciones. El mandato de la Comisión Europea para reformar el artículo 510 del Código Penal que se refiere a estos temas concluyó el 28 de noviembre pasado, sin haberlo cumplido España. Hay otros datos llamativos en este Informe sobre el Antisemitismo, el segundo que se realiza en España. Por ejemplo, la extrema derecha tiene una opinión menos desfavorable de los judíos (34%) que el centro izquierda (37,7%), y la simpatía hacia los judíos en la extrema derecha (4,9 en la escala de 0 a 10) es superior a la de la media de la población (4,6). La crisis económica ha agravado la situación, por el supuesto poder económico que la encuesta atribuye a los judíos españoles pese a significar apenas un 1% de la población total nacional. Dos tercios (62,2%) del 58,4% que opina que «los judíos tienen mucho poder porque controlan la economía y los medios de comunicación», son universitarios. El porcentaje sube hasta el 70% entre los que afirman «tener interés por la política». Es decir, «los más antisemitas son supuestamente los más formados e informados», lamenta Jacobo Israel. Entre los que reconocen tener «antipatía hacia los judíos», sólo un 17% dice que ésta se debe al llamado «conflicto de Oriente Medio». «No podemos asociar el odio a los judíos con el Estado de Israel o sus políticas», subrayó el presidente de la FCJE. No sucede así en los medios de comunicación, donde el auge del antisemitismo sí está en función de ese conflicto. Otro conjunto de motivos alegados por los encuestados (con una suma del 29,6%) tiene que ver con «la religión», «las costumbres», «su forma de ser», etcétera. A éstos se añaden otros como «antipatía en general», o las percepciones relacionadas «con el poder». Otro 17% dice tener antipatía hacia los judíos aun sin saber los motivos. «Los insultos a través de internet, las pintadas en sinagogas, la banalización del Holocausto o frecuentes conciertos racistas son algunos de los problemas que se contemplan en el informe, elaborado por un Observatorio de Antisemitismo que apenas ha cumplido tres años. Su objetivo es centralizar, catalogar y analizar los incidentes de carácter antisemita, identificando a sus promotores y fomentando la reflexión a través del análisis y las publicaciones. «La infección neonazi es creciente y en su mayoría es antisemita. No se puede separar la lucha contra el nazismo de la lucha contra el antisemitismo», subraya Esteban Ibarra. El informe ha documentado 4.000 casos de incidentes de odio antirreligioso y violencia xenófoba, entre los que están incluidos los actos de antisemitismo. Por ejemplo, existen más de 400 webs de carácter xenófobo y antisemita.[13] Precisamente será el citado Esteban Ibarra, presidente del Movimiento contra la Intolerancia, quien dará algunos datos recientes sobre el racismo y la xenofobia en la España contemporánea que, lejos de haber disminuido, ha aumentado sin cesar. En el verano de 2014 Ibarra, paradigma del hombre tolerante, progresista, solidario y comprometido, publica La Europa siniestra, auspiciado por Baltasar Garzón, quien firma además el prólogo. Y subtitula su volumen sin dejar lugar a dudas de por dónde van los tiros: Racismo, xenofobia, antisemitismo, islamofobia, antigitanismo, homofobia, neofascismo e intolerancia. Su capítulo 4, «Antisemitismo, paradigma de la intolerancia», es esclarecedor y escalofriante, pues aporta datos que tienen que ver con las futuras generaciones y con las carencias educativas españolas. Así, podemos leer: «En encuestas realizadas por el CEMIRA de la Universidad Complutense de Madrid, un 20% de los escolares se pronunciaron, afirmando que si de ellos dependiera, “echarían a los judíos de España”. En 2008, el Observatorio Escolar de la Convivencia del Ministerio de Educación detectó mediante una encuesta sobre la diversidad que “el 50% de los escolares no compartirían pupitre con un niño o una niña judía”. Según el Centro de Investigación PEW, en 2008, el 34,6% de los españoles tenían una opinión desfavorable o totalmente desfavorable de los judíos, siendo, precisamente, aquellos que se identificaban ideológicamente en el centro-izquierda, quienes mostraban mayor rechazo hacia ese colectivo: un 37,7%, frente al 34% de la extrema derecha» (Ibarra, 2014, p. 81). Los datos son no sólo preocupantes, sino alarmantes, o al menos tendentes a crear una alarma. ¿Quiere esto decir que la generación de nuestros hijos tiende a ser más xenófoba y antisemita que la de nuestros padres y abuelos? ¿En qué ha fallado la educación en España, tanto desde el ámbito público como del familiar? El diagnóstico de Esteban Ibarra en 2014 coincide con el nuestro, y que llevamos repitiendo durante veinte años: desde finales de la década de los noventa y coincidiendo con el cambio de siglo y milenio, el número de racistas, xenófobos y antisemitas crece cada año. Esto es un hecho triste pero incontestable. ¿Cuál es su origen?, ¿a qué achacarlo? «El odio antijudío no es un fenómeno moderno, viene de tiempos remotos y su metamorfosis ha sido continua. España no está al margen y si el antisemitismo tradicional estuvo basado en la discriminación religiosa contra los judíos por parte de los cristianos, el actual utiliza el conflicto israelí-palestino, la crisis económica y las teorías conspiracionistas del lobby mundial oculto. Junto a ello hay que añadir los mitos sociales del antijudaísmo, lo que proporciona nutriente para ese antisemitismo organizado que se construye como uno de los ejes esenciales de los grupos neonazis y racistas, minoritarios políticamente, pero con capacidad de ejercer agresión. Socialmente, la pregunta es: ¿cómo es posible que la sociedad española sea intolerante con un grupo de personas que apenas alcanza en España los 40.000 habitantes? En