Pedro Sánchez no camina, se contonea con un “tumbao” que es puro espectáculo. Un santo varón que quería lo mejor para España, pero que se rodeó de canallas y acabó protagonizando la tragicomedia nacional. 

Pedro Sánchez, un santo varón que no ha sabido elegir bien y se ha rodeado de malas compañías, de amistades peligrosas… pero, en el fondo, es un patriota, un padre de la patria que quería lo mejor para España y los españoles… es una pena que se haya rodeado de canallas,… qué mal ojo ha tenido a la hora de elegir a sus colaboradores

Ah, Pedro Sánchez. Ese hombre de mirada firme y sonrisa de anuncio de pasta de dientes. Un auténtico santo varón de la política española, incomprendido por su tiempo y, sobre todo, por su entorno. Porque, claro, si algo ha quedado claro en estos años de mandato es que Pedro Sánchez es, ante todo, un mártir rodeado de Judas. Un hombre bueno, con un corazón que late por España, pero con una brújula para elegir compañeros de viaje que, francamente, ni el GPS de un coche de los años 80.

El mártir de Moncloa

Pobre Pedro. Él, que solo quería lo mejor para España, se ha visto envuelto en un mar de tiburones, traiciones y amistades peligrosas. ¿Quién le iba a decir a nuestro presidente que, al abrir la puerta de la Moncloa, no solo entraría él, sino toda una panda de canallas, arribistas y personajes de dudosa reputación? Si es que, a veces, la bondad es un defecto. Y Sánchez, tan bueno, tan confiado, tan ingenuo, no supo ver que el enemigo no estaba fuera, sino dentro.

El arte de rodearse… mal

Dicen que uno es el reflejo de sus amigos. En el caso de Sánchez, habría que preguntarse si no será el reflejo de sus peores pesadillas. Porque, vamos a ver, ¿quién le asesora? ¿Quién le dice que sí a todo? ¿Quién le escribe los discursos? ¿Quién le convence de que pactar con unos y otros es buena idea? ¿Quién le recomienda esas corbatas? El misterio es digno de Iker Jiménez.

¡Qué ojo clínico, Pedro! Si es que no da una. Si hay un colaborador que promete ser leal, al mes siguiente está filtrando a la prensa. Si hay un ministro que parece competente, al poco tiempo se convierte en trending topic… pero por motivos poco edificantes. Si hay un socio que parece fiable, al final resulta que tiene más intereses ocultos que un capítulo de «House of Cards».

Un patriota incomprendido

Pero no seamos injustos. En el fondo, muy en el fondo, Pedro Sánchez es un patriota. Un padre de la patria. Un hombre que soñaba con una España mejor, más justa, más moderna, más europea… aunque, eso sí, rodeado de una corte de personajes que harían palidecer a los Borgia. Su único pecado: confiar demasiado en la gente. ¡Qué ingenuidad la suya! ¡Qué candidez! ¡Qué capacidad para tropezar con la misma piedra una y otra vez y, aún así, levantarse con la cabeza alta y el pelo perfectamente peinado!

Conclusión: el santo rodeado de pecadores

Así que, cuando la historia juzgue a Pedro Sánchez, que no se olvide de este pequeño detalle: él lo intentó. Él quería lo mejor para todos. Si España no ha ido mejor, no ha sido por él, sino por los canallas que le rodearon, por los malos consejeros, por los traidores, por los mediocres, por los que nunca estuvieron a la altura de su grandeza. Porque Pedro Sánchez, en el fondo, es un santo varón. Lástima que, como suele pasar, los santos siempre acaban rodeados de pecadores.


Pedro Sánchez: El pobre desgraciado al que le crecen los enanos

Si es que, Pedro Sánchez es un pobre desgraciado. No hay otra forma de decirlo. Sus amigos, familiares, allegados y hasta el portero de su edificio lo convencen para que monte un circo y, claro, le crecen los enanos. ¡Qué mala suerte la suya! Uno intenta hacer de la política un espectáculo digno, y acaba protagonizando una tragicomedia digna de Berlanga.

