Estados Unidos, sus “aliados” y el dilema del liderazgo global: De Wilson a Trump. Stockman y el nuevo conservadurismo


La política exterior de Estados Unidos, especialmente en relación con sus alianzas y su presencia en Europa, ha estado marcada por un vaivén constante entre el aislacionismo y el intervencionismo, el idealismo y el realismo, el liderazgo global y el repliegue nacionalista. Este artículo tiene como objetivo analizar, desde una perspectiva histórica, ideológica y crítica, la evolución de este papel, con especial atención a la relación con los aliados bálticos y europeos, la influencia de las nuevas corrientes conservadoras, la presión de los lobbies y el “estado profundo”, y el legado de la primera gran intervención estadounidense en Europa bajo la presidencia de Woodrow Wilson.


Wilson y la Primera Guerra Mundial: El nacimiento del liderazgo global estadounidense

Hasta 1917, Estados Unidos había mantenido una política exterior fundamentalmente aislacionista, reacia a involucrarse en los conflictos europeos. La entrada en la Primera Guerra Mundial bajo la presidencia de Woodrow Wilson marcó un punto de inflexión histórico. Wilson no solo buscó la victoria militar, sino que propuso un nuevo orden internacional basado en principios éticos y jurídicos, sintetizados en sus famosos Catorce Puntos.

Entre ellos destacaban la autodeterminación de los pueblos, la transparencia diplomática y la creación de la Sociedad de Naciones, organismo internacional destinado a resolver pacíficamente los conflictos y evitar nuevas guerras. La influencia de Wilson fue crucial para la desintegración de los grandes imperios centrales (alemán, austro-húngaro, ruso y otomano), el surgimiento de nuevos estados-nación como Polonia y Checoslovaquia, y la redefinición del mapa político europeo.

Sin embargo, el legado de Wilson fue paradójico: el Senado estadounidense se negó a ratificar el Tratado de Versalles y la participación en la Sociedad de Naciones, debilitando la nueva arquitectura internacional y dejando a Europa sin el respaldo efectivo de la potencia emergente. Este dilema entre el liderazgo global y el repliegue nacional marcó la política exterior estadounidense durante el siglo XX y sigue vigente hoy.


La era de las alianzas: OTAN, Europa y la “externalización” de la seguridad

Tras la Segunda Guerra Mundial, y aprendiendo de los errores del pasado, Estados Unidos asumió el liderazgo de la reconstrucción europea y la creación de un nuevo orden internacional, basado en la cooperación multilateral, el libre comercio y la defensa colectiva. La OTAN se convirtió en el pilar de la seguridad transatlántica, y la relación con Europa (luego Unión Europea) en la columna vertebral del “mundo libre”.

Este sistema de alianzas no solo tenía un componente militar, sino también económico, tecnológico y diplomático. Washington proyectó su seguridad “hacia fuera”, externalizando sus fronteras y convirtiendo a sus aliados en “zonas de contención” frente a amenazas como la Unión Soviética primero, y Rusia y China después. Los países bálticos, tras su independencia de la URSS, se integraron en la OTAN y la UE como “avanzadas” de la seguridad occidental en el flanco oriental de Europa.

Sin embargo, esta arquitectura ha estado marcada por una tensión constante: mientras que Europa ha dependido históricamente del paraguas de seguridad estadounidense, EE.UU. ha exigido a sus aliados una mayor carga financiera y militar, y ha cuestionado repetidamente el compromiso automático con la defensa colectiva.


La crítica contemporánea: ¿Aliados o “albatros” estratégicos? (Stockman)

En las últimas décadas, voces críticas como la de David Stockman han cuestionado el valor real de los aliados europeos, especialmente los pequeños países bálticos y balcánicos, para la seguridad de Estados Unidos. Según Stockman, la OTAN y las alianzas han incentivado a estos países a gastar poco en defensa y a adoptar posturas de mayor confrontación con Rusia, confiando en el “escudo” estadounidense.

Stockman sostiene que la seguridad de EE.UU. está garantizada por su invencible triada nuclear y su capacidad de defensa convencional, sin necesidad de bases o aliados extranjeros. Los pequeños aliados, con fuerzas armadas diminutas y presupuestos modestos, no aportan nada significativo a la defensa estadounidense, y suponen un grave riesgo de arrastrar a Washington a conflictos ajenos.