un país de 47 millones de personas, con nula percepción externa de la existencia de judíos, hay un significativo antisemitismo. Existen bastantes ideas prejuiciosas y estereotipos sobre el pueblo judío. Algunas encierran mitos, como que los judíos son avaros, usureros y materialistas; que los judíos controlan el sistema financiero, al Gobierno estadounidense y los medios de comunicación; que los judíos son responsables de la muerte de Jesús, o que los judíos se creen superiores a otros pueblos. Otro aspecto fundamental es cómo se proyecta en el imaginario al pueblo judío. Se quiere desconocer que el pueblo judío es multiétnico pues en él conviven diferentes etnias que, de hecho, sienten el “ser judío” no únicamente como pertenencia a una religión, sino incluyendo multitud de aspectos culturales. En cuanto a la teoría conspirativa de controlar todos los nodos de poder, hay que resaltar que ésta siempre renace en épocas de dificultades económicas, que es cuando los judíos son escogidos como chivo expiatorio. Multitud de rasgos de la cultura popular actual se encuentran impregnados del antisemitismocreligioso (mataron a Cristo…) que se originó en Europa durante la EdadcMedia, demonizando a los judíos y sirviendo de fundamento a las primeras teorías conspirativas» (Ibarra, 2014, p. 80). Se puede decir más alto, pero no más claro. El antisemitismo es quizá la manifestación de intolerancia más antigua y compleja de la que se conservan pruebas escritas, pues pervive, de una u otra forma, durante, por lo menos, veintisiete siglos. En el caso de España, desde finales del siglo XV, y de los antiguos reinos cristianos —Asturias, León, Castilla, Navarra, Aragón— desde su misma existencia medieval. Además del antisemitismo de raíz cristiana existe otro de tipo racial, que es propio de los siglos XIX y XX y cuyo más horroroso exponente es Adolf Hitler. ¿Cuáles son los orígenes o motivaciones psicológicas de este antisemitismo espeluznante? No pocos biógrafos del tristemente célebre genocida han ahondado en su infancia y han descubierto que Hitler, a los seis años de edad, coincidió en la escuela con Ludwig Wittgenstein, de origen judío. Sí, el genocida y el filósofo más innovador del siglo XX fueron compañeros de clase. Nacieron con apenas seis días de diferencia. Empezaron juntos pero no acabaron juntos, de hecho Wittgenstein concluyó dos años antes, pues le adelantaron un curso y Hitler, alumno mediocre, repitió curso. No son pocos los que han visto en la envidia hacia un intelecto superior, el de un niño judío superdotado, la raíz psíquica del trastorno antisemita del dictador austríaco-alemán. En todo caso, fuese ése el motivo o no, pudo haber sido una de las causas de su judeofobia racial, irracional, asesina y malsana. Un motivo, el de la envidia, pero no el único. Los datos publicados en 2019 todavía son peores que los que se conocían en 2014. En el mundo intelectual, la cosa del antisemitismo español también viene de lejos, y atraviesa los siglos XIX y XX como una navaja envenenada. Las acusaciones entre intelectuales, escritores, periodistas e historiadores tiene décadas, siglos de existencia. Atraviesa nuestra historia moderna, de Quevedo a Sabino Arana, de Felipe VII a Marcelino Menéndez Pelayo, desde José Amador de los Ríos y Juan Valera hasta Pío Baroja. Basta leer Los judíos en España del hispanista francés Joseph Perez para comprobar que el antisemitismo hispano no atiende a ideología ni espacios geográficos ni épocas, pues tuvo eclosiones en la regencia, la restauración, las dos repúblicas —con especial florecimiento en la segunda—, el franquismo y la monarquía constitucional. Una judeofobia española que se detecta en la izquierda y en la derecha, en Madrid y en Cataluña, en Vascongadas o en Andalucía, entre católicos fervorosos y militantes comunistas, en el proletariado y en las clases dirigentes. Con excepciones, claro. Y este antisemtismo irracional no parece menguar. Los hay que creen, ingenuos, que el antisemitismo finalizó con la muerte de Franco, la caída del nacionalcatolicismo y la llegada de la democracia. No es así, por desgracia. Y la judeofobia española viene de ambos lados, de la extrema derecha y de la extrema izquierda, insisto en ello. Damos otro salto atrás en el tiempo, pues no se puede comprender el presente sin conocer bien el pasado. En la España democrática, desde la muerte del General Franco, el antisemitismo, que fue durante siglos nacional-católico, insisto, derivó en dos polos opuestos pero entrelazados: por un lado el neofascismo o neo-nazismo, con grupos más o menos numerosos y más o menos violentos; por otro lo que podríamos denominar neo-estalinismo, o antisemitismo poscomunista o de extrema izquierda, que desde la guerra del Yom Kipur de 1973 ha adoptado una posición claramente pro-arabista y a favor del pueblo palestino. La herencia filo-árabe del franquismo se trasladó, con la llegada de la democracia, hacia la izquierda española más radical e intolerante, en algunos casos siendo los hijos y nietos de los dirigentes franquistas. (Quizá exista una explicación psicoanalítica a este fenómeno paternofilial.) No podemos obviar otro aspecto, por polémico que pueda resultar: pocos sectores de la izquierda española han manifestado una postura neutral o equidistante ante el eterno conflicto árabe-israelí. Sí hay en el centro-izquierda, entre los progresistas españoles, defensores de la solución de los dos estados, como es lógico. Sin embargo, un sector concreto, no siempre organizado, deslegitima la existencia del Estado de Israel, niegan su derecho a existir, como si se pudiese cambiar la historia de los últimos setenta u ochenta años. Esos mismos detractores de Israel emplean unos criterios historicistas