La mentira y el insulto: recursos habituales en el discurso político y la lógica perversa del recurso a la falacia

CARLOS AURELIO CALDITO AUNIÓN
El debate político actual, especialmente en las sociedades occidentales, se ha vuelto cada vez más fanatizado, crispado y superficial. Entre las críticas más frecuentes dirigidas a la izquierda y al movimiento “woke”, destaca la acusación de utilizar la mentira, el insulto y la manipulación como herramientas sistemáticas para desacreditar a sus adversarios y para imponer su visión del mundo. Este artículo analiza en profundidad el fenómeno, sus raíces, su eficacia, las consecuencias sociales y morales, y los mecanismos lógicos y retóricos que lo sustentan, integrando aportaciones de filósofos, politólogos y estudiosos del discurso.
El discurso de la izquierda: mentira, insulto y polilogismo
Las propuestas progresistas de la llamada izquierda no solo carecen de legitimidad, sino que están sistemáticamente basadas en la mentira, en diagnósticos falsos de la realidad y en una visión absolutamente distorsionada de la historia de la Humanidad. El “polilogismo” —la creencia en múltiples lógicas según la clase social a la que se pertenezca, el sexo, la raza, o cualquier otra circunstancia personal, etc.— representa no solo un fracaso de la inteligencia, sino una renuncia a la razón, al pensamiento lógico y a la verdad objetiva.
En las mentiras e insultos de la izquierda, por mucho que ésta se arrogue una posición de superioridad moral y quienes a ella se adscriben pretendan convertirse en “los nuevos gestores de la moral colectiva”, subyacen vicios universales: envidia, arrogancia, falta de humildad, el deseo de mal para quien tiene éxito o es capaz de crear riqueza, etc. Los llamados «siete pecados capitales»: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza… Todo ello conduce, inevitablemente, a la “igualación en la mediocridad, en la pobreza”, acompañada de restricciones y supresión de derechos y libertades, en nombre del bien común y en beneficio de la mayoría. Así, bajo el disfraz de la “bondad extrema”, se ocultan auténticas maldades, ejecutadas —según proclaman— “por nuestro bien”, aunque nadie les haya pedido ayuda.
El fenómeno “woke”: mentira, insulto y cancelación
En la política identitaria contemporánea, el movimiento “woke” ha adquirido un protagonismo singular. Surgido, supuestamente, con la intención de denunciar y combatir injusticias sociales, racismo, sexismo y otras formas de discriminación, ha derivado en la mayoría de los casos hacia prácticas que recurren fundamentalmente a la mentira, el insulto y la cancelación sistemática de los disidentes.
El “woke” no solo emplea etiquetas descalificadoras (“racista”, “transfóbico”, “fascista”, “machista”, etc.) para silenciar a quienes discrepan, sino que utiliza estrategias de presión social y mediática para borrar a los adversarios del espacio público. No se busca refutar argumentos, sino anular la presencia misma del disidente, condenándolo al olvido, a la “damnatio memoriae” y, en última instancia, a la llamada “muerte civil”: la imposibilidad de ejercer derechos fundamentales como la libertad de expresión, el acceso al trabajo o la participación en la vida pública.
En las sociedades occidentales, supuestamente civilizadas, libres y abiertas, el asesinato físico está mal visto. Sin embargo, la cancelación y el linchamiento mediático, social y profesional operan como formas modernas de exclusión y destrucción de determinados ciudadanos. Así, la mentira (en forma de distorsión deliberada de hechos, intenciones o palabras), el insulto (como arma de desprestigio y deshumanización) y la cancelación (como mecanismo de ostracismo) constituyen los pilares de una estrategia que pretende imponer una ortodoxia ideológica y silenciar cualquier disidencia.
Este fenómeno ha sido ampliamente documentado en la literatura contemporánea sobre cultura de la cancelación, libertad de expresión y nuevas formas de censura social, y representa un desafío crucial para la salud del debate democrático y la convivencia pluralista.
Insulto e intolerancia como estrategia política
El discurso político actual está plagado de insultos y ataques personales. Es muy común que los políticos insulten a sus adversarios o a quienes piensan diferente. Esto no es casual: el insulto se utiliza de forma deliberada para provocar conflicto con el oponente y, al mismo tiempo, para ganarse el apoyo emocional de sus seguidores.
Lo ideal sería que los políticos optaran por la conciliación y la tolerancia, mostrando respeto por las ideas, creencias o costumbres de los demás, aunque sean diferentes o contrarias a las propias. Un discurso respetuoso, cordial, y considerado sería mucho más beneficioso para el diálogo democrático. Sin embargo, en la práctica, la intolerancia domina el discurso de una gran parte, si no la mayoría, de quienes hacen profesión de la política.
