Iglesia Católica y globalismo. PRIMERA PARTE.

Mateo Requesens

Ante la inquietud de muchos católicos que me han demandado opinión sobre el papel del Papa Francisco en relación a la Agenda 2030, me ha parecido oportuno iniciar esta nueva serie de entregas sobre la agenda globalista pero ahora centrada en su relación con al Iglesia católica. 

El mundialismo tiene su génesis en la cosmovisión de la cultura anglosajona protestante en conjunción con la evolución del pensamiento ilustrado, con particular impulso de la masonería. En La paz perpetua de Kant el globalismo encuentra un referente filosófico para fundamentar la sociedad cosmopolita universal que preconiza, pero despojando al Estado de su fundamento natural, la comunidad nacional. Desde un pensamiento más pedestre, el Manifest Destiny imperialista useño, sirvió de antecedente al nuevo orden mundial basado en un idealismo liberal anglosajón, que Woodrow Wilson, autor de los llamados Catorce puntos que sirvieron de base programática a la Sociedad de Naciones, impulsó tras el fin de la Primera Guerra Mundial. Se trata de una visión gnóstica dentro del proceso de secularización del luteranismo, que se arroga la interpretación del sentido de la historia y la misión de liberar a los pueblos de todas las ataduras del pasado y conducirlos hacia un futuro de paz y justicia infinitas. Naturalmente el guía de la salvación universal debía ser Estados Unidos. Durante la campaña electoral de 1912, la que le llevó a la presidencia a Wilson, este ya empleó el argumento mesiánico: “Creo que Dios ha otorgado las ideas de libertad (…), que hemos sido elegidos, elegidos de un modo señalado, para mostrar el camino a las naciones del mundo cómo han de recorrer los caminos de libertad”.

Por su parte, la masonería siempre hizo gala de un laicismo beligerante contra el catolicismo y de una vocación universalista. La secularización de toda la vida pública y privada siempre ha sido un objetivo abierto y declarado de la masonería desde la Revolución Francesa, que pretende sustituir el concepto de Dios por el del “Gran Arquitecto del Universo” y la moral transcendente por un relativismo utilitarista.  Paralelamente en materia de organización política también han perseguido el establecimiento de la república universal y la tan cacareada paz y bienestar universales, como afirmaban en el Congreso Internacional Masónico de París de 1889 o en el Congreso Masónico de las Naciones Aliadas y Neutrales celebrado también en París en 1917, que apoyó la creación de una institución supranacional para garantizar dichos objetivos, la Sociedad de Naciones. En 1962 el “Llamado de Estrasburgo”, elaborado por las principales organizaciones masónicas, insiste en la fraternidad y una política común universal para el crecimiento sostenible del mundo. En el Manifiesto de Atenas del año 2000 los principales “Grandes Orientes” se pronuncian sobre las nuevas tecnologías de la comunicación que auguran una mayor eficacia para la cooperación masónica en el nuevo milenio. Desde sus inicios la masonería ha sido repudiada por la Iglesia católica. La primera condena fue del Papa Clemente XII en 1738, recién fundada, pasando por León XIII en su Encíclica “Dieturum illud” y llegando hasta la actualidad, cuando en 1981 la Congregación para la Doctrina de la Fe publicaba que la actitud de la Iglesia permanece invariable respecto a la masonería. 

