Jumilla, Murcia: Cuando defender la identidad se convierte en delito. – ¿Y si hablamos, también, de reciprocidad? España y Europa deberían aprender de Japón.
Carlos Aurelio Caldito Aunión
El Ayuntamiento de Jumilla, en Murcia, ha protagonizado recientemente una decisión que no puede ni debe ser considerada un mero asunto administrativo local, sino un síntoma clarísimo de las tensiones, contradicciones y crisis que padecen España y Europa, y que abren una herida profunda en el tejido social, cultural y religioso de la nación.
Con el apoyo de Vox y el Partido Popular, Jumilla ha aprobado una medida que limita el uso de sus instalaciones deportivas municipales exclusivamente a actividades deportivas o actos organizados por el propio Ayuntamiento, prohibiendo, de facto, mediante esta decisión la celebración pública de fiestas islámicas como el fin del Ramadán y la Fiesta del Cordero en esos espacios municipales. La intención, dicen, de la decisión es «proteger la identidad cultural y las tradiciones españolas», al impedir la consolidación de prácticas culturales consideradas «foráneas» y «ajenas» a los usos y costumbres locales.
La reacción mediática y política no se ha hecho esperar. Medios como El País, lejos de aportar un análisis sereno, han acusado a PP y Vox de «la peor xenofobia ultra», y han alertado sobre cómo estos discursos podrían «infectar la realidad y derivar en violencia». La Conferencia Episcopal Española, notablemente blanda en su tono (como viene siendo costumbre), ha puesto el acento sólo en la defensa de la libertad religiosa constitucional, advirtiendo contra «discriminaciones inaceptables», pero sin cuestionar en ningún momento el marco migratorio, ni la ausencia de reciprocidad cultural, en los países de origen de los musulmanes, que salta a la vista.
De facto, lo que asistimos es a un choque frontal entre el ideal multiculturalista que pretende borrar las raíces cristianas y grecorromanas de España, y la legítima defensa de una identidad cultural y religiosa que ha marcado la historia del país y que está siendo arrinconada, denostada y, ahora, institucionalmente limitada hasta en lo más básico: la libertad de manifestación pública de las propias creencias y costumbres de los españoles, mayoritariamente cristianos.
La hipocresía de la «libertad religiosa» y la ausencia de reciprocidad
Es una ironía cruel que mientras en Jumilla se debate si una comunidad musulmana con apenas 1.500 vecinos puede celebrar rituales públicos, en países de mayoría musulmana —todos bajo pena de delito, cárcel o incluso la muerte— está absolutamente prohibido levantar un templo cristiano, hacer apología públicamente del cristianismo o mostrar símbolos asociados a esta fe. No solo es ilegal, sino que estas acciones pueden acarrear sanciones e incluso la condena a muerte,… y hasta el exterminio sistemático como ocurre en algunos países de los que apenas hablan los medios de información y respecto de los que la Conferencia Episcopal de la Iglesia Española calla o mira para otro lado.
¿Quién puede ignorar que en países como Arabia Saudí, Pakistán, Somalia, Irán o Yemen, el simple hecho de profesar el cristianismo es un riesgo extremo que se paga con cárcel, tortura o muerte? Ni siquiera la educación cristiana en centros de estudio o la celebración pública de la Navidad o la Semana Santa es tolerada. El «respeto» o la tolerancia no existen; es una asimetría brutal que clama justicia y, sobre todo, reciprocidad.
Esa misma reciprocidad que se reclama legítimamente es ignorada o incluso despreciada por sectores que en España, incluyendo la jerarquía eclesiástica, no solo no denuncian con firmeza esta persecución, sino que adoptan posturas en las que el derecho de los musulmanes a celebrar sus fiestas se ensalza mientras se marginan prácticas y símbolos cristianos.
El genocidio silencioso de los cristianos en el mundo musulmán
Pero la tragedia va más allá de la cuestión cultural o identitaria. En países como Nigeria, Burkina Faso o Mozambique, la persecución, el genocidio y el exterminio sistemático de cristianos es una realidad aterradora.
Nigeria, con grupos como Boko Haram y milicias fulani, vive desde hace años una guerra religiosa encubierta donde aldeas cristianas son arrasadas, iglesias incendiadas, y miles de fieles asesinados en matanzas que constituyen un auténtico genocidio religioso. Allí, la indiferencia internacional convive con la terrorífica impunidad y la complicidad parcial de gobiernos locales. Más de 200 cristianos fueron masacrados recientemente en un campamento para desplazados internos, en una brutal demostración de ira y barbarie islamista.
Mozambique también está en una situación de infamia similar, donde yihadistas vinculados al Estado Islámico han extendido el terror en la región de Cabo Delgado. Quema de iglesias, secuestros, asesinatos selectivos y violencia sexual contra mujeres cristianas configuran un cuadro desgarrador, en la antigua colonia portuguesa, que pocos quieren visibilizar. Tampoco la jerarquía eclesiástica española, que debería liderar la denuncia y la exigencia ante estas tragedias, parece estar a la altura de las circunstancias.
Este genocidio no puede ser reducido a una cuestión de “preocupación” o “oración”. Es un crimen de genocidio ambientado en un contexto macabro que exige respuestas claras y contundentes, desde la presión política hasta la movilización internacional.