Como señalan Chilton y Schäffner (2000), el lenguaje político suele estar orientado al enfrentamiento… y rara vez busca la conciliación. El insulto es una expresión fuerte de la intolerancia, una forma de violencia encubierta en la palabra, un asalto verbal al adversario, pero también una estrategia discursiva de gran efecto. Con el insulto se busca no solo descalificar, agraviar y provocar al otro, sino incluso anularlo como interlocutor, lo que implica en algunos casos inhabilitarlo como actor o contrincante político.

El discurso falaz y sentimentalista de la izquierda “progresista”
Como subraya Ricardo García Damborenea en su Diccionario de falacias, el discurso de la izquierda “progresista” recurre sistemáticamente a argumentos falaces para descalificar al adversario y evitar el debate racional. Entre los recursos más habituales destacan:
- La falacia ad hominem: Se ataca personalmente al oponente en lugar de refutar sus ideas. Así, cualquier crítica es respondida con etiquetas como “racista”, “machista”, “fascista” o “homófobo”, sin entrar en el fondo del asunto, buscando que el adversario calle o quede desacreditado ante la opinión pública.
- La falacia ad populum: Se apela a la opinión de la mayoría, como si el hecho de que algo sea popular o esté de moda lo hiciera automáticamente verdadero, ignorando la necesidad de argumentos sólidos.
- La falacia ad baculum: Se recurre a la amenaza, la presión social o el miedo para imponer una opinión. Esto se manifiesta en la cancelación, el linchamiento mediático o el miedo a ser señalado y marginado por expresar ideas disidentes.
- La falacia ad verecundiam: Se apela a la autoridad o al prestigio de ciertas figuras o instituciones para dar por válida una afirmación sin analizar sus fundamentos. Se citan “expertos” o “referentes” ideológicos para cerrar el debate, en vez de argumentar con datos y razones.
- La falacia ad misericordiam y otras apelaciones emocionales: Se manipulan los sentimientos del público, presentando a ciertos colectivos como víctimas absolutas y a los disidentes como monstruos sin empatía, desviando así la atención del debate racional.
A estas y otras falacias se suma el sentimentalismo tóxico, una estrategia que consiste en apelar constantemente a las emociones para manipular a la opinión pública. Se busca conmover, escandalizar o provocar indignación, en lugar de razonar. Este recurso va acompañado de la tendencia a tratar al público como si fueran niños o adolescentes, simplificando los argumentos, evitando la complejidad y presentando los problemas sociales como si tuvieran soluciones fáciles y evidentes. Así, se infantiliza a los ciudadanos, se les aleja del pensamiento crítico y se los convierte en un público pasivo, más fácil de manipular, un rebaño fácil de pastorear.
En definitiva, el discurso progresista no solo abusa la mentira y del insulto, de las falacias lógicas, sino que también recurre al sentimentalismo y a la infantilización de la sociedad. Todo ello contribuye a empobrecer el debate público, a sustituir la razón por la emoción y a consolidar una cultura política donde la manipulación y el engaño prevalecen sobre la argumentación honesta y el respeto a la inteligencia del ciudadano.
La mentira en la propaganda y la publicidad
¿Por qué la propaganda política y la publicidad recurren a la mentira? ¿Hasta qué punto coinciden los objetivos que pretenden aquéllas y ésta? ¿Qué es la mentira, cómo opera y cómo podemos ponerla al descubierto? Todos estos interrogantes encuentran respuesta en el libro de G. Durandin.
Según Durandin, «el papel de la propaganda y la publicidad es el de ejercer una influencia y, sólo accesoriamente, brindar informaciones». Con tales propósitos, ambas recurren frecuentemente a la mentira. En palabras de Durandin, «la mentira consiste en dar voluntariamente a un interlocutor una visión de la realidad diferente de la que uno tiene por verdadera». Esta deformación sistemática de la realidad se orienta a modificar las opiniones y conductas del interlocutor mediante la manipulación de signos y no de fuerzas. La ventaja de este procedimiento sobre el ataque directo es que, por hipótesis, el interlocutor no sabe nunca que se le está atacando. La mentira, en consecuencia, es un arma que puede ser empleada por cualquiera que pretenda colocar a su adversario en situación de debilidad relativa.
El problema adquiere hoy especial trascendencia, porque la organización de la propaganda y la publicidad se encuentra en manos de profesionales, y cuando éstos recurren a la mentira, vuelcan en ello toda su competencia. De ahí la oportunidad de obras como la de Durandin, orientada fundamentalmente a dar a conocer los distintos tipos y procedimientos de la mentira en los medios de comunicación, constituyendo una invitación a la resistencia crítica frente al engaño cotidiano.
Falacias lógicas: análisis y fuentes según Ricardo García Damborenea
Ricardo García Damborenea, en su Diccionario de falacias ofrece un análisis profundo sobre cómo los argumentos falaces proliferan en el discurso político y social, afectando la calidad del debate público.
