Polonia resiste. Europa no está perdida. España necesita despertar y tomar ejemplo de Polonia

CAROLUS AURELIUS CALIDUS UNIONIS
Karol Nawrocki ha vencido. Frente al progresista Rafal Trzaskowski, el historiador católico, vinculado desde siempre al espíritu de Solidaridad y apoyado por el partido Ley y Justicia (PiS), ha logrado hacerse con la presidencia de Polonia. No sin dificultad, no sin una lucha férrea contra el aparato mediático y político de Bruselas, pero lo ha logrado. Polonia, una vez más, da ejemplo. La Europa cristiana no ha muerto. Resiste, aunque malherida.
Mientras la tecnocracia de Bruselas se afana en desarraigar los últimos rescoldos de identidad cristiana de Europa, Polonia vuelve a mostrar que la historia aún no ha terminado. Contra pronósticos mediáticos y cálculos progresistas, Karol Nawrocki, historiador, católico militante y aliado del partido Ley y Justicia (PiS), se ha impuesto por la mínima en las elecciones presidenciales polacas al favorito del establishment europeo: Rafal Trzaskowski, discípulo del primer ministro liberal Donald Tusk.
La reacción de la prensa occidental no se ha hecho esperar: del entusiasmo por una victoria anunciada del “moderado” Trzaskowski al pánico moral ante la persistencia de una Polonia que no cede ante el espíritu de época. Una Polonia que aún recuerda a Solidarność, el movimiento obrero y católico que derrotó al comunismo soviético. Una Polonia que sigue creyendo que Europa sin cristianismo no es más que una carcasa hueca, una degeneración postnacional de valores sin alma.
Mientras la Unión Europea navega hacia una distopía progresista con rumbo suicida —entregada al dogma woke, a la ideología de género, a la demolición de sus fundamentos históricos y morales—, algunos pueblos plantan cara. Polonia es hoy la vanguardia de esa resistencia. Y su victoria no es anecdótica: expresa el hartazgo de millones de ciudadanos que no se resignan a ser absorbidos por la maquinaria posnacional, relativista y tecnocrática de Bruselas.
La ‘ultraderecha’ como etiqueta automática para el cristianismo
En un giro orwelliano de la semántica política, la victoria de Nawrocki ha sido leída en Bruselas como un triunfo de la “ultraderecha”. Pero, ¿en qué consiste tal “ultraderechismo”? ¿En oponerse a la ideología de género? ¿En defender la vida y la familia? ¿En considerar que Europa no puede entenderse sin su raíz cristiana? ¿En disentir de los dogmas climáticos y migratorios impuestos por las élites? En definitiva, ¿ser cristiano —y más aún, coherentemente cristiano— es ahora equivalente a ser un extremista?
Así lo sugiere la reacción eurocrática.
“Naturalmente el vencedor de las presidenciales polacas es un ultra. Se dedica a ir por las calles de Varsovia y Cracovia, matando feministas y homosexuales”. La caricatura grotesca se ha convertido en el único lenguaje político tolerado por la izquierda líquida para referirse a cualquier forma de disidencia moral.
Nawrocki no es un ultra. Es simplemente un cristiano. Pero en el contexto actual, eso ya basta para ser calificado como «ultraderechista» por una prensa occidental que ha perdido el norte, el rigor y el contacto con la realidad. Nawrocki no es un peligro para Europa. El peligro es la propia Unión Europea, en su deriva deshumanizadora, en su deseo de refundarse sobre los escombros de su tradición cristiana y filosófica, sustituyéndola por un batiburrillo de emotivismo, multiculturalismo y autoritarismo blandengue.
Es revelador que hayan sido precisamente los herederos de Solidaridad —el movimiento que derrotó al comunismo soviético sin disparar un solo tiro— quienes hoy sean presentados como aliados de Putin por parte de la estupidez bruselina.
Ley y Justicia, el partido de Nawrocki, fue el que más firmemente se opuso a Putin desde Polonia, el que acogió a más refugiados ucranianos (más de dos millones), el que defendió con más claridad la soberanía nacional frente a las injerencias del Kremlin y también frente al globalismo sin patria de la UE. Pero da igual: hoy, todo aquel que se oponga a la disolución cultural de Europa es tachado de enemigo.
Y sin embargo, en Polonia —como antes en Hungría, como empieza a intuirse en Italia— esa propaganda empieza a dejar de surtir efecto. Porque cuando las naciones se enfrentan a la disyuntiva última entre ser o no ser, la lucidez reaparece. Y cuando se recuerda que sin cristianismo no hay Europa, tampoco hay libertad, ni dignidad humana, ni futuro.
El paisaje europeo y la extinción de la izquierda
Lo que ha ocurrido en Polonia no es un hecho aislado. Forma parte de un proceso continental. La izquierda está desapareciendo. Y no por una conspiración, sino por inanición. Porque ha dejado de representar algo concreto. Ha dejado de tener ideas propias. Ha renunciado a cualquier vínculo con lo real, y se ha disuelto en una masa gaseosa de discursos prefabricados, victimismos infinitos y delirios ideológicos sin base empírica ni sentido común.
Lo ocurrido en Polonia no es una anomalía: es parte de un patrón continental. En las elecciones recientes, la suma de todas las variantes de la derecha —desde el liberalismo conservador hasta el tradicionalismo monárquico— ha alcanzado un abrumador 91% de los votos. La izquierda, marginal y moribunda, apenas figura en quinto lugar. Lo mismo puede decirse de Portugal, donde la socialdemocracia ha sido relegada a la irrelevancia, o de Rumanía, donde los soberanistas han desplazado al viejo progresismo cosmopolita.