La profanación y el apocalipsis zombie mediático

Y, por si fuera poco, ahí están los medios de ultraderecha, esos que parecían estar escondidos en el Valle de los Caídos, esperando su momento como vampiros en letargo. Pero, ay, Pedro, con su arrojo y su sentido de la historia, decide sacar al General Franco de su tumba (profanándola, dicen las malas lenguas, que siempre están al acecho). ¿Y qué pasa? Que de repente, como en una película de serie B, salen de allí todos los tertulianos y periodistas de extrema derecha, con más espuma en la boca que un bulldog en agosto. Zombies mediáticos, resucitados por la luz de la exhumación, dispuestos a perseguir a «su sanchidad» allá donde vaya.

El santo que no puede pisar la calle

Claro, ¿cómo va a salir a la calle el pobre Pedro? Si hasta en Paiporta, tras la desgracia de la gota fría, tuvo que salir por pies, como un galgo, porque la turba de indignados (alentada, por supuesto, por los zombis mediáticos) no le daba ni un respiro. Si es que es un incomprendido, un mártir de nuestro tiempo. Él, que solo quería pasear entre el pueblo, recibir abrazos y selfies, y se ve obligado a huir como si fuera el mismísimo Drácula a la luz del día.

El ideal de Alfonso Guerra… y el látigo de los suyos

Y todo esto, ¿para qué? Para intentar alcanzar aquel ideal que proclamaba Alfonso Guerra: «A España no la va a conocer ni la madre que la parió». Pues mira, Pedro, ni la madre, ni el padre, ni los primos, ni los tíos. Ni siquiera Alfonso Guerra y Felipe González, que ahora lo ponen a parir en cada entrevista, como si fueran cuñados en Nochebuena. ¡Hasta sus mayores referentes lo han dejado solo ante el peligro!

Un buenazo incomprendido

Pero, oye, que nadie se confunda: Pedro Sánchez es un buenazo. Un incomprendido. Un santo varón en tierra de pecadores. Un hombre que soñó con cambiar España y acabó perseguido por enanos, zombies mediáticos y los fantasmas de la vieja guardia socialista. Si es que, de verdad, hay que tener muy mala suerte. O muy buen corazón. O ambas cosas.


Pedro Sánchez y la odisea del bocadillo: un paseo por la España real (o casi)

Cuentan que un día, aconsejado por un tal José Félix Tezanos —sí, ese mago del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) y uno de sus más íntimos amigos y colaboradores, el que más y mejor cuida de su imagen y reputación—, nuestro querido presidente decidió salir a la calle a pulsar la opinión de los ciudadanos y ciudadanas (porque, claro, hay que ser un buen desdoblador del lenguaje, aunque la RAE lo desaconseje y la mayoría lo ignore).

Tras caminar un buen rato, llegó la hora sagrada del descanso, el momento del bocadillo. Y, como buen político de manual, entró en una fábrica. De esas que ya quedan pocas, porque sus colegas socialistas se encargaron de desmantelarlas desde que tomaron el poder en el 82, con aquella famosa reconversión industrial que la Unión Europea impuso y que dejó a más de uno sin trabajo y sin futuro y a España desindustrializada y convertida en país de camareros…

Pero Pedro, siempre astuto, salió disfrazado, de incógnito, para no sufrir abucheos ni preguntas incómodas. Se acercó a un trabajador, ese tipo de persona que, en teoría, debería ser su mayor aliado. El trabajador, sin decir palabra, le hizo señas para que lo siguiera. Y allí empezó la odisea: caminaron, caminaron, salieron de la ciudad y se adentraron en un frondoso bosque, como si de una película de aventuras se tratara.

Pedro Sánchez intentó enésimas veces romper el silencio, dirigirle la palabra, pero el trabajador solo indicaba con gestos que siguiera adelante. Finalmente, llegaron a un claro. El trabajador se detuvo, miró al presidente y, antes de que este pudiera abrir la boca, soltó:

«Camarada, te he reconocido desde el primer instante. Quería decirte que estoy contigo, te apoyo y apruebo todas las políticas sociales que ha emprendido el gobierno en los últimos siete años. Los españoles son unos desagradecidos.»

Y entonces, en un giro digno de telenovela, se fundieron en un abrazo. Pedro, con lágrimas en los ojos, le susurró:

«Gracias, compañero… Tengo que dejarte, que todavía no he comido y ya son las cinco de la tarde.»


¿Qué revela esta historia sobre la percepción de Sánchez entre sus seguidores y detractores?

