Doña Leonor ha jurado la Constitución.- La Monarquía, seña de identidad de la Nación Española y garantía de la unidad y la grandeza de España.

CARLOS AURELIO CALDITO AUNIÓN

«Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo» José Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote.

Tal como afirmo en mi libro (ESPAÑA SAQUEADA: POR QUÉ Y CÓMO HEMOS LLEGADO HASTA AQUÍ… Y FORMA DE REMEDIARLO), aunque suene a perogrullada, si yo hubiera nacido en cualquier otra familia, en cualquier otro lugar, en otro país cualquiera, en otra época; en la actualidad yo sería un individuo completamente diferente.

Lo que hoy me define, me caracteriza (y también me limita y condiciona) lo que me permite ser tal cual soy, el que soy, no es resultado de una decisión personal, debido a que son elementos, factores que yo no controlo; sin duda, por el contrario, se puede afirmar que lo que soy no ha sido el fruto de una decisión plenamente voluntaria, libre. ¿Quién puede asegurar que sería la misma clase de persona si hubiera nacido en un barrio desfavorecido –pongo por caso- y crecido en un ambiente en el que la falta de oportunidades fuese lo habitual?, y ¿qué me dirían de alguien que hubiese pasado su infancia en un internado, o un orfanato, sin sentir el cariño de sus padres, de sus hermanos, primos, tíos…?

La “circunstancia” es el mundo vital en el que se halla inmerso cada individuo, (y nunca mejor dicho, pues de un profundo e interminable “baño” se trata) el mundo físico, y la totalidad del entorno con que nos encontramos cuando nos llaman a la vida (cultura, historia, sociedad, etc.). La circunstancia de cada cual incluye el entorno material, físico, pero también las personas, la sociedad, la cultura; en los que y con los que el individuo habita. Pero no hay que olvidar que la circunstancia personal también incluye el cuerpo y la mente. Inevitablemente, para bien y para mal, nos es dado un cuerpo y un conjunto de potencialidades, habilidades, capacidades psicológicas, y todas ellas pueden favorecer o ser un obstáculo para nuestros proyectos, nuestro crecimiento personal; de la misma manera que el resto de los factores del mundo que nos ha tocado en suerte…

Estamos obligados a decidir, optar en el momento presente (y por supuesto, hacernos responsables de los resultados de nuestras acciones u omisiones) también en el porvenir, pero, planificar el futuro implica tener presente el pasado, no hay otra manera de existir y actuar en el momento actual.

El futuro que nos espera no es uno cualquiera, es “nuestro futuro”, el que nos corresponde a partir de nuestro ahora, del mismo modo que el pasado no es el de otras épocas, es la época de nuestros contemporáneos, la nuestra. En nuestro actual momento, tanto individual como social, impone inevitablemente su presencia nuestro pasado. Es nuestro destino, “nuestro tiempo es nuestro destino”, y no debemos olvidarlo.

Lo mismo se puede afirmar de nuestra nación, la actual circunstancia de la Nación Española es la que es, no por haberlo decidido plenamente, de forma voluntaria los actuales españoles, es el resultado de siglos de historia, es la creación de nuestros antepasados (para bien y para mal, con sus aciertos y con sus errores)…

Decía el filósofo español, tristemente fallecido, Gustavo Bueno en su libro «España frente a Europa» (publicado hace más de dos décadas) que, la tradición española está en peligro frente a la idea de Europa en su versión dominante: la Europa del euro, la Europa de la burocracia de Bruselas. También afirmaba por entonces, el profesor riojano, casi coincidiendo en el tiempo con el más nefasto de nuestros gobernantes, el presidente socialista José Luis Rodríguez Zapatero (aunque el actual en funciones da la impresión de que lo acabará superando con creces, para mal), cuando tuvo aquella ocurrencia de decir que, «España es una realidad discutida y discutible», que España es una realidad incuestionable que, está «por encima de la voluntad» de quienes se disponen a interpretarla o reinterpretarla.

