¿Por qué formar una familia ya no es una prioridad?

La sociedad sin hijos: ¿liberación o colapso?
CARLOS AURELIO CALDITO AUNIÓN
La catástrofe silenciosa
Cada generación se enfrenta a su propia crisis, pero la nuestra ha convertido la ausencia de hijos en un programa político y existencial. España, junto con otros países europeos y asiáticos, no solo vive un invierno demográfico, sino una hibernación prolongada y posiblemente terminal. En 2024, la tasa de fecundidad apenas supera el 1,1 hijos por mujer, la más baja de la Unión Europea junto con Italia, y sólo hubo 22.034 nacimientos, el menor número desde que existen registros modernos, a pesar de un leve repunte del 0,4% respecto al año anterior. Sin embargo, este hecho no escandaliza ni a políticos, ni a medios, ni a las élites intelectuales. La natalidad ha dejado de ser prioridad porque la familia ha dejado de serlo, y la familia ha dejado de serlo porque el futuro se ha vuelto una categoría tóxica.
1. La libertad de no tener nada: autonomía y renuncia
Hasta hace poco, tener hijos era una consecuencia natural de la vida adulta. Hoy, la cultura contemporánea ha desmantelado el deber de procrear y lo ha sustituido por el imperativo de disfrutar. En este nuevo paradigma, ser madre o padre implica responsabilidades y renuncias incompatibles con la sacralización de la movilidad, la flexibilidad y la espontaneidad. El compromiso se percibe como amenaza y el vínculo como freno. El resultado: no es que no podamos tener hijos, es que ya no queremos, o nos han enseñado a no querer. La prioridad es vivir sin que nadie te necesite, una libertad que a menudo es soledad disfrazada de «empoderamiento».
2. ¿Autonomía? ¿Qué autonomía?
No todo es cuestión de valores posmodernos. Existen causas materiales contundentes que dificultan la formación de una familia. Más del 63% de los jóvenes españoles de 25 a 29 años sigue viviendo con sus padres, no por falta de voluntad de emanciparse, sino por imposibilidad económica: la vivienda es inaccesible, los salarios son bajos y la precariedad laboral se ha cronificado. El mercado laboral se caracteriza por la temporalidad y la falta de horizonte, mientras que el Estado no garantiza un suelo vital mínimo para los jóvenes. Así, la generación que se nos vende como la más libre es, en realidad, la más dependiente y desarraigada.
3. El feminismo frente a la maternidad: la paradoja
La maternidad se ha convertido en una sospechosa ideológica. El feminismo hegemónico ha transformado el ser madre de un acto de plenitud a un signo de sumisión. La incorporación masiva de la mujer al mercado laboral no ha ido acompañada de una reorganización social del cuidado, generando una tensión insostenible entre el éxito profesional y el deseo de tener una familia. Las políticas públicas, lejos de resolver esta tensión, la han agravado: la maternidad se penaliza en tiempo, dinero y estatus. Muchas mujeres deciden no tener hijos, no por egoísmo, sino por agotamiento ante la falta de apoyo estatal, empresarial y comunitario.
4. El culto a la juventud eterna y el rechazo al legado
La edad media para tener el primer hijo en España supera los 32 años, situándose en 32,6 años en 2024, una de las más altas de Europa. En grandes ciudades, esta media ronda los 35 años, y el porcentaje de mujeres que no tendrán nunca hijos aumenta cada año. La postergación de la maternidad, unida al rechazo social al legado y a la transmisión, revela una sociedad que prefiere consumir que fundar, gastar que transmitir. Hemos dejado de pensar en términos de “familia fundadora” para abrazar la lógica del “individuo flotante”, quedando huérfanos del pasado y estériles hacia el futuro.
5. El matrimonio en peligro: ¿mito o realidad?
A juzgar por los titulares de los grandes medios, el matrimonio parece estar en vías de extinción y ser sustituido por alternativas más “viables” y satisfactorias, como las uniones libres, el poliamor o incluso el “perma-single” (soltero permanente). Se promueve la idea de que la fidelidad está pasada de moda, que tener menos hijos es una opción ética e incluso que la maternidad es egoísta. El rechazo al varón y la promoción de modelos relacionales alternativos forman parte de la narrativa dominante, llegando al extremo de que algunas mujeres optan por casarse consigo mismas, como símbolo de autoafirmación.