Con el auge de los totalitarismos, tanto marxistas como fascistas, la búsqueda de la mejor forma de organización social se centró en el Estado, en un caso identificándolo con la Nación y en el otro con el Partido o la Clase, con este predominio de los totalitarismos estatistas no se dejaba espacio para el avance de la globalización. Tras la Segunda Guerra Mundial la ONU aspira a convertirse en la autoridad política mundial, de nuevo bajo el estandarte de la búsqueda de la paz universal. La guerra fría impide que el mundialismo se desarrolle, pero es en este periodo cuando empiezan a afianzar sus posiciones las organizaciones y redes que van a impulsar la agenda globalista actual. El Club de Roma, Population Council, la Fundación Ford, la Fundación Avalon y Fundación Old Dominion, magnates como los Rockefeller y los Rothschild… después vendrían el Club Bilderberg, el Foro de Davos, los Bill Gates, Soros y demás entramados mundialistas que han conseguido trasladar su idea de un nuevo orden mundial, donde el desarrollo ya no esté encabezado por el Estado-Nación, a la Agenda del Milenio o la Agenda 2030, y persiguen la gobernanza mundial a través del consenso capitalismo-socialdemocracia. Basta con echar un vistazo a los principales impulsores del mundialismo para darse cuenta de que su extracción proviene principalmente del capitalismo, el mundo financiero anglosajón o judío y la cultura protestante. En los años noventa, tras la caída del muro, el capitalismo veía en el enfoque liberal/idealista, librecambista e internacionalista como única forma posible del desarrollo triunfante que Estados Unidos encabezaba. La globalización parecía un proceso predominantemente económico y tecnológico, pero tras el 11-S adquiere una sólida perspectiva política cuando el viejo mundialismo capitalista y el postmarxismo se dan cuenta de que pueden encontrarse en torno a las ideas progresistas de los años sesenta con los temas de paz, género y ecología, sin referencia directa a Marx ni a Lenin y con un nuevo concepto de capitalismo inclusivo. 

La iglesia contra el marxismo y el capitalismo. 

La tradición de la Iglesia católica siempre ha sido situarse lejos del marxismo. León XIII en 1891 calificó al socialismo de “un cáncer que pretendía destruir los fundamentos mismos de la sociedad moderna” y Pío XI hizo lo propio en 1937, al afirmar que “el fin del comunismo es destruir la religión y la civilización”, lo cual no evitó el coqueteo católico con el marxismo, especialmente a raíz del Vaticano II y el empeño por secularizar la doctrina social de la Iglesiamen una acomplejada imitación paramarxista, sobre todo protagonizada por la “Teología de la liberación” y los “cristianos de base”. El Papa Juan pablo II, en su encíclica Centesimus annus, clarificó la cuestión sin dejar duda alguna: “en el pasado reciente, el deseo sincero de ponerse de parte de los oprimidos y de no quedarse fuera del curso de la historia ha inducido a muchos creyentes a buscar por diversos caminos un compromiso imposible entre marxismo y cristianismo”. La crítica al socialismo real de la Iglesia católica es demoledora: “El marxismo ha criticado las sociedades burguesas y capitalistas, reprochándoles la mercantilización y la alienación de la existencia humana. Ciertamente, este reproche está basado sobre una concepción equivocada e inadecuada de la alienación, según la cual ésta depende únicamente de la esfera de las relaciones de producción y propiedad, esto es, atribuyéndole un fundamento materialista y negando, además, la legitimidad y la positividad de las relaciones de mercado incluso en su propio ámbito. El marxismo acaba afirmando así que sólo en una sociedad de tipo colectivista podría erradicarse la alienación. Ahora bien, la experiencia histórica de los países socialistas ha demostrado tristemente que el colectivismo no acaba con la alienación, sino que más bien la incrementa, al añadirle la penuria de las cosas necesarias y la ineficacia económica”.

