“Para eso hay jueces…”: Desconfianza, Estado de Derecho y la urgente necesidad de una Constitución que limite al poder

CAROLUS AURELIUS CALIDUS UNIONIS
El molino Sanssouci: una leyenda que desenmascara al poder
Cuenta una leyenda que el rey Federico II de Prusia, harto de un molino que afeaba la vista y el ambiente de su palacio de verano en Potsdam, intentó comprarlo a su dueño, el molinero de apellido Sanssouci. Ante la negativa de éste, el monarca lo amenazó con destruirlo sin pagarle nada. El molinero, lejos de amedrentarse, replicó: “para eso hay jueces en Berlín”. Contra todo pronóstico, los jueces dieron la razón al molinero, defendieron la ley frente al capricho del rey y detuvieron la demolición, obligando a indemnizar al ciudadano.
Esta anécdota, más allá de su veracidad histórica, encierra una lección universal: la justicia debe ser el último refugio de los débiles frente a los fuertes. El tribunal independiente es la única esperanza frente a la arbitrariedad, sea esta la de un monarca, un gobierno o una mayoría parlamentaria.
Desconfianza y control: el verdadero espíritu de la democracia constitucional
En España, las expresiones “confiar” y “tener fe” se confunden a menudo. Pero confiar implica esperar coherencia y lealtad; tener fe es creer sin pruebas, por pura autoridad. Durante décadas, los españoles alternaron entre la confianza y la fe en sus representantes. Hoy, sin embargo, reina la desconfianza. No es casualidad: la “casta política” se ha ganado a pulso el desprecio ciudadano. La percepción generalizada es que el “interés general” es en realidad el interés de una oligarquía extractiva que, a través de una red de caciques, perpetúa su poder y privilegios.
El Estado, lejos de ser un instrumento al servicio de todos, se percibe como un ente improductivo, dominador y depredador, que vive a costa de quienes no forman parte de la casta. Comerciantes, trabajadores, empresarios y campesinos son víctimas de un sistema que premia la sumisión y castiga la excelencia.
En España, la confianza en los representantes públicos se ha ido transformando progresivamente en desconfianza generalizada. La percepción dominante es que el “interés general” es una coartada para el beneficio de una casta política parasitaria y de una oligarquía extractiva que controla el Estado y perpetúa sus privilegios a través de redes clientelares, caciques y favores.
La desconfianza, lejos de ser un defecto, debes ser la base de toda arquitectura constitucional que aspire a limitar el poder. Montesquieu, Locke y los padres fundadores de Estados Unidos lo entendieron bien: el poder político tiende siempre a concentrarse, nunca a dividirse voluntariamente. Por ello, la única garantía de libertad es un sistema de contrapesos, donde cada poder vigile y limite a los demás.
El modelo estadounidense: Constitución como límite al poder
La Constitución de EE.UU. fue diseñada como un dique de contención contra la concentración de poder estatal, priorizando la protección de los ciudadanos frente a la expansión gubernamental. A diferencia de los sistemas donde la ley regula la conducta individual, su enfoque es único: limitar al gobierno mediante poderes enumerados, no a las personas. Este diseño refleja una filosofía radical: el Estado no otorga derechos, sino que los reconoce como inherentes, y su única legitimidad surge del consentimiento ciudadano.
Claves del modelo:
- Poderes enumerados: El gobierno federal solo puede ejercer competencias explícitamente delegadas por la Constitución. Cualquier acción fuera de este marco se considera ilegítima.
- Separación estricta de poderes: Un sistema de contención y equilibrio que impide que alguno de los poderes del estado domine a las otros, garantizando que «el poder frene al poder».
- Previsibilidad jurídica: Las sentencias judiciales deben ajustarse a criterios objetivos, no a caprichos ideológicos o presiones políticas.
Mientras en EE.UU. la Constitución actúa como escudo ciudadano, en España el Estado se ha acabado conviertiendo en un violador sistemático de derechos. Ejemplos como la politización del CGPJ o las críticas públicas de miembros del gobierno a determinadas sentencias judiciales revelan una dinámica inversa: aquí, la ley suele ser un instrumento del gobierno para imponer agendas, no un límite. La desconfianza de los españoles en las instituciones contrasta con el principio estadounidense de que «un gobierno limitado es la mejor garantía de libertad».
El modelo estadounidense demuestra que una Constitución no es un manual para gobernar a ciudadanos, percibidos como siervos, sino una camisa de fuerza para el poder. España, en cambio, sigue atrapada en una lógica donde la justicia y las leyes sirven más a intereses partidistas que a la protección de los débiles. Como han advertido muchos pensadores, sin límites estructurales al poder, la democracia se convierte en tiranía electiva
La función del gobierno: proteger, no dominar
El gobierno legítimo tiene tres funciones esenciales, todas relacionadas con el uso de la fuerza para proteger los derechos individuales:
- La policía, para defender a los ciudadanos decentes y perseguir a los criminales.