En Francia, Le Pen encabeza las encuestas; en Italia, gobierna Meloni. En Alemania, la Alternativa para Alemania desborda al establishment. Solo en España, y solo gracias al cerrojo mediático, judicial y electoral, la izquierda resiste. Pero incluso aquí su desgaste es imparable.
La izquierda ha dejado de tener algo que decir. Su programa se ha convertido en un eco inane de consignas posmodernas desconectadas de la realidad popular: inmigración masiva y descontrolada sin integración, disolución de la soberanía, moral woke y censura del disenso. No extraña que sus votantes, hartos de eslóganes y traiciones, opten por partidos que al menos saben nombrar la verdad sin pedir perdón.

¿Por qué? Porque la izquierda ya no dice nada. No tiene nada que ofrecer salvo ingeniería social, burocracia, adoctrinamiento sexual en las escuelas, confiscación fiscal y caos migratorio. No hay proyecto, ni horizonte, ni épica, ni belleza. Solo un vacío administrado por burócratas sin alma. Y frente a ese vacío, cada vez más europeos se rebelan.
¿Antieuropeos? No: antieurocráticos
A los Nawrocki, Orban o Meloni se les acusa de ser antieuropeos, cuando lo que son es antieurocráticos. No reniegan de Europa: reniegan del suicidio colectivo promovido desde Bruselas. No son pro-Putin, como insinúan los corifeos del globalismo: fueron precisamente ellos —Ley y Justicia en Polonia, Fidesz en Hungría— los que más combatieron al Kremlin, los que más refugiados ucranianos acogieron, y los que más advirtieron contra el gas ruso cuando Alemania aún firmaba Nord Stream.
Pero la eurocracia progresista no tolera disidencias morales ni soberanías nacionales. Para ella, un cristiano que no reniega de su fe y un patriota que defiende su identidad no es un interlocutor: es un enemigo. Por eso Solidarność —el movimiento que derribó el comunismo soviético— es ahora, según Bruselas, aliado de Putin. Y por eso todo aquel que se atreva a defender el orden natural, la soberanía o la familia será reducido a la categoría de “ultraderecha”.
¿Y España?
España es la anomalía. La derecha española, domesticada y acomplejada, todavía se inhibe a la hora de disputar el relato cultural y moral. Mientras la izquierda europea cae por inercia, la española sobrevive gracias al negacionismo inmigratorio de la derecha y su incapacidad para afrontar el conflicto cultural. No es que España esté vacunada contra la reacción: es que sus élites aún no han entendido qué está en juego.España, lamentablemente, va a la zaga.
Mientras Polonia elige a un presidente católico con sentido de nación y de historia, en España se sigue jugando a los disfraces. La derecha española —salvo contadas excepciones— no es alternativa de nada. Se limita a ser una versión light del socialismo, una derecha de plató, acomplejada, sin alma ni ideas.
Frente a la amenaza socialcomunista apoyada por separatistas y filoterroristas, la derecha española no presenta batalla: asume su lenguaje, sus marcos ideológicos, sus dogmas. Repite sus eslóganes sobre el clima, el género, el multiculturalismo. Firma pactos con sus terminales ideológicas. Se presenta como «moderada» cuando en realidad es irrelevante. Su política se basa en no molestar.
España necesita, ya y sin más aplazamientos, su propio Karol Nawrocki. Alguien que no sea un político profesional, sino un servidor público. Alguien que no busque enriquecerse, colocar a sus afines ni convertir la política en una sinecura perpetua, sino que encarne una misión histórica. No un gestor cosmético, sino un defensor de la verdad y el bien común. Un hombre libre, con raíces, con vocación y sin miedo.
Porque la derecha española actual —salvo contadas excepciones— no está a la altura de los tiempos. Es una derecha fashion, de plató y de postureo, que, a lo sumo recurre a hacer declaraciones bienintencionadas y vacías, de las que está empedrado el camino del infierno. Es una derecha que carece de proyecto, de pensamiento estructurado, de programa de gobierno y de valor moral. Una derecha acomplejada que va a remolque del socialcomunismo gobernante —sostenido por separatistas y filoterroristas—, repitiendo incluso su misma terminología, su narrativa emocional, sus marcos ideológicos.
Ha asumido como propios los dogmas del enemigo: el consenso socialdemócrata, el feminismo de género, el multiculturalismo suicida, la estafa del “calentamiento global antropogénico”. En vez de combatir el delirio, lo suscribe. En vez de oponerse, se adapta. En vez de liderar, obedece.
Regeneración y ruptura: el tiempo de España
El gran lastre de España es el consenso blando de 1978: una Transición que logró apagar las hogueras de la Guerra Civil, pero que consolidó un sistema partitocrático, clientelar y relativista. Un sistema que ha hecho de la mediocridad norma, de la mentira virtud, de la cesión constante un método, y del desprecio a la verdad histórica una obligación moral. La Constitución del 78, útil en su día, ha devenido intocable y disfuncional. El bipartidismo ha muerto, pero sus vicios persisten. La democracia ha degenerado en oligarquía partidocrática.
Es hora de una ruptura regeneradora. De una “Segunda Transición”, no hacia el vacío, sino hacia la restauración de una España con proyecto propio. Una España sin complejos, sin imposiciones extranjeras, sin rendirse a Bruselas ni a la impostura ideológica de moda. Una España que recuerde quién es, qué ha sido y qué puede volver a ser.
Polonia ha hablado. Europa entera empieza a despertar. Falta España.
Y ya no hay tiempo que perder.