Pero no debemos olvidar que tan crítica es la postura de la Iglesia contra el marxismo como contra el capitalismo, en la medida que coincide con el marxismo en reducir totalmente al hombre a la esfera de lo económico y a la satisfacción de las necesidades exclusivamente materiales. El liberalismo/capitalismo se manifestó con fuerza a partir de la segunda mitad del siglo XIX. El principio del laissez faire en lo político, económico y moral, sumado a la Revolución Industrial que cambió la manera de producir y desarraigó a millones de campesinos, generó un caldo de cultivo para una tremenda injusticia social.  Situación que provocó el nacimiento de los movimientos socialistas que conducían por el camino de la revolución a otra situación de grave injusticia social. A finales del XIX en la primera encíclica social de la Iglesia, la Rerum Novarumde León XIII, se critica tanto la propuesta socialista por no respetar la relación del hombre con la verdad o realidad personal, como la liberal capitalista por dejar, so pretexto de libertad de contrato, indefensa a la contraparte, la obrera, que es la más débil, sin que ello sea obstáculo para entender legítima la riqueza siempre y cuando sea fruto del trabajo y el ahorro y no se desentienda de la comunidad y solidaridad. Juan Pablo II, en la Solicitudo Rei Socialis reconoce la vigencia actual de aquella doctrina, ya que “en Occidente existe, en efecto, un sistema inspirado históricamente en el capitalismo liberal”; y afirma que “se puede hablar hoy día, como en tiempos de la Rerum novarum, de una explotación inhumana”; y que “a pesar de los grandes cambios acaecidos en las sociedades más avanzadas, las carencias humanas del capitalismo, con el consiguiente dominio de las cosas sobre los hombres, están lejos de haber desaparecido; es más, para los pobres, a la falta de bienes materiales se ha añadido la del saber y de conocimientos, que les impide salir del estado de humillante dependencia”. Por todo ello, entre otras razones, “la doctrina social de la Iglesia asume una actitud crítica ante el capitalismo liberal”. Evidentemente eso no quiere decir que la Iglesia católica no defienda la propiedad privada, incluso de los medios de producción, y no apruebe la economía de mercado.  Benedicto XVI insistía en su encíclica Caritas in vertiste, “la sociedad no debe protegerse del mercado, pensando que su desarrollo comporta ipso facto la muerte de las relaciones auténticamente humanas. Es verdad que el mercado puede orientarse en sentido negativo, pero no por su propia naturaleza, sino por una cierta ideología que lo guía en este sentido”. Al igual que sucede con el marxismo, por supuesto que desde el catolicismo se coquetea también con el capitalismo y especialmente con el liberalismo, existe una corriente católica-liberal que aboga por la conciliación entre capitalismo y catolicismo ya que, aun admitiendo que el sistema capitalista liberal puede tener fallos y dar lugar a abusos, la solución estaría en inculcar a todos, empezando por empresarios y financieros, las virtudes humanas y cristianas.

La Iglesia contra el mundialismo. 

En la medida de que en la agenda mundialista confluyen las dos tendencias materialistas, la postura de la Iglesia debería ser también crítica y contraria a este proceso de cosmopolitización que se incluye en la Agenda 2030.  Al menos hasta la llegada de Bergoglio al solio vaticano se advertía cierta preocupación y recelo.  De hecho, Juan Pablo II ya advirtió en 1999 que “el proceso de globalización no tiene en sí una connotación negativa desde el punto de vista ético, pero puede adquirirla en los hechos” y reiteró que el divorcio, el aborto, la eutanasia, las relaciones prematrimoniales y el hedonismo son valores “no cristianos” que enajenan el nombre de Dios, en el año 2000 añadiría que la globalización no debe “jamás violar la dignidad humana ni restar importancia a las personas ni a los sistemas democráticos”. En la Carta apostólica Novo millennio ineunte afirmaba que “hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y comprometida, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante situación de pueblos y culturas que la caracteriza. He repetido muchas veces en estos años la «llamada» a la nueva evangelización. La reitero ahora”. Con motivo de la Agenda del Milenio y el alumbramiento de la agenda globalista de la ONU, desde Roma se sucedieron las advertencias de que bajo a la etiqueta de salud reproductiva, se impulsaba la cultura de la muerte ya que se promovía el aborto. También dentro del marco de las celebraciones del milenio, en septiembre del 2000, la Cumbre de líderes espirituales y religiosos que se celebró en Nueva York pretendió impulsar una iniciativa unida de las religiones que tenía entre sus objetivos “velar por la salud de la Tierra y de todos los seres vivos”, en una especie de religión natural y ecologista común a todos los hombres.  Representando a la Santa Sede, el Cardenal Arinze no aceptó firmar el documento final, que colocaba a todas las religiones dentro del mismo proceso de globalización pagano. El Instituto de Doctrina Social Cristiana de Méjico se hizo eco de numerosas voces de teólogos católicos que consideraban que “la Iglesia no puede dejar de oponerse a dicha globalización, que implica una concentración de poder que exhala totalitarismo. Delante de una «globalización» imposible, que la ONU se esmera en imponer alegando un «consenso» siempre precario, la Iglesia debe aparecer, semejante a Cristo, como señal de división”.  

