“La farsa democrática: de Aristóteles a Bruselas”.

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¿Democracia o farsa?

La oclocracia occidental y el mito de la soberanía popular… los gobernantes son elegidos por los que más fuerte gritan.

El gran embuste democrático

La primera falacia de la llamada “democracia realmente existente” consiste en suponer que la mayoría tiene razón. Detrás de esa premisa se ocultan varias mentiras: que la mayoría está bien informada, que posee criterio propio y que, cuando acude a las urnas, elige con lucidez y sentido de Estado. Nada más lejos de la realidad.

La mayoría vota movida por emociones, impulsos y consignas mediáticas. La propaganda sustituye al juicio, la consigna al razonamiento, la empatía al conocimiento. Los gobiernos resultantes no son el reflejo de una ciudadanía ilustrada, sino de una masa maleable, objeto de manipulación y de ingeniería psicológica. Así, la “democracia” contemporánea degenera en oclocracia, el gobierno de los peores, de los más ruidosos, de los menos instruidos.

Ayn Rand, desde su filosofía objetivista, vio con claridad el núcleo de este engaño: el sistema democrático moderno no es el gobierno del pueblo, sino una ilusión colectiva de participación, un ritual que legitima el poder de minorías organizadas —partidos, lobbies, burócratas, corporaciones— ante una multitud desinformada y emocionalmente dócil.

El ciudadano vota, pero no decide; elige, pero no gobierna; participa, pero no influye. La “soberanía popular” no es más que un espejismo hábilmente sostenido por los aparatos del Estado, los medios de comunicación y las estructuras partidistas que moldean la opinión pública.


Aristóteles, las democracias censitarias y el gobierno de los mejores

En los inicios de las sociedades abiertas, tras la Revolución Industrial, no existía el sufragio universal. Las primeras democracias modernas fueron censitarias, limitadas a quienes acreditaban cierto nivel de educación, propiedad o responsabilidad. Aquello, que hoy se califica de “exclusión”, respondía en realidad a un principio de prudencia: evitar la oclocracia mediante el gobierno de los mejores, de los más capaces y virtuosos.

Aristóteles distinguía entre la democracia como forma degenerada de gobierno —la tiranía de la mayoría— y la politeia, régimen mixto que combina la libertad de los muchos con la excelencia de los pocos. En ese modelo, la participación debía ir unida a la capacidad, el mérito y la experiencia probada de éxito en la gestión de lo público. No se trataba de dar voz a todos indiscriminadamente, sino de asegurar que el poder se ejerciera con conocimiento, responsabilidad y virtud.

La extensión del sufragio universal, impulsada en Europa tras la Primera Guerra Mundial bajo la retórica wilsoniana de la “autodeterminación de los pueblos”, universalizó la ficción democrática: el voto se convirtió en un acto de fe en el propio sistema. Y de esos polvos, estos lodos.


La ley de hierro de la oligarquía

A comienzos del siglo XX, Robert Michels formuló su célebre “Ley de hierro de la oligarquía”, según la cual toda organización, incluso las que nacen con «ideales democráticos», tiende inevitablemente a concentrar el poder en una minoría. La razón es estructural: la complejidad de la administración y la inercia del poder hacen imposible que las masas gobiernen directamente.

Según Michels, las democracias modernas no eliminan las oligarquías, sino que las institucionalizan. Los partidos políticos, nacidos —teóricamente— como vehículos de representación, se transforman en castas burocráticas que actúan en su propio interés. Los líderes se perpetúan gracias al control de la información, la manipulación del discurso y la dependencia económica de sus bases. La voluntad popular se convierte en un recurso retórico vacío al servicio de quienes detentan los mecanismos de la Administración del Estado.

Así pues, el ideal democrático no se corrompe con el tiempo: nace corrompido por su propia estructura. La participación masiva no diluye el poder, lo legitima; no lo reparte, lo consolida.


Contra la democracia: la epistocracia como alternativa

Jason Brennan, en su provocador libro Contra la democracia, retoma esta crítica y la actualiza. Sostiene que el voto universal no garantiza la justicia ni la racionalidad del sistema, sino que multiplica la ignorancia y el sesgo. Las decisiones políticas, argumenta Brennan, deberían tomarlas quienes demuestren competencia, conocimiento y sentido de la responsabilidad pública.