En el título del artículo hablo de la Monarquía Hispánica como seña de identidad de la Nación Española, sería imperdonable olvidar hablar de otra importante seña de identidad: la Lengua Española; nuestro idioma es mucho más que una “lengua auxiliar”, un esperanto internacional. El Español, como lengua, es una visión del mundo, pero una visión universal precisamente porque es un producto de muchos siglos de incorporación y asimilación de innumerables culturas (como ha ocurrido también con las músicas y los ritmos hispánicos, cuya vitalidad no tiene parangón con los de otras naciones: su sincretismo es un efecto más de “espíritu católico” integrador de culturas: peninsulares, africanas, americanas). La diferencia del español respecto de las lenguas vernáculas, cuya “visión del mundo” ha de ser necesariamente primaria, rural (no por ello menos interesante, desde el punto de vista de la etnolingüística), reside en este mismo punto. Es por su historia, desde que el romance primerizo tuvo que asimilar las traducciones de la filosofía griega a través del árabe, hasta que, ya en su juventud, tuvo que incorporar en su “organismo” los vocabularios jurídicos, políticos, técnicos que necesitaba precisamente como “Lengua del Imperio”, sin contar el importante conjunto de conceptos tomados de las lenguas americanas. Por ello, el español es un idioma filosófico, es imposible hablar en español sin filosofar. No hay que atender sólo, por tanto, a la población de más de quinientos millones que lo hablan actualmente, y que va en ascenso, sino a la estructura, riqueza y complejidad desde la que esos quinientos millones lo hablan. Y todo esto, sin duda, es herencia del Imperio Español.

Es importante, también, señalar que el profesor Bueno afirma que España es un «modo de estar», más que un «modo de ser» (distinción dificilísima de entender para quienes no tienen el español como lengua materna). «Estar» es una posición alcanzada históricamente, por tanto, no como una condición absoluta, sino relativa a las posiciones alcanzadas por las naciones del presente. Permite un distanciamiento; crítica, ironía, discriminación de ciertos valores… firmeza. Lo importante es seguir estando. Hay misión de futuro para España. Hay que saber orientarse, saber elegir entre posibilidades. Saber elegir entre ser español o no serlo. Y, por supuesto, el profesor Bueno no tiene dudas en afirmar, sin tapujos que, «Es más importante ser español que europeo».

Decía también Ortega y Gasset que «España es un proyecto sugestivo de vida en común» (José Antonio Primo de Rivera lo llamó «unidad de destino en lo universal»), un proyecto de vida en común emocionante, fascinante, estimulante, prometedor, incluso esperanzador… España no es una mera reliquia del pasado, ni siquiera una reliquia, reanimada por fin como nación (al incorporarse a la Unión Europea), que ha reconquistado la condición de miembro de número en un club de naciones canónicas, tal como diría el profesor Bueno. España no necesita ser definida como un modo de ser característico; sino como un modo de estar (actitud). Un modo de estar que consiste no tanto en una tendencia a encerrarse o plegarse sobre sí misma, a ensimismarse (tratando de extraer la verdad de su sustancia o de su pasado) sino en mirar constantemente al exterior, a todo el mundo, a fin de conocerlo, asimilarlo, digerirlo o expeler lo que sea necesario para seguir manteniendo ese su “modo de estar”. Un modo de estar que no descarta, también, el “estar a la espera” de que se presenten mejores ocasiones…

En estos momentos, recién jurada la Constitución Española de 1978 por parte de la Princesa, Doña Leonor, es bueno reiterar que, pese a que muchos españoles lo ignoren, incluidos los miembros de la casta política parasitaria y mafiosa que nos mal-gobierna y especialmente los que dicen ser partidarios de que en España se implante un régimen político republicano, la mayoría de las 20 naciones con mayor grado de democracia (si de lo que hablamos es de un mayor grado de participación de los ciudadanos en la toma de decisiones y una mayor transparencia) son monarquías y, además -para más INRI- casi todos ellos forman parte del grupo de los países más ricos, más desarrollados, del planeta Tierra.   