Benedicto XVI también criticó la agenda globalista, así en enero de 2008 afirmó que “este fenómeno no es sinónimo de orden mundial, sino al contrario” (…) si falta la verdadera esperanza, entonces se busca la felicidad en la euforia, en lo superfluo, en los excesos y uno se destruye a sí mismo y al mundo (…) “La Iglesia cumple plenamente su misión solo cuando refleja en sí misma la luz de Cristo y se convierte así en ayuda de los pueblos del mundo en el camino de la paz y del auténtico progreso”. Con ocasión de la reunión de la Academia pontificia de ciencias sociales para su XIII sesión plenaria, Benedicto XVI se refería a que “la globalización ha aumentado la interdependencia de los pueblos, con sus diferentes tradiciones, religiones y sistemas de educación. Eso significa que los pueblos del mundo, precisamente en virtud de sus diferencias, están aprendiendo continuamente unos de otros y entablando contactos cada vez mayores. Por eso, resulta cada vez más importante la necesidad de un diálogo que pueda ayudar a las personas a comprender sus propias tradiciones cuando entran en contacto con las de los demás, para desarrollar una mayor autoconciencia ante los desafíos planteados a su propia identidad, promoviendo así la comprensión y el reconocimiento de los verdaderos valores humanos dentro de una perspectiva intercultural (nótese que no habla de multiculturalismo). 

Pero sobre todo podemos encontrar en su encíclica Caritas in vertate (2009) un verdadero tratado sobre la globalización y sus riesgos, que mantiene la tradicional doctrina de la Iglesia y está llena de advertencias hacía los objetivos mundialistas. Frente a un enfoque que se centra en la “colaboración de la familia humana”, el mundialismo aboga por el establecimiento de una gobernanza global.  Encontramos alusiones al peligro del nuevo Estado-Corporación: “Cuando la lógica del mercado y la lógica del Estado se ponen de acuerdo para mantener el monopolio de sus respectivos ámbitos de influencia, se debilita a la larga la solidaridad en las relaciones entre los ciudadanos, la participación, el sentido de pertenencia…” Se niega a aceptar una humanidad guiada por valores materialistas: “La verdad de la globalización como proceso y su criterio ético fundamental vienen dados por la unidad de la familia humana y su crecimiento en el bien. Por tanto, hay que esforzarse incesantemente para favorecer una orientación cultural personalista y comunitaria, abierta a la trascendencia, del proceso de integración planetaria”. Incluso se niega la legitimidad al consenso internacional sin respaldo moral: “si los derechos del hombre se fundamentan sólo en las deliberaciones de una asamblea de ciudadanos, pueden ser cambiados en cualquier momento y, consiguientemente, se relaja en la conciencia común el deber de respetarlos y tratar de conseguirlos. Los gobiernos y los organismos internacionales pueden olvidar entonces la objetividad y la cualidad de «no disponibles» de los derechos. Cuando esto sucede, se pone en peligro el verdadero desarrollo de los pueblos”. Benedicto XVI siempre defendió la existencia de unos principios no negociables, que son las pautas que nunca se podrán derogar ni dejar a merced de consensos partidistas en la configuración cristiana de la sociedad: la familia basada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, la defensa de la vida humana desde su concepción hasta su término natural y los derechos de los padres a la educación de sus hijos. 

La Iglesia a favor del mundialismo. 