y de defensa de derechos humanos —lo que es loable y necesario, esencial en todo activismo social— que no aplican a otros estados soberanos, por ejemplo con China respecto al Tíbet (invadido de manera ilegal y ocupado desde 1950) o con Rusia respecto a diversos territorios ucranianos. ¿Alguien ha visto reiteradas manifestaciones contra la ocupación de China o Rusia? ¿Se manifiestan esas mismas personas a favor de Argentina y contra la ocupación británica de las Islas Malvinas? Hoy en día, Crimea, por ejemplo, es territorio en disputa, sucesivamente ruso, tártaro, soviético, ucraniano y, desde marzo de 2014, de nuevo territorio ruso. Cuando el ejército ruso invadió Crimea casi nadie se movilizó en España. Pude comprobarlo al pasear por el madrileño paseo de Recoletos: a la altura de la plaza de Colón se manifestaban un grupo de medio centenar de ucranianos portando banderas y micrófonos. No había apenas periodistas, ni tampoco activistas que habitualmente se manifiestan contra Israel y a favor de la causa islámica palestina. Doble rasero. Hay, por desgracia, territorios en disputa en todos los continentes, recordemos los casos de Kosovo (territorio serbio, y no albanés, durante mil años), el Cáucaso (Abjasia, apoyada por Rusia, le arrebató territorios históricos a Georgia, como también hizo Osetia del Sur), Cachemira, región en disputa entre la India, Pakistán y China desde 1947 —mismo año del inicio de la guerra entre israelíes y palestinos— cuando se retiró el Imperio británico. Cuando en 1981, la colonia británica de Belice se constituyó como Estado soberano y le arrebató territorio legítimo a Guatemala, ¿alguien se manifestó en España por tamaña «ocupación»? Guatemala no reconoció a Belice hasta 1993. Nadie cuestiona la legitimidad de Nueva Zelanda, fundada en 1947 en una colonia británica en la que durante décadas se despojó de territorios a los maoríes, desplazándolos y privándolos de derechos. Más de cien años de injusticia. ¿Alguien ha escuchado hablar del genocidio maorí? Hoy en día sólo el 7% de los neozelandeses son de etnia maorí. Los descendientes de los ingleses y otros europeos jamás les han devuelto sus tierras. ¿Se manifiestan los activistas a favor de ellos? También en 1947, con la caída del Imperio británico, se creó la República Islámica de Pakistán, sobre territorios británicos que eran de la India y cuyo gobierno musulmán expulsó a millones de ciudadanos hinduistas de aquellas tierras. ¿Qué habríapasado si fuesen judíos los ocupantes? Se aceptó y se acepta un Pakistán musulmán, pero no una Palestina judía: Israel. Este cambio de criterio es el que ahoga el disfraz del antisionismo, que en no pocas ocasiones esconde el antisemitismo. Es legítimo defender al pueblo palestino y criticar los abusos israelíes, incluso cuando se producen con fines defensivos. Pero es sospechoso que existan personas que se movilizan por Palestina y jamás lo hagan por el Tíbet, por ejemplo. Cuando el norte de Sudán, islámico en su mayoría, inició una guerra civil contra sus hermanos cristianos del sur de Sudán, cristianos y/o animistas, casi nadie movió un dedo, ni en la Primera Guerra Civil Sudanesa (1955-1972) ni en la Segunda Guerra Civil Sudanesa (1983-2005), una de las más sangrientas de nuestra historia, con casi dos millones de civiles asesinados. ¿Se imagina alguien qué habría ocurrido si los militares sudaneses del norte, auténticos genocidas, hubiesen sido judíos en lugar de musulmanes? ¿Cómo habría reaccionado la opinión pública de Occidente ante ese genocidio? Mejor no pensarlo. En 2005 se llegó a un acuerdo de paz que incluía un referéndum, celebrado en 2011, año en que se constituyó un nuevo estado soberano: Sudán del Sur. Respecto al genocidio de los aborígenes australianos, Europa y Occidente siempre han guardado silencio, pese a que no lograron tener igualdad jurídica en Australia ¡hasta 1967! Aún hoy, en pleno siglo XXI, las comunidades aborígenes de Australia denuncian discriminación social, sin recursos sanitarios y económicos dignos, propios de un país rico, con deficiencias escandalosas en materia de educación, empleo, salud, etcétera. Los índices de pobreza, delincuencia y alcoholismo son altos. Las discriminaciones respecto a los blancos anglosajones protestantes y las distancias económicas son mucho mayores que las que pueden existir entre ciudadanos israelíes judíos, árabes o cristianos. ¿Alguien ha visto manifestaciones a favor de estas minorías u otras? Es esta diferencia de rasero lo que invita a la sospecha razonable de que, dentro de los grupos antisionistas y de boicot anti-Israel se esconden algunos antisemitas, los mismos judeófobos históricos de siempre. Lo que la historia nos ha enseñado es que el antisemitismo, absolutamente irracional e incomprensible, adopta nuevas formas con el devenir de las sociedades y su evolución. Desgraciadamente, el fenómeno en otros países de Europa no es menor, sino incluso mayor y en el final de la década, en 2019, se han incrementado las denuncias por actos antisemitas en casi todos los países europeos respecto al inicio de la misma y del siglo XXI. Esto es especialmente visible en Polonia, Hungría, Grecia, Austria, Alemania y Francia, entre otros. En mi última visita a París, por ejemplo, en febrero de 2019, pude ver con claridad pintadas antisemitas (neonazis y yihadistas) en distintos barrios céntricos de la capital gala. En marzo de este mismo año en Londres, en la tumba de Karl Marx, bajo la gran peana de piedra que sustenta su efigie, se vieron pintadas antisemitas y antisocialistas con grandes letras en rojo «Memorial to bolshevik Holocaust, 1917 1953, 66.000.000 dead, Doctrine of Hate…», etcétera, que vinculaban el genocidio estalinista y soviético con el