Israel ha vencido en el campo militar, pero la guerra no ha terminado. La batalla contra el antisemitismo global todavía está pendiente

VÍCTIMAS DEL TERRORISMO ANTIJUDÍO EN WASHINTONG...

Desde 1982, la teocracia iraní ha prometido públicamente borrar del mapa al Estado de Israel. No se trata de una hipérbole propagandística, sino de una amenaza estratégica acompañada de hechos. Durante más de tres décadas, Irán ha desarrollado un programa nuclear bajo el pretexto de su uso civil, cuando todas las señales —desde la ocultación de instalaciones hasta las declaraciones de sus líderes— apuntan a un objetivo militar: la destrucción de Israel. Y mientras esto ocurría, el mundo, y especialmente Europa, no solo miraba hacia otro lado, sino que facilitaba el proceso: vendía tecnología, cerraba acuerdos energéticos y legitimaba diplomáticamente a un régimen abiertamente genocida en su retórica.

En paralelo, Irán fue tejiendo su red regional de poder: se hizo con el control político y militar de Líbano a través de Hezbollah, intervino decisivamente en la guerra civil siria para sostener al régimen de Assad, instrumentalizó a los rebeldes hutíes en Yemen y financió hasta el último cartucho de Hamás en Gaza. Así fue cerrando, poco a poco, un lazo de horca en torno a Israel. Europa —una vez más— no hizo nada para impedirlo.

El 7 de octubre de 2023, ese cerco se tradujo en un ataque brutal: Hamás, con apoyo logístico de Irán y cobertura de Hezbollah desde el Líbano, asesinó a 1.400 civiles israelíes y secuestró a 255 personas. Y mientras familias enteras esperaban la liberación de sus seres queridos, ninguna capital europea exigió con contundencia a Hamás su devolución. La reacción de Israel fue inmediata y total: se despertó el León de Judá.

La operación militar que siguió fue de una magnitud sin precedentes. Más de 50.000 combatientes palestinos abatidos, la infraestructura militar de Gaza —red de túneles, depósitos de armas, centros de mando— completamente destruida. La cúpula de Hamás fue desmantelada. Dos millones de personas fueron desplazadas como consecuencia de una guerra que Hamás provocó y que Israel, obligado por su derecho a existir, respondió. En Cisjordania, más de 1.200 terroristas fueron abatidos en operaciones de precisión, mientras Hezbollah en Líbano sufrió la destrucción del 80% de su arsenal y la eliminación de buena parte de su dirección militar. El equilibrio político interno libanés se alteró.

La ofensiva israelí debilitó también al régimen sirio, cuya caída se precipitó tras la pérdida de su sostén iraní. Parte significativa del ejército sirio fue desmantelado. En Yemen, después de que los hutíes lanzaran más de 350 misiles contra Israel, las fuerzas israelíes destruyeron tres puertos estratégicos, neutralizando sus capacidades ofensivas. Finalmente, Israel atacó dos veces instalaciones militares y nucleares en territorio iraní, provocando un terremoto político en Teherán. Por primera vez, el régimen de los ayatolás temió seriamente por su supervivencia. La amenaza de una destrucción total de su programa nuclear dejó al régimen tambaleándose.

Israel ha vencido militarmente. No lo dice Israel: lo reconocen sus enemigos. Declaraciones desesperadas de los líderes de Hamás, la bancarrota logística y la huida de mandos lo certifican. Informes del Instituto de Estudios Estratégicos de Jerusalén y análisis de inteligencia occidentales lo corroboran. Ni los túneles, ni el uso sistemático de escudos humanos —documentado incluso por ONG como Human Rights Watch y Amnistía Internacional— pudieron evitar la derrota táctica y estratégica de Hamás.

Israel ha vencido militarmente a Hamás. No hay duda de ello. A pesar de los miles de túneles construidos bajo Gaza, la inversión multimillonaria en infraestructura militar, y el uso sistemático de escudos humanos, Hamás ha sido derrotado en el plano táctico y estratégico. Su ofensiva del 7 de octubre, planificada durante años con ayuda iraní y logística externa, como confirman fuentes de inteligencia occidental y medios especializados, no logró sino despertar al Estado de Israel a la conciencia brutal de que la coexistencia con una amenaza genocida no es viable, tal como reconoció el propio Primer Ministro Netanyahu en sus declaraciones de octubre de 2025.

Pero hay una guerra más ardua, más insidiosa y más peligrosa: la del discurso. La del cerco diplomático. La del aislamiento cultural. La demonización sistemática de Israel en los foros internacionales, en los campus universitarios, en las redacciones de prensa occidental y en los platós de televisión. La ONU y su Consejo de Derechos Humanos han mostrado un patrón constante de sesgo antiisraelí en sus resoluciones, ignorando sistemáticamente la agresión inicial y centrándose obsesivamente en las respuestas de Israel.