Pero con la renuncia de Benedicto XVI y el advenimiento de Francisco, parece que el apoyo a la Agenda 2030 del Vaticano ha vencido cualquier reticencia. No vamos a entrar en las teorías que apuntan a que tras estos sucesos se esconde una conspiración, que algunos denominan “primavera católica”, y que forzó la renuncia de Ratzinger debido a las finanzas vaticanas y la acción de la Administración Obama junto a una élite eclesial oculta y fuertemente infiltrada por la masonería, porque no tenemos ninguna prueba sobre ello. El arzobispo Viganò sí apuntala esta teoría al sostener que existe una “religión universal deseada por la ideología globalista, cuyo líder espiritual es Bergoglio” y que está auspiciada por poderes secretos… “La sumisión de Bergoglio a la agenda globalista es evidente, así como su apoyo activo a la elección de Joe Biden” para impulsar el gran reinicio que se auspicia desde el Foro de Davos y otras instancias, denunciaba Viganò.  Sin embargo, Benedicto XVI también rechazó cualquier “teoría de la conspiración” sobre las razones que le llevaron a renunciar al pontificado en 2013. Aunque lo cierto es que nadie tiene claro del por qué se convirtió en el primer Papa en renunciar en más de 600 años. 

El caso es que la postura del Vaticano hacía la Agenda 2030 es ahora positiva, ya que “los Objetivos de Desarrollo Sostenible proporcionan un marco para enfrentar los problemas globales, de los que podemos mencionar algunos: pobreza, hambre, educación para todos, destrucción del medio ambiente e injusticia social”. El Papa Francisco ha pedido a los católicos que sepamos leer entre las líneas de esos objetivos y soluciones sostenibles: “solo haciéndolo no fallaremos a la humanidad”. Ya en 2015 el cardenal Angelo Sodano, secretario de Estado del Vaticano, apuntaba al cambio desde un respaldo medido al apoyo incondicional. Al intervenir ante la mayor concentración de jefes de Estados y de gobierno de la historia convocada por las Naciones Unidas con motivo de los sesenta años de su existencia, afirmó: “La consecución e incluso la superación de los Objetivos de Desarrollo del Milenio sigue siendo un deber de justicia al servicio de la dignidad humana y, al mismo tiempo, una condición indispensable para la paz y para la seguridad colectiva, incluida la eliminación o reducción sustancial del peligro del terrorismo y de la criminalidad internacional”. 

En su primera encíclica Laudato si  el Papa Francisco asumió todos y cada uno de los postulados de la ONU sobre cambio climático, una de las ideas fuerza sobre la que gravita el gran reinicio de la agenda mundialista. En el Sínodo de la Amazonia, celebrado en 2019, la Iglesia Católica da alas al culto a la madre-tierra del indigenismo y adopta un discurso que recuerda al empleado por el movimiento new-age, ya que habla de la “casa común” en términos cuasi-panteístas, además critica el antropocentrismo en un tono que recuerda al movimiento de ecología profunda. Tampoco somos capaces de diferenciar el discurso que emplea el Sínodo para analizar la explotación de la Amazonía del empelado por los partidos verdes/marxistas, las conclusiones son idénticas, reina el extractivismo predatorio como el mal mayor. También en 2019, en la Conferencia Internacional “Las religiones y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS): Escuchar el clamor de la tierra y de los pobres”, la Santa Sede, por boca del cardenal Peter K. A. Turkson, coincidía con el Foro de Davos y la ONU al resaltar “la urgencia de la implementación de los 17 objetivos determinados por más de 190 naciones, y de canalizar la fuerza moral de la religión en la actuación de los objetivos de los ODS. Necesitamos trabajar juntos; porque ninguna fuente de sabiduría puede ser excluida, ¡así como nadie puede quedarse atrás!”. El Prefecto del Dicasterio para el Servicio de Desarrollo Humano Integral aseguraba que “compartimos la visión de los ODS por una amplia gama de razones diferentes. Acogemos de buen grado los objetivos compartidos a los que los ODS han dado voz y propósito (entre ellos, no debemos olvidar, se encuentra la ideológia de género y la salud reproductiva que ampara el aborto); y el propósito es lo que nos motiva a cambiar nuestros estilos de vida, nuestra forma de producir, comerciar, consumir y desechar”.