origen de Marx. En sus imprescindibles memorias El mundo de ayer (1942), escritas entre 1939 y 1941 en su exilio en Brasil, Stefan Zweig, poco tiempo antes de suicidarse con su segunda mujer, se define «como austríaco, judío, escritor, humanista y pacifista». Pero son mucho más que unas memorias escritas por uno de los intelectuales y humanistas más agudos que ha dado el mundo moderno, son, como bien indica Rafael Argullol, una «gran radiografía de la cultura europea moderna». Desde Brasil, sin apenas amigos ni sus libros en alemán, sin sus cuadernos ni papeles, escribiendo todo «de memoria», que es como se deben escribir siempre unas memorias, perdonen la redundancia, Zweig da en la clave sobre el verdadero espíritu del hombre libre, el que caracterizó a muchos judíos de la diáspora milenaria (en términos políticos, apátrida, en términos lingüísticos, extraterritorial, que diría George Steiner) y, ya en el prólogo, alerta sobre el mayor mal que existe en Occidente y en el mundo en general: el Nacionalismo (y no olvidemos que el sionismo, como cualquier otro, también es un nacionalismo): […] es precisamente el apátrida el que se convierte en un hombre libre, libre en un sentido nuevo; sólo aquel que a nada está ligado, a nada debe reverencia. […] He sido homenajeado y marginado, libre y privado de libertad, rico y pobre. Por mi vida han galopado todos los corceles amarillentos del Apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración; he visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea. Me he visto obligado a ser testigo indefenso e impotente de la inconcebible caída de la humanidad en la barbarie como no se había visto en tiempos y que esgrimía su dogma deliberado y programático de la antihumanidad. (Zweig, 2002, pp. 10 y 13). Este prodigioso libro de Zweig, como acaso Mi siglo. Confesiones de un intelectual europeo de Aleksander Wat, y algún otro, deberían ser lectura obligatoria en todas las escuelas europeas, como mínimo. Ambos son libros prodigiosos que arrojan luz sobre los totalitarismos, de ultraderecha en un caso y de ultraizquierda en el otro, que aún hoy, en pleno siglo XXI, más de setenta años después de aquellos hechos atroces, aún amenazan nuestra civilización y a la humanidad en su conjunto. En el citado libro La Europa siniestra, Esteban Ibarra incluye una reveladora entrevista a Jacobo Israel Garzón que, a la pregunta de si es el español antisemita, responde: «Sí. Pero es un antisemitismo sin judíos» (Ibarra, 2014, p. 243), lo que hace de España un caso muy especial, me atrevería a decir que único. «Martin Varsavsky, empresario de telecomunicaciones argentino y judío, afirmaba en 2008 en su blog lo siguiente: “Existe en España otro antisemitismo que es el del progresismo que cree que Israel controla Estados Unidos y que tanto Israel como Estados Unidos son dos países enemigos de la convivencia y la estabilidad global, al que se le añade el antisemitismo de la derecha católica tradicional”. ¿Compartes este pensamiento? Sí, en efecto. Existe otro antisemitismo progresista que tiene su origen en la extrema izquierda y el conflicto de la Guerra Fría. En 1967, Israel gana la guerra de los Seis Días y pone freno a la aspiración comunista de gobernar los países orientales. Desde entonces, se relaciona a Israel con la sociedad estadounidense. Este progresismo condiciona a las personas a situarse en el conflicto actual que se vive entre Palestina e Israel sin conocer más allá de los datos y la información que sale en la prensa. La gente debería formar su opinión tras estudiar y acercarse al caso, pero no por lo oído en los medios de comunicación, porque la información llega continuamente sesgada. No pedimos que nos amen, sólo que nos respeten. ¿Cómo podemos cambiar esta visión del conflicto de Oriente Medio? ¿Existe alguna solución al conflicto? El antisemitismo político utiliza ese conflicto para sobrevivir, aunque tradicionalmente es bastante anterior a 1967. Pero para entender el conflicto de Oriente Medio hay que reconocer que el pueblo judío no ha tenido nunca territorio y ahora, que por fin lo tiene, debe combatir para mantenerlo. Hay quien defiende lo que llaman el error histórico de la existencia de Israel porque creen que los judíos estaríamos mejor dispersos por el mundo. Pero, en primer lugar, hay que reconocer que los judíos tienen un derecho legitimado por las Naciones Unidas a tener un Estado y, en segundo lugar, es también el derecho de un pueblo que ha sido brutalmente exterminado a recuperar su dignidad. No soy partidario del nacionalismo, pero creo que el derecho a tener su propio territorio se lo han ganado los judíos a pulso, por sobrevivir al odio exterminador en el que ha culminado la historia europea. Es evidente que hay un conflicto con la otra parte de la población que hay que resolver, pero eso no quita la legitimidad del Estado de Israel. A mí me encantaría encontrar un camino hacia la paz entre ambos pueblos, pero está claro que deben vivir en territorios separados porque no se llevan bien. Pero debemos recordar que tanto para la guerra como para la paz hacen falta dos. Por ello debemos forzar a ambos para ceder y construir un espacio para la convivencia civilizada. No se trata de alcanzar la amistad, sino de vivir en paz y recuperar la dignidad de ambos pueblos. [Y más adelante añade, en otra respuesta] La cultura es lo único que puede salvar a la sociedad del odio» (Ibarra, 2014, pp. 243-244). Suscribo las palabras una por una de Jacobo Israel Garzón (a quien tuve la oportunidad de conocer en el madrileño centro cultural Davar, a través de su hija Sandra). Debido al creciente antisemitismo que infecta a una parte de la sociedad española, en especial a sus jóvenes, el Gobierno de