Las falacias son formas de argumentación que, aunque adoptan la apariencia de un argumento válido, inducen a aceptar proposiciones que no están debidamente justificadas. El término falacia proviene del latín fallatia (engaño) y es sinónimo de sofisma, palabra griega que designa el argumento engañoso. Damborenea subraya que la terminología es imprecisa, ya que mezcla errores de razonamiento involuntarios con maniobras deliberadas para engañar, distraer o descalificar al adversario.
García Damborenea identifica cuatro grandes fuentes de error de las que derivan todas las falacias:
- Abandonar la racionalidad: No escuchar argumentos contrarios, recurrir a la autoridad o a la fuerza, disfrazar la realidad con ambigüedades, responder con ataques personales o desviar la cuestión con pistas falsas.
- Eludir la cuestión en litigio: Abandonar el tema central para introducir otro debate, característico del ataque personal, la falacia casuística, la pista falsa y las apelaciones emocionales.
- No respaldar lo que se afirma: Eludir la carga de la prueba, hacer afirmaciones gratuitas o recurrir a la petición de principio.
- Olvidos y confusiones: Olvidar alternativas, confundir conceptos esenciales y accidentales, generalizar a partir de datos insuficientes o confundir reglas y excepciones.
Damborenea advierte que señalar a alguien como falaz suele ser contraproducente, pues genera hostilidad y rara vez corrige el error. Recomienda, en cambio, reconstruir el argumento y mostrar sus carencias de forma clara y comprensible para la audiencia, utilizando ejemplos sencillos y evitando tecnicismos innecesarios.
La democracia representativa y el deterioro del debate público
El filósofo Jason Brennan, en su libro Contra la democracia, sostiene que los regímenes de democracia representativa han demostrado no ser el mejor sistema para elegir a los más sabios, justos o competentes para gobernar y gestionar los asuntos públicos. Según Brennan, lejos de fomentar la elección de los mejores, la democracia tiende a premiar la demagogia, el populismo y la manipulación emocional, más que la razón o la excelencia.
Brennan subraya que, en lugar de promover ciudadanos informados y responsables, la democracia ha contribuido a que la sociedad se vuelva cada vez más fanática, intolerante y hostil al diálogo. Los ciudadanos, lejos de buscar la confrontación sana de ideas y opiniones, rehúyen el debate racional y se refugian en la agresividad verbal, el insulto e incluso, en algunos casos, la violencia física. Así, la democracia representativa ha terminado por alimentar el enfrentamiento, la irracionalidad, el fanatismo, en vez de la deliberación y el entendimiento.
Esta deriva fue anticipada, hace mucho tiempo, por el filósofo español Averroes, nacido en el siglo XII, que resumió el mecanismo que mueve a las masas y a los individuos en una ecuación sencilla pero profunda: la ignorancia conduce al miedo, el miedo al odio, y el odio empuja a la violencia.
En resumen, cuando la sociedad renuncia a la razón y al conocimiento, lo que surge es el miedo irracional, que pronto se transforma en odio y, finalmente, en violencia contra el adversario.
Así, el deterioro del debate público y el auge del insulto y la mentira en la política no son solo una cuestión de estilos, sino el resultado de un sistema que ha dejado de valorar la verdad, la excelencia y la convivencia racional, para abrazar la manipulación, el fanatismo y la confrontación permanente.
Consecuencias sociales y políticas
El abuso de insultos, etiquetas y falacias tiene consecuencias negativas:
- Desgaste del lenguaje: Cuando todo adversario es «fascista», «homófobo», «xenófobo»… o «racista», los términos pierden su capacidad de describir realidades graves.
- Empobrecimiento del debate: La descalificación reemplaza al argumento, dificultando la búsqueda de consensos.
- Fanatización: El uso sistemático del insulto puede reforzar la identidad de grupo y alimentar la fanatización de ambos extremos.
- Modelado de conductas: El insulto y la mentira, como actos de habla, modelan y legitiman conductas verbales descorteses y violentas en la sociedad.
- Cancelación y ostracismo: El fenómeno woke ha institucionalizado la cancelación, condenando a la muerte civil a los disidentes y erosionando los principios básicos de la convivencia democrática.
- Igualación en la mediocridad: Bajo el pretexto de la igualdad y el bien común, la izquierda promueve la nivelación por abajo, la supresión de la excelencia y la restricción de derechos y libertades, todo ello en nombre de una supuesta justicia social que solo conduce a la pobreza, a la precariedad, a la indigencia… y la mediocridad generalizadas.