La historia es un espejo deformante de la polarización que rodea a Pedro Sánchez. Por un lado, sus seguidores lo ven como un mártir, un incomprendido, un hombre de Estado que hace lo que puede por el bien común y que sufre la incomprensión de un pueblo ingrato o manipulado por la ultraderecha mediática. Por otro, sus detractores lo perciben como un oportunista rodeado de incompetentes, incapaz de conectar con la realidad y necesitado de escenificaciones para convencerse de que aún tiene apoyos. El relato del encuentro en el bosque es, en sí mismo, una caricatura de cómo ambos bandos construyen su propia narrativa: para unos, Sánchez es el santo rodeado de canallas; para otros, el protagonista de una tragicomedia nacional.

¿Por qué el trabajador en la historia se identifica con Sánchez como «camarada»?

El uso de «camarada» no es casual. Remite a la vieja tradición socialista y obrera, a la retórica de la izquierda clásica, y busca subrayar una supuesta hermandad entre líder y clase trabajadora. En el contexto del relato, es un guiño irónico: en una España donde las fábricas son ya piezas de museo y los trabajadores han visto cómo los gobiernos socialistas participaban en la reconversión industrial, el apelativo suena más a nostalgia impostada que a realidad viva. El trabajador, convertido en personaje casi mítico, representa ese votante fiel que todavía cree en el líder, aunque el resto del país ya no lo haga.

¿Qué simboliza el abrazo y las lágrimas de Pedro Sánchez en este relato?

El abrazo y las lágrimas son el clímax melodramático del relato, el momento en que el líder encuentra, por fin, un poco de consuelo en medio del desierto de la ingratitud nacional. Simbolizan la necesidad de reconocimiento, de afecto, de sentirse comprendido y valorado. Pero, en clave sarcástica, también evidencian la soledad del poder: Sánchez, rodeado de traidores y zombis mediáticos, solo puede encontrar alivio en una escena casi onírica, lejos de la realidad cotidiana y de los abucheos en la calle.

¿Cómo interpretar la referencia a las políticas sociales y su apoyo popular?

La mención a las políticas sociales es uno de los grandes mantras del sanchismo: el gobierno más social de la historia, el escudo social, el ingreso mínimo vital, la subida del SMI, la revalorización de las pensiones. Sin embargo, los datos y la percepción pública son contradictorios. Mientras el gobierno presume de gasto social récord y de haber protegido a los más vulnerables, informes independientes señalan que buena parte de las ayudas han beneficiado más a las rentas altas que a los realmente necesitados. El apoyo popular a estas políticas es, por tanto, mucho más matizado y menos unánime de lo que la propaganda oficial sugiere.

¿Qué nos dice esta anécdota sobre la relación entre líderes políticos y ciudadanos?

La anécdota es, en el fondo, una parábola sobre la distancia —y la desconfianza— entre los líderes políticos y los ciudadanos. El líder que sale «de incógnito» para evitar abucheos, el trabajador que lo conduce en silencio por el bosque, el abrazo final en un recóndito claro del bosque: todo remite a una desconexión profunda, a la necesidad de escenificar cercanía cuando la realidad es de alejamiento. Los líderes buscan desesperadamente el contacto con «el pueblo», pero lo hacen a través de rituales cada vez más artificiales y menos creíbles. El resultado es una tragicomedia nacional en la que todos, en el fondo, saben que están representando un papel.


El contoneo presidencial: el “tumbao” del santo varón

Y si algo faltaba para completar el retrato de Pedro Sánchez, ese “santo varón” incomprendido y rodeado de canallas, es su inconfundible manera de caminar. Porque, en la escenografía política del sanchismo, cada gesto cuenta. Pedro Sánchez no camina: se desliza, se pavonea, se contonea con ese “tumbao” ensayado que ya es marca registrada. Una mezcla de suficiencia, chulería calculada y pose triunfalista, como si en vez de presidente fuera el modelo estrella de una pasarela de poder.

¿Y qué denota este contoneo psíquicamente? Pues nada menos que la teatralización absoluta del poder. Sánchez no gobierna: interpreta. Cada paso suyo es una coreografía narcisista donde el yo se erige en centro del universo. No hay convicciones, solo actitudes; no hay ideas, solo sensaciones. El presidente no busca conectar sinceramente con el ciudadano, sino imponer una imagen de éxito y autoridad incuestionable, de carisma manufacturado en laboratorio. Es el gran vendedor de humo de la política española: sabe que la forma puede suplir al contenido y que, en la era del espectáculo, la apariencia es más eficaz que la verdad.