- Las fuerzas armadas, para evitar invasiones extranjeras.
- Los tribunales de justicia, para resolver litigios con leyes objetivas.
Así nació el sistema estadounidense de “checks and balances”, contención y equilibrio cuyo hallazgo incomparable fue la creación de una Constitución como límite al poder del gobierno, no de los ciudadanos. La Constitución de los EE.UU. no reglamenta la conducta privada, sino la del Estado; no es una carta de privilegios para el poder, sino una carta de derechos para la protección de los ciudadanos.
España: de Estado protector a Estado depredador
En España, la realidad es la contraria: el gobierno, en vez de proteger los derechos de los ciudadanos, se ha convertido en su principal violador. Legisla arbitrariamente, utiliza la coacción a su antojo y convierte la ley en un instrumento de control y miedo. La inseguridad jurídica y la arbitrariedad son la norma, y la ley se interpreta según la conveniencia de los burócratas y de la casta en el poder.
El Estado como amenaza: de protector a opresor
Para que un Estado corrupto sobreviva, necesita cómplices: burócratas, jueces, medios de comunicación y votantes subsidiados. Así lo denunció Joaquín Costa hace más de un siglo, y nada ha cambiado. La casta parasitaria que gobierna España evita la presencia de los mejores en los puestos clave y bloquea cualquier intento de regeneración. El resultado es una sociedad que clama por una “terapia de choque”, por “cirujanos de hierro”, de «cincinatos» que instauren un sistema basado en la desconfianza y la estricta separación de poderes.
La división de poderes, sin embargo, es una quimera en España. El poder político tiende siempre a concentrarse. Quien lo ostenta lo consolida y lo expande; quien lo pierde, lo recupera a toda costa. Nadie lo comparte voluntariamente. En la práctica, los ricos financian campañas y medios, decidiendo quién puede competir en la arena política. El voto popular se reduce a elegir entre opciones seleccionadas por una oligarquía de gente poderosa, adinerada, que gobierna en la sombra. El poder judicial, dependiente de los partidos, es casi nulo: sus miembros son designados por negociaciones entre facciones políticas, y su margen de maniobra es mínimo.
El poder judicial, lejos de ser independiente, es rehén de los partidos. Sus miembros son designados por negociaciones políticas, y su margen de maniobra es mínimo. Los jueces dependen de los políticos, y estos de quienes financian y publicitan sus campañas.
El Estado de derecho: la justicia como esperanza de los débiles
La verdadera esencia del Estado de derecho es la posibilidad de que el poder sea controlado y limitado. El control judicial del poder legislativo y ejecutivo es esencial para evitar la impunidad de quienes ostentan el poder, ya sea por cargo, familia o influencia. Los jueces deben tener libertad e independencia para juzgar a todos por igual, sin presiones políticas ni interpretaciones impuestas desde el gobierno.
La justicia debe ejercerse con autocontención, evitando la judicialización de la política, pero es aún más grave la colonización de los tribunales por el poder político. Nunca ha existido una dictadura judicial, pero sí muchas dictaduras que han utilizado a jueces serviles para afianzar su poder.
Los ataques públicos de miembros del gobierno a jueces y magistrados, son inaceptables y socavan la única arma que tiene la justicia: su autoridad moral y su independencia. Nunca se olvide que, la única fuerza del poder judicial es la confianza y el respeto a su independencia.
Hacia una nueva Constitución: la desconfianza como arma cargada de futuro
Si el régimen actual algún día colapsa o es derrocado, la nueva Constitución debería estar guiada por la desconfianza. Hay que aplicar la presunción de culpabilidad a gobernantes, legisladores y jueces, y crear mecanismos de control y contrapesos que impidan la violación sistemática de los derechos individuales. La voluntad de poder es demasiado tentadora para permitir que actúe sin límites.
El nuevo texto constitucional debe eliminar los incentivos a la corrupción, regular estrictamente la financiación de partidos y sindicatos, eliminar subvenciones sin control y prever mecanismos de control social sobre las instituciones. Solo así se evitarán los conflictos de intereses y se devolverá el poder a los ciudadanos.
Conclusión: “Para eso hay jueces en Berlín”
La leyenda del molinero Sanssouci sigue siendo un símbolo vigente: la esperanza de que, incluso frente al poder absoluto, exista un tribunal verdaderamente independiente que proteja al débil frente al fuerte. Pero esa esperanza solo será real si la Constitución y las instituciones están diseñadas para limitar el poder, no para consolidarlo.
La desconfianza es un arma cargada de futuro.
Solo desde la desconfianza, desde el control y la limitación estricta del poder, podrá España dejar atrás la oligarquía y el caciquismo como formas de gobierno y conquistar, por fin, la libertad y la justicia para todos.