En una Monarquía Parlamentaria, como la existente en España (aunque sea susceptible de mejora), no se elige al Rey, al jefe del Estado, por sufragio universal (lo cual sí que ocurre en algunos regímenes republicanos, no en todos) y eso es lo que “argumentan” aquellos que rechazan la monarquía como régimen político y se muestran contrarios a aceptarla. Quienes dicen ser partidarios de que se instaure en España un régimen republicano, están al fin y al cabo proponiendo que la jefatura del Estado sea elegida en unas elecciones “libres y democráticas”.

Obviamente cuando el jefe del Estado lo es por herencia (lo que ocurre en una Monarquía), puede parecer «poco democrático«…

Pero, a pesar de que sean muchos los que afirman lo contrario, en un sistema republicano, en el que el jefe del Estado accede al poder mediante unas elecciones, este procedimiento tampoco es garantía de un comportamiento democrático, ni de equidad e independencia en la conducta de las personas que son elegidas para ostentar el cargo.

 Una muestra de ello es lo que ocurre en “repúblicas” como las de Cuba, Venezuela, Nicaragua, Turquía, etc. o en multitud de «repúblicas» del llamado tercer mundo. Todos ellos países con regímenes republicanos.

¿Son regímenes democráticos, los existentes en esas “repúblicas” y sus máximos dirigentes modelos intachables y ejemplos a seguir, pese a haber sido elegidos mediante sufragio universal?  

El sistema político que a todos nos han enseñado a reverenciar desde muy edad temprana, ya sea en las escuelas, cuyos planes de estudio están controlados por el gobierno y por quienes se hacen llamar «progresistas», o publicitado a través de los medios de comunicación que sirven al gobierno y la administración del estado, es la democracia.

Por cierto, no está de más volver a mencionar que la mayoría de las instituciones que funcionan de forma exitosa, no son democráticas: Afortunadamente, en España, en multitud de ámbitos no se funciona de forma democrática. Por ejemplo: las empresas no son democráticas. Sus consejos de Administración no se someten al refrendo de los accionistas, ni menos de sus trabajadores. Al frente de cualquier empresa se procura que estén los más preparados, los mejores. En ninguna empresa se toman las decisiones por consenso, las toma el gerente, el equipo directivo. Si miramos qué se hace en cualquier práctica deportiva de competición, tampoco el consenso está presente, y menos la regla de la mayoría… el entrenador hace jugar a los mejores. Tanto en cualquier empresa, como en un equipo de fútbol, u otro deporte colectivo, se aplica la meritocracia como norma, y es por ello que suelen tener éxito los mejores. En cualquier ámbito de la vida donde se gana y se pierde –pues son habituales la competición y la competencia- para conseguir éxito no funciona la democracia, sino la meritocracia, la excelencia.

Pues, pese a todo lo que les han contado, si siguen leyendo descubrirán que “el antiguo régimen”, la antigua forma de gobierno -no democrático-, la monarquía, no sólo poseía un poder mucho más limitado y menos arbitrario, caprichoso, aunque a algunos les resulte sorprendente, también era más pacífica, menos totalitaria y ponía menos obstáculos al desarrollo de los pueblos que la democracia.

Lo primero que hay que subrayar es que: las diversas formas de gobierno y de jefatura del estado, ya sean monárquicos o democráticos, no son “empresas”, no producen riquezas, no producen bienes y servicios que puedan venderse en el mercado, y lo que es más importante: sus ingresos, lo que recaudan no proviene de la venta voluntaria de ningún bien o servicio.

Por el contrario: los estados viven de la recaudación de impuestos (palabra que deriva de “imponer”), que son pagos coercitivos y recaudados bajo amenaza de violencia.