Epílogo: De la falacia a la oclocracia
Todo lo expuesto hasta aquí —la mentira sistemática, el insulto, la manipulación emocional, la infantilización del público y el abuso de falacias lógicas— conduce, inevitablemente, a la degeneración de la vida política y social que ya denunciaba Aristóteles hace 2.500 años. Para el filósofo griego, la “democracia”, palabra utilizada por él en sentido despectivo, no es más que el gobierno de la muchedumbre, de la masa ignorante y manipulable, incapaz de distinguir el bien común del interés inmediato y pasional. Esta deriva, que más tarde se denominaría “oclocracia”, supone el triunfo de los peores: los menos preparados, los demagogos, los que mejor manejan el sentimentalismo y la manipulación, aupados al poder por una mayoría ruidosa, analfabeta y acrítica.
En la oclocracia, la dictadura de la mayoría se impone sobre la razón, la excelencia y la virtud. Los derechos de las minorías se ven arrasados, la excelencia es castigada y la sociedad se iguala en la mediocridad y la pobreza, todo ello bajo el disfraz de la justicia social y el bien común. La cultura política que desprecia la verdad y el pensamiento crítico, y que prefiere el ruido de la multitud a la voz de la razón, solo puede conducir —como advirtieron los clásicos y demuestra la historia— al empobrecimiento moral, intelectual y material de la sociedad, y a la consolidación de una tiranía disfrazada de democracia.
Como escribió Aristóteles en su Política:
“La democracia, cuando se degenera, se convierte en el gobierno de los pobres y de la muchedumbre, y no en el gobierno de la ley. Por eso, en la democracia, todo se decide por la fuerza de la mayoría y no por la razón.”
Así, el discurso falaz y sentimentalista de la izquierda “progresista” y del movimiento woke no es solo una anécdota retórica, sino el síntoma y el motor de una profunda crisis de civilización: la sustitución del gobierno de los mejores, la “aristocracia”, por el gobierno de los peores, la oclocracia. Y todo ello, paradójicamente, en nombre del pueblo y de la bondad.
Consideración final: El color del gato y la gran falacia de la mayoría
En última instancia, lo verdaderamente importante en la gestión de lo público no es el color ideológico del gobernante, sino su capacidad real para resolver problemas y mejorar la vida de los ciudadanos. Como dice el viejo proverbio popularizado por Deng Xiaoping, “no importa de qué color sea el gato, lo importante es que cace ratones”. Sin embargo, la “democracia realmente existente”, como señala el filósofo español Gustavo Bueno, dista mucho de ser el menos malo de los sistemas posibles, especialmente si observamos hacia dónde se dirige.
La mayor falacia de nuestro tiempo es la creencia, repetida hasta la saciedad, de que la mayoría siempre tiene razón. Esta idea descansa en la fantasía de que los ciudadanos, por el mero hecho de serlo, vienen al mundo dotados de una especie de ciencia infusa que les permite opinar y decidir correctamente en cualquier circunstancia, aunque estén desinformados, sean absolutamente ignorantes o pertenezcan a esa gran mayoría que se desentiende por completo de lo que ocurre a su alrededor y a la que le importa bien poco quién gobierna, cuál es su programa o las consecuencias de sus decisiones.
Como suele decirse, “No serás un intolerante, ¿no? No me negarás que mi opinión también es importante”.
Pero la realidad es que la opinión informada y el juicio crítico son cada vez más escasos en una sociedad que prima el sentimentalismo, la manipulación y la infantilización del público sobre la razón, el mérito y la excelencia.
Así, la degeneración de la democracia representativa, la oclocracia, no solo iguala en la mediocridad y la pobreza, sino que perpetúa la mayor de las falacias: que la suma de ignorancias puede producir sabiduría, y que la voz de la multitud, por el hecho de ser mayoría, debe imponerse sobre la razón y la verdad. Frente a este panorama, solo cabe reivindicar el valor del mérito, la competencia y la eficacia, y recordar que lo importante no es el color del gato, sino que sea capaz de cazar ratones.
Referencias
- Haidt, J. (2012). The Righteous Mind: Why Good People Are Divided by Politics and Religion.
- Chomsky, N. (2015). On Anarchism.
- Mudde, C. (2019). The Far Right Today.
- Lakoff, G. (2004). Don’t Think of an Elephant! Know Your Values and Frame the Debate.
- Ricardo García Damborenea, Diccionario de falacias.
- Chilton, P., & Schäffner, C. (2000). Politics as Text and Talk: Analytic Approaches to Political Discourse.
- Chumaceiro, C. (2010). El insulto político en Venezuela.
- Sigal, S., & Verón, E. (2003). La violencia y el discurso político.
- Durandin, G. (1995). La mentira en la propaganda y la publicidad. Revista Mexicana de Sociología, 4/95.
- Brennan, J. (2016). Contra la democracia.
- Gustavo Bueno, El mito de la democracia.
- Averroes, citado en múltiples fuentes filosóficas.
- Aristóteles, Política.