España aprobó en su Ley Orgánica 8/2013, de 9 de diciembre, para la mejora de la calidad educativa una disposición adicional (cuadragésimo primera), sobre la obligación de educar sobre el Holocausto: «Disposición adicional cuadragésima primera. Prevención y resolución pacífica de conflictos y valores que sustentan la democracia y los derechos humanos. En el currículo de las diferentes etapas de la Educación Básica se tendrá en consideración el aprendizaje de la prevención y resolución pacífica de conflictos en todos los ámbitos de la vida personal, familiar y social, y de los valores que sustentan la democracia y los derechos humanos, que debe incluir en todo caso la prevención de la violencia de género y el estudio del Holocausto judío como hecho histórico» (OMCE, en Boletín Oficial del Estado, p. 97914, art. 102, disposición adicional cuadragésimo primera, sobre la obligación de educar sobre el Holocausto). Hay personas, españolas, que me han dicho que en España no hay antisemitismo. Al oírlas, negando la evidencia (lo mismo afirman de la xenofobia y el racismo), me vienen a la memoria las palabras de Amos Oz, cuando recordaba su primera niñez, a principios y mediados de los años cuarenta en Jerusalén: «Los microbios eran una de nuestras peores pesadillas. Como el antisemitismo: nunca podrás ver con tus propios ojos a un antisemita o a un microbio, pero sabes perfectamente que te acechan por todas partes sin dejarse ver» (Oz, 2015, p. 27). Eso es justo lo que ocurre en España y Europa, los antisemitas, cobardes, acechan sin mostrarse, sin dejarse ver. Y, lo que ya es el colmo de la estupidez o de la desfachatez —y ya no sé qué es peor de ambas cosas—, niegan ser antisemitas sin ni siquiera ruborizarse. Esto me lo hizo ver con claridad un artículo bien perspicaz, escrito por un periodista e intelectual húngaro afincado en Barcelona, Mihály Dés (1950-2017), quien en 2006 advertía desde la revista de cultura Lateral (por desgracia ya desaparecida) sobre las nuevas fauces disfrazadas de progresía y lo políticamente correcto, que él titulaba «El antisemitismo posmoderno». Su cualidad esencial, frente a la judeofobia islamófoba o el antisemitismo racial neonazi, es que el antisemitismo de izquierdas no se reconoce como tal, y se define con orgullo de antisionista, negándole a Israel el derecho a existir, acusándole de Estado genocida. «Éste es precisamente el signo distintivo del antisemitismo posmoderno: no se reconoce como tal. Hasta ahora todos los antisemitas de la historia estaban encantados de serlo. Nuestras bellas almas no lo saben o, al menos, no lo confiesan. Extender la descalificación de un gobierno de Israel a todos los israelíes y, a su vez, a los judíos en general es tan atroz y racista como tachar a los musulmanes en bloque de fundamentalistas o terroristas. Lamentablemente, esto último también ocurre, pero sobre todo a nivel popular y, por el momento, no está bien visto. En el otro lado, en cambio, el trato maniqueo y perjudicial se ha vuelto tan normal que uno ya ni se da cuenta. Yo mismo he visto varias de esas caricaturas sin haberme alarmado.» He incluido en apéndice el texto completo porque lo considero de gran utilidad pedagógica sobre las falacias antisemitas y sus máscaras. Les voy a contar una anécdota personal. Sí, sé que lo anecdótico está reñido con el rigor. Pero en ocasiones es más revelador que las montañas de libros. Enero de 2009. Una fría noche madrileña, cenando con mi buen amigo y maestro intelectual y espiritual Alejandro Jodorowsky y su nueva y joven esposa, la pintora y diseñadora Pascale Montandon, en el Hotel de las Letras de la Gran Vía. Un periodista con el que guardo cierta relación, el cuarto comensal, me dijo medio en broma medio en serio: «Estás obsesionado con los judíos», y sonrió. Yo repliqué: «Sí, pero es una obsesión positiva». Aunque es judío, Jodorowsky me corroboró en diversas ocasiones que no se considera judío, no se define con ninguna identidad ni religiosa ni nacional. Lo que lo une al Pueblo Judío es ser descendiente del Pueblo de Libro porque, dice, «vivo rodeado de libros». Añado yo que, también su estudio de la cábala y el misticismo judío, así como su rechazo a cualquier identidad nacionalista o incluso meramente nacional, son rasgos diaspóricos inequívocamente judaicos, del mismo modo que el carácter mesiánico de muchos de sus personajes de cómic, cine o novelas. Jodorowsky, judío no practicante por tanto, y uno de los seres más bondadosos y sabios que he conocido, me miró profundamente, sonrió y habló con su inconfundible acento chileno y mexicano, suavizado por afrancesado: «¿Y qué tiene eso de malo? Las mejores cosas que ha creado el hombre partieron de obsesiones». Por desgracia, añado ahora yo, también las peores cosas creadas por el hombre han partido de obsesiones, como el antisemitismo. Somos conscientes de que la descripción de los logros de los judíos, de los éxitos de sus mayores celebridades en el mundo moderno, pueden hacer abrir los ojos a algunos, hacerles comprender que no se puede entender el mundo moderno, no sólo el Occidental sino el Global, sin la presencia de los judíos de las diásporas, pero también, del mismo modo, esta descripción puede servir para que algunos judeófobos reafirmen o amplíen su «odio inhumano». Es un riesgo que asumimos y que hemos decidido correr.