He de advertir que si alguien me pregunta posiblemente respondería que, “intelectualmente” soy republicano pero, si me dieran a elegir entre ambos regímenes, no lo dudaría: optaría por la monarquía, pues, sin duda posee más ventajas. Pues, como dice el refrán lo importante no es el color del gato sino que cace ratones.

En las antiguas monarquías, antes de que irrumpiera la “democracia” como religión laica, promovida por el presidente de los EEUU, Thomas Woodrow Wilson, a principios del siglo XX, la gente generalmente veía a los reyes tal como realmente eran: individuos privilegiados que podían cobrar impuestos a sus súbditos. Y como todos sabían que no podían convertirse en reyes, de vez en cuando se producían levantamientos, sublevaciones o alguna clase de resistencia de los súbditos contra los intentos de los reyes de aumentar los impuestos, intentar imponer un mayor intervencionismo estatal, o cometían alguna torpeza, o cosas parecidas.

Cuando se propaga por doquier la nueva religión laica denominada ”democracia”, surge entre la gente la ilusión de que somos nuestros propios gobernantes, que nos gobernamos a nosotros mismos.

 Pero, todo ello es una ficción legal, pese a que los profetas, trovadores, bufones, etc. de esa nueva religión afirmen lo contrario (y lo raro es que no esté claro para la mayoría a estas alturas), en los regímenes democráticos también existen “soberanos” – a la manera de los antiguos monarcas- y súbditos de esos soberanos, aunque se les haya cambiado el nombre y se les llame “ciudadanos”.

El hecho de que cualquiera pueda potencialmente convertirse en empleado público, o pueda -insisto- teóricamente- ser elegido, para ocupar un cargo de gestión pública, es algo que, además de ayudar a fomentar la ilusión de que nos gobernamos a nosotros mismos, conduce a una reducción de esa resistencia que existía contra los reyes cuando intentaban aumentar sus ingresos fiscales.

Hay otro aspecto en el que, también, sale desfavorecida la gente en los regímenes democráticos: Generalmente, en una monarquía, el rey suele ser visto como una persona que considera el país como su propiedad privada, y las personas que viven en él como sus “inquilinos”, que pagan una especie de alquiler al rey. Bien, pues, “comparemos” (aunque haya quienes digan que las comparaciones son odiosas): pensemos en los políticos electos en un sistema democrático, estos no son “dueños” del país, como lo es un rey; supuestamente, son meros gestores, administradores temporales del país, por un período que puede durar cuatro años, ocho o más.

El papel de un propietario es bastante diferente del papel de un gerente.

Imagina dos situaciones diferentes:

  • En la primera, te conviertes en propietario de un inmueble. Puedes hacer lo que quieras con él. Puedes vivir en él para siempre, puedes venderlo en el mercado, lo que significa que debes cuidarlo bien para que su precio sea alto, y, por supuesto, puedes decidir a quién se lo dejas en herencia.
  • Por el contrario, ponte en la situación de que, el dueño de esa propiedad te elige para que la cuides y gestiones por un período de cuatro años. En ese caso, no puedes vender el inmueble y, tampoco puedes decidir quién será el heredero. Sin embargo, en esta situación interviene un factor inesperado: tienes la posibilidad de extraer una enorme cantidad de dinero, de esta propiedad, durante el período de tiempo que te han asignado su gestión.

En los regímenes democráticos se invita, se empuja, se alienta al cuidador y gerente temporal a gastar el valor del capital añadido del país, lo más rápido posible, a gastar -dilapidar, despilfarrar- los beneficios conseguidos, una vez restados los costes de producción de los precios de los bienes y servicios, ya que, al fin y al cabo, no tiene que asumir los costos de este consumo de capital.

No se olvide que la propiedad no es suya. No tiene nada que perder si la utiliza de forma caprichosa y alocada.