Más polémica encontramos también en la siguiente encíclica de Francisco, Fratelli tutti, que según sus críticos usa un lenguaje que continuamente evoca reminiscencias masónicas, cuando reiteradamente se alude a la dimensión universal del amor fraterno o se hace expresa invocación del lema de los revolucionarios franceses, libertad, igualdad y fraternidad. El arzobispo Carlo Maria Viganò ha llegado a denunciar, como ya hemos dicho, que Francisco es una especie de antiPapa, que está detrás de un “proyecto masón-globalista” que ha infiltrado el Vaticano. 

Lo que es indiscutible es que a lo largo de toda a la encíclica se insiste en la idea de sociedad abierta de Popper, que no es precisamente un filósofo católico, y se hace un guiño indisimulado a la social democracia cuando se habla del “desprecio de los débiles puede esconderse en formas populistas, que los utilizan demagógicamente para sus fines, o en formas liberales al servicio de los intereses económicos de los poderosos. En ambos casos se advierte la dificultad para pensar un mundo abierto que tenga lugar para todos, que incorpore a los más débiles y que respete las diversas culturas”. La postura favorable a un gobierno mundial puede deducirse del epígrafe “Globalización y progreso sin un rumbo común” o de las repetidas exhortaciones que consideran “indispensable la maduración de instituciones internacionales más fuertes y eficazmente organizadas, (…) para asegurar el bien común mundial”. “Hacen falta valentía y generosidad en orden a establecer libremente determinados objetivos comunes y asegurar el cumplimiento en todo el mundo de algunas normas básicas”,  o se considera necesaria, como hace el Foro de Davos en su gran reinicio, “una reforma tanto de la Organización de las Naciones Unidas como de la arquitectura económica y financiera internacional, para que se dé una concreción real al concepto de familia de naciones” y sigue, “necesitamos una política que piense con visión amplia, y que lleve adelante un replanteo integral”.  “La sociedad mundial tiene serias fallas estructurales que no se resuelven con parches o soluciones rápidas meramente ocasionales. Hay cosas que deben ser cambiadas con replanteos de fondo y transformaciones importantes”. Una interpretación favorable a la sustitución del Estado-Nación por el Estado-Corporación también tiene su espacio: “Gracias a Dios tantas agrupaciones y organizaciones de la sociedad civil ayudan a paliar las debilidades de la Comunidad internacional, su falta de coordinación en situaciones complejas, su falta de atención frente a derechos humanos fundamentales y a situaciones muy críticas de algunos grupos. Así adquiere una expresión concreta el principio de subsidiariedad, que garantiza la participación y la acción de las comunidades y organizaciones de menor rango, las que complementan la acción del Estado”. 

No obstante, existen otras partes de la encíclica que contradicen los objetivos de la agenda globalista. Se predica en favor de la natalidad: “La falta de hijos, que provoca un envejecimiento de las poblaciones, junto con el abandono de los ancianos a una dolorosa soledad, es un modo sutil de expresar que todo termina con nosotros, que sólo cuentan nuestros intereses individuales” y se argumenta en contra de la pérdida del arraigo, porque “si no logramos recuperar la pasión compartida por una comunidad de pertenencia y de solidaridad, a la cual destinar tiempo, esfuerzo y bienes, la ilusión global que nos engaña se caerá ruinosamente y dejará a muchos a merced de la náusea y el vacío. Además, no se debería ignorar ingenuamente la obsesión por un estilo de vida consumista…” También se alerta contra la atomización social: “Destrozar la autoestima de alguien es una manera fácil de dominarlo. Detrás de estas tendencias que buscan homogeneizar el mundo, afloran intereses de poder que se benefician del bajo aprecio de sí, al tiempo que, a través de los medios y de las redes se intenta crear una nueva cultura al servicio de los más poderosos. Esto es aprovechado por el ventajismo de la especulación financiera y la expoliación, donde los pobres son los que siempre pierden. Por otra parte, ignorar la cultura de un pueblo hace que muchos líderes políticos no logren implementar un proyecto eficiente que pueda ser libremente asumido y sostenido en el tiempo”.