[14] Suscribimos las palabras, una por una, del poeta Juan Gelman (1930-2014), intelectual de alta talla, judío argentino afincado en México, porque explica con meridiana claridad el carácter universalista y pluralista de la cultura judía, tantas veces tachada injustamente de tantas cosas, quizá porque siempre se ha hecho desde una óptica cristiana, secularmente proselitista. Quizá su universalismo y su antinacionalismo es lo que ha fomentado que, desde el Imperio romano a la Alemania nazi pasando por las más sangrientas dictaduras islamistas o la España del siglo XVI hasta 1975, gran parte de los aparatos de Estado de tantas naciones han atacado la cultura judía. Estoy convencido de que si hay una cultura universal y pluralista en el mundo, ésa es la cultura judía. Es un fenómeno realmente extraordinario, creado desde abajo, desde la comunidad, en pleno exilio, sin un Estado detrás que apoyara o fomentara esos procesos. Es tal vez, en ese sentido, la cultura más democrática del mundo, la más variada, la más plurilingüe y ciertamente pluricultural. Una cultura hecha en los cuatro rincones de la tierra. […] Si pensamos en toda esa diversidad que es hija de la incorporación de y la participación en tantas culturas diferentes; si pensamos que es una cultura que ha hablado y escrito en hebreo, arameo, árabe, idish, variaciones diversas del español, ¿cómo se puede pensar que a esa cultura se la pueda enchalecar en molde único, rígido, y aún en un Estado? Una cultura cuya extraordinaria cualidad estriba en que fue construida a lo largo de los siglos alrededor de un vacío: el vacío de Dios, el vacío del suelo original, el vacío que conlleva a la utopía. […] Yo deseo aclarar que jamás tuve conflicto alguno con lo judío de mí, es decir con mi «judío de mí». Tal vez por eso, jamás tuve conflicto alguno con mi «argentino de mí». He estado y estoy en desacuerdo con políticas del Estado de Israel; no estoy para nada en desacuerdo con la existencia del Estado de Israel. No puedo estar de acuerdo con la política que se ha seguido, hasta ahora, con los palestinos. (Juan Gelman: Una cultura democrática en Nueva Sión, Buenos Aires, 22 de agosto de 1992) Es probable que nuestro querido poeta Juan Gelman, desgraciadamente fallecido el 14 de enero de 2014, habría leído con agrado la siguiente noticia, si hubiese vivido apenas unas semanas más: «La oferta de nacionalidad a sefardíes satura los consulados españoles en Israel» (cfr. El País, 10 de febrero de 2014).[15] La medida fue anunciada el viernes como anteproyecto de ley en el Consejo de Ministros. Se beneficiarán, según las agrupaciones sefardíes, hasta 3,5 millones de personas. Como pruebas: certificados del rabino, apellidos o ladino. La decisión del gobierno de Mariano Rajoy de modificar el Código Civil para conceder la nacionalidad española a los descendientes de los judíos que en 1492 fueron expulsados de la península Ibérica, anunciada el viernes, ha despertado un desmesurado interés en los ciudadanos israelíes, que con sus consultas han saturado los consulados españoles en Tel Aviv y Jerusalén. Hasta ahora los llamados sefardíes podían solicitar la nacionalidad española con procedimientos lentos y farragosos, y renunciando a sus otros pasaportes. A partir de ahora, por una iniciativa del Ministerio de Justicia que aún debe votarse en el Parlamento, podrán conservar más nacionalidades aparte de la española. Calculan las organizaciones sefardíes citadas por medios israelíes que 3,5 millones de personas podrían beneficiarse de esta medida. El pasado fin de semana, los medios de Israel ya circularon una lista con 5.200 apellidos sefardíes, lo que propició un aluvión de consultas a las misiones consulares españolas. El motivo es que en el anteproyecto de ley se citan seis posibles certificaciones de la condición de sefardí, entre ellas «los apellidos del interesado» y «el idioma familiar», en referencia al castellano medieval conocido como ladino, además de «otros indicios que demuestren su pertenencia a la comunidad judía sefardí» o «la vinculación o parentesco del solicitante con una persona o familia de las mencionadas en el apartado anterior». Fuentes consulares españolas reconocían este lunes el gran volumen de consultas y aconsejaban prudencia a los israelíes. «Esto es todavía un anteproyecto de ley que debe considerarse en el Congreso. El Ministerio ha enunciado una serie de criterios, y entre ellos está que el solicitante sea sefardí, pero también que tenga una especial vinculación con España. Es un asunto que no se puede valorar hasta que el Parlamento lo apruebe de forma definitiva. En todo caso habrá que esperar a que se publique en el Boletín Oficial del Estado para iniciar cualquier proceso», dijeron esas fuentes, que pidieron anonimato porque el proceso legislador está aún en fase embrionaria. Sefardíes no hay sólo en Israel, pero son una gran parte de la población de seis millones de judíos de este país. Su interés por la oferta gubernamental española ha quedado patente en los medios de comunicación nacionales, que se preguntaban este lunes, anticipándose a los hechos, si España está lista para asimilar a 3,5 millones de judíos. El diario Yedioth Aharonoth titulaba dos informaciones: «El sueño español» y «De repente, todos somos españoles». En esta última aseguraba que «ya hay bastante gente en Israel que espera en la cola para pasaportes» pero se vio obligado a advertir a sus lectores de que «la nueva ley no le ofrecerá automáticamente la ciudadanía a todos los israelíes». La noticia dio la vuelta al mundo, inundó las redes sociales, internet y todos los medios de comunicación: España, por fin, más de cinco siglos después, reparaba un error histórico, un oprobio injusto que trata de enmendar siglos oscuros de antisemitismo y que la presencia judía crezca y se normalice en nuestro país, como en otros Estados de nuestro entorno, Francia y el Reino Unido especialmente. A los pocos días, Portugal, nuestro vecino dormido y tan debilitado, anunció una medida similar. Es una muestra más de cómo el interés por lo judío crece en la península Ibérica, Sefarad, como llamaron