La actitud de la jerarquía española: un silencio que hiere
Lo más sorprendente y doloroso es la postura tibia —cuando no complaciente— de la jerarquía católica española, que parece haberse instalado en una completa desconexión emocional e intelectual ante la persecución masiva de sus hermanos en la fe. Mientras en Nigeria, Mozambique o Yemen se gesta un exterminio, sus portavoces limitan su respuesta a oraciones, vigilias y mensajes de “preocupación”.
Esta postura, evidentemente «diplomática y pastoral», resulta insultante para quienes sufren en carne propia el martirio. La crítica, la denuncia, incluso con tono sarcástico, no puede ser más certera: seguramente los terroristas yihadistas dejarán de asesinar cristianos por las poderosas “acciones telepáticas a distancia” de los rezos episcopales, o caerán rendidos ante las homilías eclesiásticas que piden “caridad bien ordenada”. Pero la realidad muestra otra cosa: indiferencia institucional eclesial (incluso del Vaticano), que se traduce en una complicidad tácita que mina la fe y la esperanza en la defensa universal de los derechos humanos y la libertad religiosa.
Y, para mayor paradoja, esos mismos líderes eclesiásticos elevan su voz en defensa del derecho de comunidades musulmanas a celebrar públicamente sus fiestas en España, olvidando la falta absoluta de reciprocidad que sufren los cristianos en el mundo islámico. Tal vez el mensaje es claro: mejor proteger rituales foráneos que arriesgarse a enfrentarse a una corriente migratoria cada vez más significativa y que, en muchos casos, se resiste a la integración.
¿Por qué no ocurre lo mismo en otros países? El caso de Japón
Ante el caos social, cultural y religioso que vive Europa, el ejemplo de Japón resalta como un modelo de gestión y prevención. Ahí, la comunidad musulmana es pequeña, dispersa y está bajo un control migratorio estrictísimo. La cohesión social japonesa, su arraigo cultural y las políticas migratorias severas pero claras impiden la formación de guetos o la imposición de normas religiosas que desborden el control estatal.
Japón no tiene problemas islamistas porque no tolera masificaciones dispersas sin integración, mantiene el orden público con firmeza y no permite que se impongan leyes paralelas o costumbres radicales incompatibles con su cultura. Este modelo preventivo, aunque criticado desde sectores favorecedores del multiculturalismo sin límites, aporta soluciones tangibles para asegurar la convivencia y la preservación de la identidad nacional.
Europa, y España en particular, desafortunadamente han optado mayoritariamente por la vía contraria: políticas migratorias laxas, ausencia de exigencias reales de integración, permisividad frente a expresiones de fanatismo y una tibieza institucional que roza la complicidad.
La persecución cultural de la izquierda en España
Por si no fuera suficiente, en muchas zonas de España bajo gobiernos socialistas, comunistas, separatistas y filoterroristas —sin eufemismos—, se ha produce día tras día una persecución ideológica y cultural contra el cristianismo en lo que respecta a los símbolos y socialmente: Se prohíben símbolos religiosos, se margina la celebración de festividades cristianas en el ámbito público, se promueven campañas de burla, befa y mofa sobre la religión mayoritaria de los españoles y se impulsa un laicismo fanático, extremo, que demuestra claramente que ha sido diseñado para arrinconar cualquier expresión de fe cristiana.
Desde las diversas reformas legales para eliminar el delito contra los sentimientos religiosos, hasta la censura de fiestas, o el veto a símbolos en colegios o edificios públicos, el cristianismo afronta una ofensiva cultural cuyo daño a la libertad religiosa es incalculable. Se aplaude la diversidad multicultural, pero se destruye el arraigo judeocristiano que ha hecho posible la civilización occidental y española.
Bien, vayamos concluyendo…
El caso Jumilla es el símbolo más reciente de una crisis que pone en jaque a España y a Europa: la incapacidad o falta de voluntad para defender su identidad cultural y religiosa frente a los retos de la inmigración masiva, el multiculturalismo desordenado y la expansión de creencias incompatibles con sus valores fundacionales.
Jumilla representa una legítima reivindicación de reciprocidad y defensa de la raíz cristiana, pero está siendo demonizada por quienes defienden una identidad diluida, globalista y multiculturalista a toda costa, incluso a costa de la cohesión social y la libertad religiosa en sentido amplio.
La jerarquía católica española debería abandonar esa diplomacia blanda, romper su silencio vergonzante ante el genocidio cristiano y situarse decididamente en defensa de su propia fe y cultura. No se puede seguir rezando con el mando a distancia, telepáticamente, mientras miles de cristianos mueren desterrados, perseguidos y aniquilados. La hipocresía del silencio episcopal solo contribuye a la destrucción paulatina de lo que, supuestamente, pretende proteger.
Para que la civilización judeocristiana-grecorromana no desaparezca en el caos multiculturalista, es necesaria una respuesta clara, contundente, acompañada de políticas migratorias responsables, de integración real y de defensa firme de la libertad de culto y de la identidad cultural.
Sin esto, ciudades y pueblos como Jumilla serán solo la primera parada antes del hundimiento silencioso de una civilización que renuncia a defenderse en su propio terreno.