Brennan denomina hobbits a los ciudadanos apáticos, hooligans a los fanáticos ideologizados y vulcanianos a los pocos individuos capaces de razonar con objetividad. La democracia, afirma acertadamente, entrega el destino de las naciones a los dos primeros grupos. Su propuesta de epistocracia —el gobierno de los más competentes— no busca excluir, sino restaurar la racionalidad del poder: que las decisiones colectivas dependan de quienes saben lo que hacen, no de quienes gritan más fuerte.

En el fondo, su argumento coincide con la advertencia aristotélica: el gobierno de todos es deseable solo cuando todos son sabios; en caso contrario, gobernar se convierte en una ruleta emocional donde los demagogos siempre llevan ventaja.


La farsa institucional de la democracia occidental

Las democracias contemporáneas, especialmente en Europa y Norteamérica, han perfeccionado la apariencia de libertad mientras consolidan la esencia de la oligarquía. La burocracia supranacional de Bruselas, la plutocracia de Washington o los complejos partidocráticos de cada Estado repiten el mismo patrón: una estructura de poder impermeable al control ciudadano.

El Parlamento Europeo, elegido por sufragio universal, carece de iniciativa legislativa; la Comisión Europea, no elegida por los ciudadanos, dicta las políticas fundamentales. En Estados Unidos, los grandes grupos económicos y mediáticos definen la agenda política y determinan quién puede llegar al poder. En ambos casos, la “voluntad popular” es un decorado.

La democracia liberal se ha convertido en una tecnocracia legitimada por rituales electorales, donde los votantes son espectadores de decisiones tomadas por burócratas, lobbies y jueces. Las libertades civiles subsisten como fachada; el pluralismo, como retórica vacía; el voto, como placebo.


Estados Unidos: de la república de ciudadanos a la autocracia del miedo

Estados Unidos, autoproclamado “líder del mundo libre”, ilustra el agotamiento del modelo democrático occidental. Su poder global se ha sostenido tanto en su fuerza económica y militar como en su prestigio moral, derivado de su Constitución y de su mito fundacional como tierra de libertad. Pero esa legitimidad se erosiona a medida que su democracia se degrada en fanatización, censura y populismo judicial.

La deriva autoritaria impulsada por Donald Trump —control sobre el poder legislativo y judicial, persecución de la disidencia, deportaciones masivas, recortes a la libertad de prensa y a la cooperación internacional— no hace sino confirmar lo que Michels ya afirmaba: que toda forma de democracia tiende a degenerar en una oligarquía o en una tiranía de partido único.

Un Estados Unidos autocrático no solo perdería su legitimidad moral, sino también su hegemonía internacional. Su ejemplo ya no podría sostenerse como referencia del “mundo libre”, porque ese mundo libre ha dejado de existir.


Europa y la tiranía blanda de Bruselas

En Europa, el proceso es paralelo pero más sutil. La Unión Europea funciona como una maquinaria tecnocrática que ha vaciado de contenido la democracia. La Comisión impone políticas energéticas, fiscales, migratorias y sociales sin debate público ni control ciudadano. El Parlamento Europeo es un foro sin poder real, y las grandes decisiones se toman en despachos inaccesibles.

Bajo la retórica de la integración y los “valores europeos”, Bruselas ha instaurado una tiranía blanda, en la que la censura se disfraza de corrección política, la coacción económica de solidaridad y la ingeniería social de progreso. El ciudadano europeo, despojado de poder real, asiste impotente a la erosión de su identidad cultural, de su soberanía nacional y de sus libertades civiles.


Conclusión: la necesidad de una nueva aristocracia moral

La democracia occidental no está “en decadencia”: simplemente ha llegado a su lógica conclusión. Lo que nació como promesa de libertad y autogobierno se ha convertido en un sistema de control y homogeneización. La soberanía popular ha sido sustituida por la manipulación mediática; el mérito, por la mediocridad; la virtud, por el sentimentalismo.

Frente a ello, no basta con reformar las instituciones: hay que refundar la idea misma de democracia, mejor dicho, de participación ciudadana, sobre bases aristocráticas en el sentido clásico y genuino de la palabra —no de linaje, sino de excelencia moral y racional—. Recuperar el principio de que no todos deben gobernar, sino aquellos que han demostrado capacidad, prudencia y virtud.

Solo una nueva aristocracia moral y epistocrática, sustentada en la responsabilidad, la razón y el mérito, podrá rescatar a Occidente del simulacro democrático en que se consume.

Porque, al fin y al cabo, como advertía Aristóteles, cuando el pueblo gobierna sin sabiduría, el resultado no es libertad, sino servidumbre.

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