nuestros antepasados a su antiguo hogar durante por lo menos quince siglos. Finalmente, el jueves 11 de junio de 2015 tuvo lugar el hecho histórico: el Congreso de los Diputados de España aprobó la llamada Ley de Nacionalización de Sefardíes. Se cumplía así una promesa de muchos años y se hacía una reparación histórica, pues si la historia pasada ya no puede cambiarse, la futura puede reconstruirse. La injusticia no se reparaba, pero sí se trataba de enmendar en cierta forma. Como es norma con el judaísmo, en las redes sociales se sucedieron miles de comentarios antisemitas y filosemitas, en porcentajes que no soy capaz de medir ni valorar. Es sabido por todos los historiadores y personas cultivadas que la historia nunca avanza en línea recta. Respecto a la nacionalización de los sefardíes, el filósofo Reyes Mate ya había publicado, un año antes de la aprobación de esta ley, un interesante artículo en El País (1 de julio de 2014), titulado «Una deuda histórica con Sefarad», en el que dejaba constancia no sólo de la reparación hacia los descendientes de los judíos españoles, sino hacia los propios españoles de hoy; no sólo se trata de lo que fue, sino de lo que no fue, por eso el primer titular indica que «La injusticia no se refiere sólo a los judíos sino a la España que no fue». Un gesto encomiable, evidentemente, porque rompe con el sacrosanto principio de que «la historia es el tribunal de la razón», es decir, que lo que vale, lo que cuenta, es lo que consigue imponerse. Vae victis! Si ahora uno viene y reconoce que lo que tuvo lugar fue injusto, lo que hace es sacar los colores a la historia. Ahora bien, si la expulsión fue una injusticia, la España que emergió de aquella decisión, que es la nuestra, tiene los pies de barro. La deuda no se refiere sólo, por tanto, a los judíos —injusticia tanto mayor cuanto que los expulsados eran habitantes de la península Ibérica anteriores a los cristianos viejos que les expulsaban— sino a la España que pudo ser y de la que se privó a las generaciones siguientes. Aquellos que han pensado España desde sus conflictos, como Américo Castro, coinciden en señalar que nuestra secular malvivencia tiene que ver con un acontecimiento traumático que transformó la convivencia en enfrentamiento y que periódicamente se repite. El trauma viene de un proyecto histórico, llamado España, que se construyó desde la negación de lo que significaba Sefarad. No se trataba sólo de expulsar a una comunidad que invocaba a un Dios distinto, sino a un pueblo que había hecho de la diáspora su filosofía política. La diáspora es el modo de existencia política por la que optó Israel en el exilio de Babilonia. Antes quiso ser un reino, como tantos otros, y le salió mal porque acabó confundiendo algo tan terrenal como la convivencia con un trasunto de lo divino como era el Estado. Esa experiencia les vacunó, dice el filósofo Moses Mendelssohn, contra toda tentación de aspirar a un Estado propio. Entonces decidió que lo suyo era vivir pacíficamente entre los demás pueblos, renunciando a toda forma de nacionalismo político. Con la diáspora Israel inventa la universalidad política. Comparto con Reyes Mate esta visión, aguda y sumamente perspicaz, así como la idea de Moses Mendelssohn, contraria al sionismo que surgiría menos de un siglo después de la muerte del filósofo, en torno a la década de 1880. Si en algo se caracterizaba el judío europeo, como nos han hecho ver desde Stefan Zweig a Amos Oz, es en su antinacionalismo, su europeísmo y su internacionalismo propio del sentir diaspórico. Durante el mes de junio de 2015 se sucedieron en la prensa en papel y digital cientos de artículos, en español y en otros idiomas, que se hacían eco de la noticia de la aprobación de la llamada Ley de los Sefardíes, impulsada por el que fuera ministro de Justicia, Alberto RuizGallardón. De entre todos ellos, me llamó especialmente la atención la del periodista gallego Nacho Carretero, que leí en la edición en papel de Jot Down, magazine de cultura contemporánea que por su extensión bien podría ser más un libro que una revista (286 páginas en el número 11, de junio 2015). Carretero no hacía especial hincapié en dicha ley, no aprobada cuando escribió su artículo, pero sí de inminente aprobación, sino en el doble prejuicio hacia el judío, como entidad, que circula por España y que tiene una doble vertiente, la de un antisemitismo sin judíos —que entronca con el secular antisemitismo cristiano y más en concreto católico— y la de la moderna judeofobia de extrema izquierda que surge utilizando en muchas ocasiones como coartada el odio a Israel por su beligerancia en el denominado conflicto árabe-israelí o palestino-israelí. El periodista de la Coruña explica en su artículo los mismos argumentos que, de palabra, yo venía defendiendo desde mis tiempos universitarios hasta la actualidad, es decir las dos últimas décadas. Reproduzco aquí el perspicaz inicio del artículo «¿Eres judío?», aparecido en Jot Down en el citado número 11, página 11. Existe un definido catálogo de reacciones cuando un español medio conoce en persona a un judío. Es un acontecimiento extraordinario, un hecho que se repite contadas veces a lo largo de la existencia de un español. Los hay, incluso, que jamás llegarán a experimentar este trance. Su vida discurrirá con una idea vaga y lejana de que, efectivamente, allá lejos, en algún lugar inhóspito y frío, hay judíos. Los que sí alcanzan a mirarles a los ojos, e incluso a tocarlos, suelen reaccionar bajo varios estándares reconocibles. Lo saben Elías, David, María y otros españoles judíos que reconstruyen amablemente la escena para este texto: —¿Eres judío? a) Ah, yo tengo un amigo judío. b) Ah, me gusta mucho la cultura judía. c) Ah, yo