Por el contrario, el rey, como dueño de la propiedad, tiene una perspectiva a largo plazo muy diferente al cuidador-gerente elegido por sufragio universal. El rey no querrá agotar el valor agregado al país que, considera su propiedad, de forma rápida, porque eso se reflejaría en un precio de propiedad más bajo, lo que significaría que su propiedad (el país) sería legada a su heredero a un valor inferior.

Es por ello que, por lo general el rey, que tiene una perspectiva a largo plazo mucho más amplia, también posee interés en preservar – o, si es posible, aumentar – el valor del país, mientras que los políticos en un régimen democrático tienen una perspectiva a corto plazo; y su principal objetivo es conseguir el máximo de ingresos, el máximo lucro personal lo más rápido posible. Como resultado, al hacerlo, inevitablemente generarán pérdidas en el valor del capital de todo el país.

El problema que padecemos en España es que, para muchos españoles la monarquía no es “ni chicha ni limoná”, algo sin sabor, una institución indefinida, que no es ni una cosa ni la contraria y, por lo tanto, carece de valor. Y esta visión se acentúa si es entre los miembros de la casta política parasitaria.

Son muchos los españoles que consideran que, España en este momento no es una Monarquía Parlamentaria sino más bien una especie de “monarquía presidencialista”, si se me permite denominarla de ese modo, en la que el Rey es un objeto decorativo, y de la que ha sido expulsado de facto hace ya mucho tiempo, es marginado de forma sistemática, desplazado, ninguneado, no tenido en cuenta, e incluso humillado, injuriado y hasta calumniado, tratado con desdén, vilipendiado, mirado por encima el hombro, claramente despreciado,… “monarquía presidencialista” en la que ha sido relegado a asuntos de representación, a ser un convidado de piedra.

En un momento convulso, turbulento, de incertidumbre, como el que vive España, desde el punto de vista político, económico y de indecencia e inmoralidad, un momento en que la Nación Española está en gravísimo riesgo de ser destruida, el Rey de España, Don Felipe Vi, debería «complicarse la vida», aunque concite algunas antipatías e incluso suscite las iras de quienes, como Pedro Sánchez, quieren acabar con él y con la institución que él representa.

El Rey de España tiene que dar un paso al frente y ejercer de Jefe del Estado, “reinar” en el sentido propio de la palabra, asumir las funciones ejecutivas que le otorgan la Constitución y las leyes.

Sí, Don Felipe VI no debe dudar de que son muchos los españoles que están deseosos de que nuestro Rey reine, no se pliegue a la voluntad de socialistas, comunistas, etarras y separatistas y de ese modo deje de ser percibido por muchos como un personaje prescindible.

Si Don Felipe acaba actuando, de forma legítima, absoluta y escrupulosamente legal e impide que Sánchez y sus secuaces vuelvan a hacerse con el Gobierno de España, e impide que la pretendida amnistía a quienes pretendieron dar un golpe de estado en Cataluña en 2017, nuestra nación recuperará el buen camino, la sensatez y podrá progresar en el sentido de la palabra y homologarse finalmente con los países de nuestro entorno cultural y civilizatorio.

Basta con que haga uso de las potestades que le otorga la Constitución Española de 1978 de decidir en múltiples aspectos.

Don Felipe VI es el único que en entos momentos puede salvar a España, sacarla del atolladero, y evitar que se produzca un suicidio colectivo, y de paso asegurar que su hija, Doña Leonor, acabe reinando en España.

Y, para terminar, me voy a permitir una última reflexión:

Ninguno de nosotros es responsable de las circunstancias que nos tocaron en suerte cuando nos trajeron a este mundo, pero sí somos responsables de aquello que dejemos cuando nos llegue el momento de marcharnos. Todos podemos cambiar nuestro entorno, humanizar el ambiente en que vivimos, es nuestro territorio de responsabilidad, y para ello no hacen falta fórmulas mágicas, solo gente de buena voluntad, y por supuesto, no mirar para otro lado y dejar hacer a los malvados…

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