Su puesta en escena recuerda a la de un prestidigitador de feria: un ilusionista que, a base de trucos y sonrisas congeladas, manipula a la audiencia. No hay transparencia, sino truco. No hay debate, sino encantamiento. Como diría Umberto Eco, la imagen ha sustituido al referente; el signo se ha vuelto autosuficiente. El cuerpo de Sánchez es ya un significante sin contenido: representa el poder, aunque esté vacío de sustancia. Foucault estaría orgulloso: su corporalidad es un dispositivo de control escénico. Y Baudrillard aplaudiría el simulacro: no hay poder, solo su representación, repetida hasta la náusea.

Rasgos de psicopatía política: el narcisismo como doctrina

Por si fuera poco, el “tumbao” de Sánchez encierra, según muchos analistas, rasgos de la llamada “psicopatía política”: ausencia de culpa, desprecio por la verdad, frialdad emocional, capacidad de manipulación y una tendencia enfermiza a la mendacidad. El Dr. Robert Hare lo describió a la perfección: los psicópatas no ven problema en mentir, porque carecen de remordimiento. ¿Prometió no pactar con Bildu? Pactó. ¿Juró no aliarse con separatistas? Se alió. ¿Defendía la igualdad ante la ley? Ha promovido leyes asimétricas. ¿Y pedir disculpas? Jamás. ¿Admitir error? Nunca. En su universo, la verdad no existe; solo el discurso.

El “tumbao” es, pues, la declaración corporal de quien se sabe impune, de quien solo rinde cuentas a su propio reflejo. Es la altivez del que se siente por encima de todos, la pose de pasarela del que exige obediencia, no empatía. Como si siguiera la propaganda goebbelsiana aplicada al gesto: repetir una pose mil veces hasta que parezca natural, inevitable, legítima.

El cuerpo como arma política: el simulacro perpetuo

El cuerpo, decía Bourdieu, es el primer campo de batalla simbólica. Y el de Sánchez es un arma política: comunica dominio, distancia, desprecio elegante. No busca empatía, sino sumisión. En el universo de Pedro Sánchez, no hay hechos, solo representaciones; no hay verdad, solo escenificación. Guy Debord lo advirtió: vivimos en la sociedad del espectáculo, donde el poder se ejerce a través de la imagen, el slogan y el gesto que suplanta al pensamiento.

Sánchez no gobierna España: la representa. Pero no como símbolo de unidad nacional, sino como avatar vacío de un régimen de autoafirmación narcisista y vaciamiento institucional. Su “tumbao” no es una simple anécdota: es la condensación semiótica del simulacro. El marketing de sí mismo ha sustituido al liderazgo; el estilismo, al pensamiento.

Y mientras la nación se desangra, el sátrapa narcisista sigue desfilando, jactancioso sobre las ruinas, con el paso firme del que nunca mira atrás, porque su único norte es su reflejo. En la España del contoneo presidencial, la verdad se retira, la razón se silencia y el poder se pavonea.


¿Alguien tiene todavía alguna duda? Pedro Sánchez, ese santo varón de la política española, es la encarnación perfecta del simulacro: un líder que, entre lágrimas, abrazos en claros de bosque y “tumbaos” de pasarela, ha elevado la representación a la única realidad posible. Un mártir incomprendido, rodeado de canallas, perseguido por zombis mediáticos, idolatrado por fieles nostálgicos y, sobre todo, dueño absoluto de la coreografía nacional.

¡Bendito sea el contoneo del santo varón!


Añadido final: La trágica comedia de un santo varón en tiempos modernos

Y mientras tanto, España observa, entre el asombro y la resignación, cómo su “santo varón” se pavonea, se abraza con fantasmas y se desliza con ese “tumbao” que es ya un símbolo más potente que cualquier discurso. Porque, al fin y al cabo, ¿qué es la política sino un teatro donde el poder se mide en gestos, en imágenes, en apariencias? Pedro Sánchez ha entendido eso mejor que nadie: ha convertido su liderazgo en un espectáculo perpetuo, en una tragicomedia donde él es a la vez protagonista, director y víctima.

Y así seguirá, contoneándose, abrazando sombras, esquivando críticas y navegando en un mar de contradicciones, porque ese es el destino del santo varón moderno: ser idolatrado y vilipendiado, amado y odiado, pero nunca ignorado. Un hombre que, pese a todo, insiste en que quiere lo mejor para España, aunque su “tumbao” al caminar diga justo lo contrario.

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