desciendo de judíos. d) Ah, qué suerte, mucha pasta tenéis los judíos. e) Joder, estáis masacrando a los palestinos. f) Ah, ¿y qué te parece lo de que hayan levantado un muro? g) ¿Cómo que judío? ¿Pero naciste en Madrid? ¿Y eres judío? La opción «a» es, probablemente, la peor reacción posible. «Tengo UN amigo judío.» Así es, conozco uno de tu especie. Soy cosmopolita, estoy preparado para cualquier escenario que me propongas. Ya conocí uno como tú antes, no intentes sorprenderme con tu judaísmo. Se salva porque, como la «b» y la «c», intenta crear buen clima. Huye de la confrontación, al contrario de lo que hacen la «d», la «e» y la «f»: el dinero y el conflicto de conflictos son la conexión que el motor mental de un español medio arranca en su cerebro cuando escucha la palabra «judío». Del momento en el que un incauto español conoce cara a cara un judío debe destacarse los primeros segundos de reacción: un silencio incómodo, un cambio rápido de postura en el sillón, si acaso un gesto con la mano imperceptible al ojo humano. El español se tiende a incomodar cuando se sitúa ante un judío, no por temor o rechazo, sino por puro desconocimiento. Está ante un ser nuevo, del que ha oído hablar, sobre el que —tal vez— haya leído algo, pero no está muy seguro de cuál es el siguiente paso a dar. Como cuando alguien de estética y maneras varoniles descarga con aplomo en plena conversación que es gay. La naturalidad de la afirmación rebota en la respuesta, la cual, incapaz de sostener el peso de la normalidad, muta en teatrillo de gestos y posturas. Son sólo unos segundos, hasta que la mente retoma el control. Se llama falta de costumbre, desconocimiento si lo prefieren. Y se sintetiza en la respuesta «g»: la mayor parte de la población en España todavía se sigue preguntando qué es exactamente un judío. Carretero da en la clave del asunto, a mi entender, sobre el antisemitismo hispano, con sus peculiaridades bien diferentes del de otros países: la ignorancia o el desconocimiento. La mayor parte de personas que he conocido en España (y en Portugal) con prejuicios antisemitas, más o menos latentes, más o menos evidentes, no sabe apenas nada o absolutamente nada, o casi nada, de la historia de los judíos, de su cultura y tradiciones. Incluso se ha dado el caso de personas que he conocido que admitían sin tapujos tener prejuicios antisemitas y admiraban al mismo tiempo a personalidades famosas de origen judío — cantantes, músicos, actores, directores, modelos o deportistas— ¡sin saberlo! Es una de las muchas contradicciones del antisemitismo español. Carretero divide su artículo, a modo de guiño judaico, en los cinco libros de la Torá o Pentateuco: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio. En la segunda parte, Éxodo, apela al lector a un ejercicio que yo mismo he practicado con personas que tenían prejuicios sin saberlo o, lo que es peor, sin admitirlo, negándolo. Dicha apelación es de una eficaz elocuencia: «En el español de España el término judío, dicho en solitario, con un poquito de énfasis, se transforma, directamente, en un insulto. Hagan la prueba. Pronuncien judío en voz alta con una ligera dosis despectiva. No les sonará a insulto, sino a insulto grave» (p. 13). Carretero incluye también declaraciones de judíos españoles actuales, como el abogado Elías Cohen: «En mi casa yo siempre he escuchado a los mayores que no andemos diciendo por ahí que somos judíos. Mi abuela siempre me recordaba que lo ocultase. […] A nadie se le ocurre entrar en un chino a comprar una cerveza — comenta Elías— y decirle al dueño: joder, ya te vale incumpliendo derechos humanos y ejecutando opositores. Pero a nosotros sí, a mí me dicen que ya me vale con lo del muro y los palestinos. Y yo digo: pero qué me cuentas a mí del muro, que yo no lo levanté. […] En lo que a los judíos se refiere no existe la responsabilidad individual. Nos tratan como a un colectivo, así que yo respondo por lo que haga cualquier judío cabrón que haya en el mundo. Si Bernard Madoff estafa, yo me convierto en un estafador también» (pp. 14 y 15). O comentarios del empresario David Hatchwell, presidente de la Comunidad Judía de Madrid, quien se mostraba, no obstante, optimista respecto a España y la cuestión judía: «Personalmente nunca he tenido problemas. La gente en España somos muy hospitalarios y, es verdad, hay desconocimiento, pero en general la gente es muy tolerante y abierta» (p. 13). Hatchwell también coincido con otros judíos consultados, como David Obadia, respecto a la falta de información de los españoles sobre la cuestión judía, y trata de desmontar mitos falsos: «Dicen que los judíos controlamos los medios: pues menudo control hacemos en España, porque la falta de información acerca de Israel en los periódicos españoles es muy acusada. La idea general en España se basa en la premisa: el débil tiene razón. Y de ahí no pasa casi nadie. Es comprensible, pero no es correcto» (p. 14). «Por fortuna —interviene David Hatchwell— la absoluta mayoría de españoles no pasa de ahí: discutir, debatir y como mucho enfadarse. En España la gente es muy dialogante. Otra cosa es cuando nos encontramos ataques directos. O atentados.» Y traslada David el foco a una nueva dimensión, que trasciende de la bravuconería española contra los judíos y se sitúa en la amenaza real y violenta de terroristas que mantienen desde hace meses a los judíos europeos en la situación más tensa que recuerdan desde la Segunda Guerra Mundial. «Sin ninguna duda — afirma David Hatchwell—, estamos en el momento de mayor amenaza en Europa desde entonces» (p. 16)

CUANDO EINSTEIN ENCONTRÓ A KAFKA
CONTRIBUCIONES DE LOS JUDÍOS AL MUNDO MODERNO
DIEGO MOLDES


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