Algunos han querido interpretar que el Papa Francisco se coloca en una posición equidistante entre la defensa de las soberanías nacionales y el globalismo. No rechaza la sana reivindicación de lo nacional siempre que no niegue “la fraternidad universal que debemos promover por ser hijos e hijas de Dios” (obsérvese el uso del lenguaje inclusivo de la ideología de género), ni apoya el globalismo porque según dice “tampoco estoy proponiendo un universalismo autoritario y abstracto, digitado o planificado por algunos y presentado como un supuesto sueño en orden a homogeneizar, dominar y expoliar. Hay un modelo de globalización que «conscientemente apunta a la uniformidad unidimensional y busca eliminar todas las diferencias y tradiciones en una búsqueda superficial de la unidad. […] Si una globalización pretende igualar a todos, como si fuera una esfera, esa globalización destruye la riqueza y la particularidad de cada persona y de cada pueblo». Ese falso sueño universalista termina quitando al mundo su variado colorido, su belleza y en definitiva su humanidad. Porque «el futuro no es monocromático, sino que es posible si nos animamos a mirarlo en la variedad y en la diversidad de lo que cada uno puede aportar. Cuánto necesita aprender nuestra familia humana a vivir juntos en armonía y paz sin necesidad de que tengamos que ser todos igualitos». 

Puede ser que el Papa Francisco tenga reparos de conciencia frente al mundialismo, pero el caso es que ha apoyado publica e incondicionalmente la Agenda 2030 de Naciones Unidas. Personalmente, en 2019,  ante la Asamblea Plenaria de la Pontificia Academia de Ciencias Sociales, Bergoglio arremetía con veladas alusiones contra Trump y los populismos de derechas ya que podrían “comprometer las formas ya consolidadas de cooperación internacional”, haciendo que se corra el riesgo de “socavar los objetivos de las Organizaciones internacionales como espacio de diálogo y de encuentro para todos los países en un nivel de respeto mutuo, y obstaculizar el logro de los Objetivos de desarrollo sostenible aprobados unánimemente por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 25 de septiembre de 2015”.

Si a esto unimos otros reveladores comportamientos, como la alianza del Vaticano con el Consejo para el Capitalismo Inclusivo, impulsado por la familia Rothschild y que agrupa a más de 30 grandes multinacionales, todas ellas también relacionadas con el Foro de Davos, nos queda clara la posición del actual Papa respecto de la Agenda 2030. Bergoglio y el cardenal Turskon se reunirán al menos una vez al año con Lynn Forester de Rothschild, los directivos de compañías como Bank of America, BP, EY, Johnson & Johnson, Salesforce y Visa, los grupos de inversión Calpers, State Street y las Fundaciones Ford y Rockefeller o el enviado especial de la ONU para el clima y las finanzas. El Papa Francisco en un comunicado hecho público en el mes de diciembre de 2020 anunciaba su respaldo al Consejo del Capitalismo Inclusivo, “se necesita urgentemente un sistema económico que sea justo, digno de confianza y capaz de abordar los desafíos más profundos que enfrenta la humanidad y nuestro planeta. Ustedes han aceptado el desafío buscando formas de hacer que el capitalismo se convierta en un instrumento más inclusivo para el bienestar humano integral”. Por su parte Marcie Frost, CEO de Calpers, dijo que la iniciativa provocará “un cambio significativo y que eso se suma a la gran cantidad de compromisos ambientales, sociales y de gobernanza asumidos por la mayoría de las grandes compañías”. 

Si tras el Vaticano II la Iglesia católica, en su afán por acomodarse a los nuevos tiempos, pierde la perspectiva intemporal, provocando una crisis que no se superó hasta bien entrado el pontificado de Juan Pablo II, con Francisco se acomete una alianza con poderes globalistas que sin duda acabará volviéndose en contra de la propia Iglesia y acentuará aún más el comprometido proceso de secularización que arrastra la religión católica.

Continúa…..

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