Sin duda, hay un campo de batalla en el que la victoria es más esquiva, más lenta y difícil de consolidar: la guerra de la «narrativa», el cerco diplomático, el aislamiento cultural y la demonización sistemática de Israel en los foros internacionales y en la opinión pública occidental. La ONU y su Consejo de Derechos Humanos muestran en sus resoluciones recientes patrones claros de sesgo contra Israel, lo que refleja esa batalla desigual. Aquí es donde Israel se enfrenta a su adversario más corrosivo: la alianza entre el fanatismo islamista y el progresismo relativista occidental, una alianza paradójica pero eficaz. Mientras el primero enarbola sin tapujos el odio antijudío, el segundo lo disimula tras un lenguaje de derechos humanos selectivos y una solidaridad impostada que jamás se activa ante la limpieza étnica de cristianos en Nigeria —documentada exhaustivamente por Open Doors International en 2024— o la esclavitud contemporánea en Mauritania, denunciada por Human Rights Watch, pero que se desborda en indignación cuando Israel responde a un ataque terrorista.

Esta guerra moral, mucho más peligrosa que la militar, se libra en campus universitarios —como denuncian proyectos de vigilancia del discurso pro-palestino en universidades europeas y norteamericanas—, en platós de televisión, en las resoluciones de la ONU y en los despachos de Bruselas y Washington. Se libra cuando se exige a Israel una proporcionalidad imposible frente a un enemigo que no respeta ninguna ley de la guerra, según los estándares de la Convención de Ginebra; cuando se niega su derecho legítimo a defenderse; cuando se equipara la acción de un ejército democrático con la de una organización yihadista. Se libra cuando se normaliza la apología del terrorismo bajo el disfraz de la lucha anticolonial, fenómeno estudiado en profundidad por la historiadora Bat Ye’or, y cuando se culpa a la víctima por defenderse, santificando al verdugo por morir intentando matar civiles.

“Israel ya ha vencido, como David a Goliat, a todos sus enemigos de la vecindad. Pero los más peligrosos son los falsos amigos occidentales”.

Un amigo israelí me decía hace apenas unas horas, con el peso de una verdad amarga y antigua: “Israel ya ha vencido, como David a Goliat, a todos sus enemigos de la vecindad. Pero los enemigos más temibles, más peligrosos, son los falsos amigos occidentales.” No es exageración: no hay traición más insidiosa que la que se disfraza de alianza, ni puñalada más profunda que la que llega desde quien finge compartir valores mientras socava tus cimientos por conveniencia, cobardía o cálculo geopolítico. Así lo confirman declaraciones confidenciales recogidas por periodistas y analistas políticos en Jerusalén y Washington.

No se trata solo de declaraciones tibias o de resoluciones hipócritas. Se trata de financiar, engordar y cebar al monstruo yihadista con el pretexto cínico de la “ayuda humanitaria”, sabiendo —porque lo saben— que esa ayuda no acaba en manos de la población civil necesitada sino en los arsenales de los grupos terroristas, tal como revelan reportajes periodísticos de The Times y Reuters en 2024-2025. Se trata de mirar hacia otro lado mientras a esos terroristas les llegan armas de fabricación occidental, fondos canalizados por ONG opacas, y legitimación diplomática bajo el disfraz de una causa humanitaria secuestrada por el fanatismo. En suma, una connivencia culpable que finge equidistancia moral mientras exige a Israel rendirse cuando no se lo exigiría jamás a sí misma.

Israel ha vencido. Pero debe prepararse ahora para la batalla más difícil: sobrevivir en un mundo que predica paz mientras abraza a quienes desean su aniquilación.

El asesinato brutal de una pareja judía en Washington D.C. en 2025, por el simple hecho de ser judíos, no puede entenderse al margen de este clima, tal como confirma el FBI y medios norteamericanos. No es un hecho aislado, sino el síntoma trágico y revelador de una atmósfera envenenada. La impunidad del odio antisemita, disfrazado de militancia política, adornado con eufemismos decoloniales y protegido por la tibieza institucional, ha creado un escenario donde matar a un judío puede parecer un acto de justicia ideológica a ojos de ciertos sectores radicalizados. Informes de la Liga Antidifamación (ADL) y análisis críticos de medios europeos y estadounidenses muestran cómo la pasividad de los medios, la ambigüedad gubernamental y la complicidad de líderes de opinión alimentan esta espiral. El crimen de Washington es una advertencia: el veneno de la demonización de Israel ya no mata solo en Oriente Medio. Ya está matando en Occidente.

Ese veneno, que comenzó como difamación en las redes, ya está matando en las calles.

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