La risa encarcelada, la palabra vigilada y el pensamiento proscrito: represión global, de Ankara a Bruselas, de Teherán a San Francisco

En el siglo XXI, pensar libremente se ha convertido en un acto de resistencia. Da igual si el lápiz lo empuñan unos humoristas en Turquía, una periodista en Londres, un reportero en Nigeria o un escritor incómodo en Francia, España o Estados Unidos: el resultado es el mismo. Ostracismo, demonización, censura, cancelación, juicio o encierro. La vieja lucha por la libertad de expresión ya no se libra sólo contra dictaduras explícitas: se libra también contra democracias zombificadas, donde el pensamiento disidente es tratado como enfermedad, y la palabra incómoda como herejía.

Turquía: viñetas convertidas en delitos

Los caricaturistas de la revista LeMan han sido detenidos por publicar una viñeta interpretada (arbitrariamente) como una ofensa al profeta Mahoma. El humor gráfico, herramienta ancestral para criticar el poder, ha sido perseguido con toda la maquinaria de un Estado que no tolera ni el símbolo, ni la ironía, ni el desacuerdo. La escena, en la que un musulmán y un judío se dan la mano bajo un cielo de bombas, fue interpretada como una burla a figuras sagradas. Lo que era una denuncia de la guerra, fue transformado en sacrilegio.

LeMan, heredera del espíritu de Charlie Hebdo, ha sido vilipendiada, acosada y ahora criminalizada. Sus oficinas atacadas, sus empleados esposados y humillados públicamente. El delito: no encajar en el molde del islamismo institucionalizado.

Sumemos a ello el caso de Fatih Altayli, periodista detenido por recordar que en la historia otomana, cuando un sultán perdía el apoyo del pueblo, era depuesto o estrangulado. Una metáfora histórica convertida en amenaza por un poder que se sabe frágil, inseguro, ilegítimo. Erdogan se ha apropiado de la figura del Estado y quien critica la historia es acusado de sedición.

Pero el problema no termina en Ankara. Ni siquiera en el mundo islámico. Porque la obsesión por el control del pensamiento, por la represión de la sátira y por el silenciamiento de lo disidente es hoy una pandemia global.

Irán: chantaje con sangre

En Teherán, la disidencia se castiga con cárcel o muerte. En el exilio, con el secuestro de familiares. La periodista de Iran International, con sede en Londres, recibió un ultimátum: “Renuncia o tu familia pagará las consecuencias”. No es solo represión. Es terrorismo de Estado a través del afecto. Tortura emocional sistemática.

“Este acto atroz de toma de rehenes marca una peligrosa escalada en la campaña del régimen para silenciar la disidencia”, denunció el canal. Irán ha convertido el lazo familiar en instrumento de chantaje, el hogar en trinchera emocional.

Más de 95 periodistas fueron encarcelados en Irán tras las protestas por la muerte de Mahsa Amini. Hoy, muchos siguen detenidos. Otros han desaparecido. Las mujeres periodistas, especialmente, son blanco doble: por hablar y por ser.

Nigeria: silenciar la verdad a balazos

En Nigeria, los periodistas que informan sobre masacres y violencia interétnica son perseguidos por los propios organismos estatales que deberían protegerlos. El caos político y religioso se ha convertido en coartada perfecta para acallar voces. La violencia es estructural, sí, pero también estratégica. Sirve para gobernar entre ruinas y perpetuar el miedo.

La represión en Nigeria tiene el rostro de la negligencia, del desgobierno, del abandono. Muchos reporteros han sido atacados por revelar cifras de víctimas superiores a las oficiales o por entrevistar a testigos incómodos. La verdad, allí, también es enemiga del poder.

Europa y EEUU: la represión cortés de las democracias cansadas

Y aquí conviene alzar la voz con más fuerza aún: la libertad de expresión también agoniza en Europa, en Estados Unidos, en Canadá, en Australia, aunque no se hable de ello con la misma contundencia. El arma ya no es la prisión ni la tortura (salvo excepciones), sino la cancelación, la difamación, el ostracismo y la censura indirecta.

Basta con hacer preguntas incómodas sobre la inmigración masiva, cuestionar los dogmas del feminismo de tercera ola, mostrar escepticismo ante las políticas climáticas radicales, denunciar la islamización de ciertos barrios europeos o advertir sobre la erosión de las libertades individuales en nombre del “bien común” y la “diversidad”.

La consecuencia: despidos, bloqueos en redes, demonización mediática, campañas de difamación, ruina profesional y, en ocasiones, procesos judiciales surrealistas por “delito de odio”. El pensamiento crítico se reprime en nombre de una moral artificial impuesta desde las élites políticas, mediáticas y académicas. Es la damnatio memoriae posmoderna: la eliminación simbólica del disidente.

En Francia, Marine Le Pen ha sido condenada a cuatro años de cárcel (dos en suspenso) e inhabilitación electoral por mostrar imágenes de crímenes yihadistas.

En Alemania y Reino Unido, artistas y escritores han sido censurados por hablar del islam o del transactivismo radical.

En España, se persigue judicialmente a tuiteros, escritores y humoristas bajo la Ley Mordaza, mientras se ampara a quienes promueven la violencia callejera si es de “izquierdas”.

Y todo esto se produce con el aplauso cómplice de los medios, que ya no informan: adoctrinan. Que ya no investigan: silban. Que ya no defienden libertades: obedecen. Una prensa zombificada, en palabras de Timothy Snyder: aparentemente viva, pero sin alma.

¿Qué une a Ankara, Teherán, Lagos, París y San Francisco?

Una verdad incómoda: el poder ya no soporta ser interpelado. El poder se siente divino, sagrado, incuestionable. Y por tanto, el humor es blasfemia, la crítica es terrorismo, el pensamiento libre es patología.

La libertad de prensa no se destruye de golpe. Se ahoga poco a poco. Con leyes ambiguas, con linchamientos digitales, con campañas de difamación, con algoritmos, con miedo, con silencios. Con la cultura del agravio perpetuo y el miedo al “qué dirán”.

La autocensura es hoy la forma más eficaz de represión. Se escribe con miedo, se dibuja con temor, se opina con el freno puesto. Porque el periodista sabe que detrás de cada palabra puede venir una denuncia, una campaña, una amenaza, un linchamiento.

Conclusión: callar es complicidad

Los dibujantes de LeMan no están solos. Fatih Altayli no está solo. La periodista iraní no está sola. Los reporteros nigerianos no están solos. Pero cada vez están más rodeados.

Porque la tiranía del siglo XXI no necesita un dictador con bigote ni un campo de concentración. Le basta con una fiscalía obediente, una red social filtrada, un grupo de activistas fanáticos y un algoritmo censor. La libertad muere de pie, pero su cuerpo se entierra entre aplausos.

O nos plantamos y defendemos el derecho a ofender, a disentir, a pensar en voz alta…

…o mañana el que sea perseguido por una viñeta, una frase o una duda serás tú.

Y no, no se trata solo de libertad de prensa. Se trata de proteger ese fino hilo que mantiene unidas a las sociedades democráticas: el derecho a decir la verdad, incluso cuando incomoda.


Carlos Aurelio Caldito Aunión
Cuando el trazo, la palabra o el pensamiento libre se criminalizan, el crimen es el poder.

“En tiempos de mentira universal, decir la verdad es un acto revolucionario.”
George Orwell

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