Sin embargo, esta percepción mediática no refleja necesariamente la realidad profunda ni el anhelo humano. María Calvo, profesora de Derecho y especialista en familia, sostiene que, pese a todo, “todos buscan o anhelan el matrimonio”, ya que las nuevas fórmulas obedecen a una sed de plenitud y unión que nunca acaba de satisfacerse, porque parten de premisas erróneas: la pérdida de la capacidad de asombro entre hombre y mujer, la reducción del amor a puro sentimiento y la negación de las diferencias sexuales. Amar de verdad, afirma Calvo, implica aceptar al otro en su totalidad, con sus miserias, y eso sí es verdaderamente transgresor, mucho más que las relaciones sin compromiso.
La naturaleza sexuada y complementaria del ser humano, como recuerda Benigno Blanco, está en la raíz de la institución matrimonial, que no es un constructo religioso sino una realidad antropológica y jurídica presente en todas las culturas documentadas. El matrimonio, entendido como la unión estable de hombre y mujer abierta a la vida, crea el ambiente ecológico idóneo para la crianza de los hijos, que nacen especialmente vulnerables y necesitan el “útero vital” que constituyen papá y mamá durante muchos años.
6. El emotivismo y la cultura del rechazo al compromiso
La cultura dominante ha reducido el amor a un sentimiento efímero, aceptando solo aquello que emociona y rechazando cualquier defecto o dificultad. Esta mentalidad conduce a la proliferación de rupturas y a la incapacidad de sostener relaciones duraderas. El compromiso, fundamental en el matrimonio y la familia, es visto como una carga y no como una fuente de plenitud.
El prejuicio emotivista, propio de la cultura dominante, ha llevado a considerar familia cualquier cosa que cada uno quiera, diluyendo el concepto tradicional de familia y matrimonio. Sin embargo, las uniones no abiertas a la vida o inestables no crean el ambiente idóneo para la protección y desarrollo de nuevas vidas, y por tanto no aportan al bien común de la misma manera.
7. La realidad de las alternativas: ¿más libres, más felices?
Aunque se promuevan nuevas formas de relación, los datos muestran que el matrimonio monógamo y estable sigue siendo valorado, al menos como ideal. Encuestas recientes en España revelan que la mayoría de la población se considera monógama y rechaza el poliamor; la fidelidad sigue siendo vista como esencial para una relación verdadera. Además, la mayoría de las relaciones abiertas o de “follamigos” no perduran: solo una minoría se mantiene o evoluciona hacia una pareja estable.
Diversos estudios científicos confirman los efectos negativos de las uniones libres y promiscuas: mayores niveles de ansiedad y depresión, especialmente para las mujeres, que además sufren mayores índices de violencia en relaciones no matrimoniales. En cuanto a los hijos, la inestabilidad familiar aumenta el riesgo de fracaso escolar, delincuencia juvenil, problemas psicológicos y suicidio.
Por el contrario, el matrimonio estable se asocia con mejores niveles de bienestar en múltiples ámbitos: educación, seguridad física, relaciones padres-hijos, salud mental y física, ingresos, vivienda y bienestar subjetivo. El matrimonio, según Brad Wilcox y otros expertos, es el mejor predictor de la felicidad y la estabilidad personal y social.
8. Una sociedad sin hijos: ¿liberación o colapso?
Se nos ha vendido la idea de que no tener hijos es un acto de libertad, pero ¿qué libertad es esa que no deja huella? Los demógrafos advierten que este modelo es insostenible, no solo por el problema de las pensiones o las pirámides poblacionales, sino porque sin hijos no hay nación, ni transmisión de cultura, valores o sentido. Paradójicamente, cuanto más rico y autónomo es un país, menos hijos tiene. Las sociedades del bienestar se han convertido en sociedades del cansancio y la autoextinción, no por accidente, sino por elección aparentemente consciente.
Del “yo primero” al “nadie después”
La crisis de la natalidad es, ante todo, un síntoma cultural. Una sociedad que no quiere tener hijos no está simplemente cansada: ha perdido el sentido de su existencia. Formar una familia ha dejado de ser prioridad porque hemos reemplazado el ideal de permanencia por la fantasía de la libertad sin lastres. Sin darnos cuenta, esa libertad sin vínculos nos ha dejado más solos, frágiles y estériles que nunca. La pregunta ya no es por qué no tenemos hijos, sino qué tipo de civilización hemos construido para que la vida misma haya dejado de parecer deseable.
Epílogo: El reto de recuperar el sentido
El matrimonio y la familia, lejos de ser reliquias del pasado, responden a necesidades humanas universales y profundas. La estabilidad y el compromiso, lejos de ser opresivos, son fuente de plenitud y bienestar. La crisis actual no es solo demográfica ni económica, sino existencial. Recuperar la capacidad de asombro, el valor del compromiso y el sentido de trascendencia es el gran reto de nuestro tiempo. Solo así podremos construir una sociedad donde la vida, el amor y el futuro vuelvan a ser deseables.