Ejemplos concretos como Estonia, Letonia y Lituania ilustran su argumento: con fuerzas armadas que no superan los 14.000 soldados y gastos en defensa apenas por encima del 2% del PIB, estos países no muestran un temor real a Rusia. Stockman compara sus ejércitos con las fuerzas policiales de ciudades estadounidenses, que en muchos casos son más numerosas. Si realmente temieran a Rusia, invertirían mucho más en defensa y serían mucho más cautos en su diplomacia. La pertenencia a la OTAN les permite asumir riesgos y adoptar posturas hostiles, a lo cual no se atreverían si dependieran solo de sus propios recursos.

Esta crítica se extiende a los Balcanes y otros aliados menores, que, según Stockman, han convertido la pertenencia a la OTAN en un club de beneficios políticos y económicos, sin aportar nada relevante a la seguridad de EE.UU. De hecho, la expansión de la OTAN ha permitido a estos países gastar menos en defensa y, de vez en cuando, “chillarle al oso ruso” de una manera provocativa que no soñarían con hacer si no estuvieran bajo el paraguas estadounidense.


El nuevo conservadurismo americano: De la globalización al tradicionalismo identitario

El giro en la percepción de las alianzas y el papel global de EE.UU. está íntimamente ligado a la transformación ideológica del conservadurismo americano. En los años noventa y principios de los 2000, el Partido Republicano estaba dominado por el pensamiento “neoconservador”, que defendía el internacionalismo liberal, la expansión del libre comercio y la promoción activa de la democracia a escala global.

Sin embargo, los efectos colaterales de la globalización -el auge de China, la deslocalización industrial, la revolución tecnológica, el aumento de la desigualdad y los flujos migratorios- han generado un profundo sentimiento de frustración en amplios sectores de la sociedad estadounidense. El nuevo conservadurismo, representado por figuras como Donald Trump y think tanks como la Heritage Foundation, ha dado un giro radical:

  • Proteccionismo económico: Recuperar la industria nacional y proteger los empleos americanos.
  • Nacionalismo y repliegue internacional: Priorizar los intereses nacionales y cuestionar la utilidad de alianzas como la OTAN.
  • Aislacionismo militar: Limitar la intervención exterior y evitar que los contribuyentes financien guerras lejanas.
  • Restricción migratoria: Fronteras cerradas salvo para perfiles cualificados y afines.
  • Defensa de valores tradicionales: Familia tradicional, fe pública, comunidad local, y combate frontal al “wokismo” y la globalización.

La doctrina Roberts: Una “segunda revolución americana”

El libro “Dawn’s Early Light” de Kevin D. Roberts, prologado por el vicepresidente JD Vance, representa el núcleo doctrinal de este nuevo conservadurismo. Roberts, antiguo “neocon” convertido al tradicionalismo identitario, propone una reacción radical contra la globalización, vista como una trampa mortal que diluye los valores americanos y fomenta el “wokismo”.

La regeneración debe ser total: recuperar la familia tradicional, la fe religiosa, la comunidad local cohesionada y el trabajo productivo digno. La economía está al servicio de ese ideal, no al revés. El crecimiento económico solo interesa si ayuda a la lucha espiritual y cultural. Roberts aboga por destruir instituciones incompatibles con la oración pública y los valores tradicionales: Ivy League, el New York Times, el Departamento de Educación, el FBI, etc. El capitalismo globalizado es visto como socialismo encubierto y una amenaza a la identidad nacional, mientras que China es el enemigo externo a combatir con aranceles y políticas duras.


Trump, la “paz empresarial” y el choque con el “estado profundo”

La llegada de Donald Trump a la presidencia, primero en 2016 y de nuevo en 2025, ha supuesto una aplicación pragmática y empresarial de este nuevo conservadurismo. Trump ha buscado renegociar los términos de las alianzas, presionando a Europa para que asuma más responsabilidades y condicionando el apoyo militar y económico a compromisos concretos.

  • Negociación dura y bilateral: Trump ha priorizado acuerdos que beneficien directamente a EE.UU., renegociando tratados y aplicando aranceles para proteger la industria nacional.
  • Diplomacia directa: Ha impulsado negociaciones en Ucrania, Oriente Medio y con China, buscando acuerdos de paz o treguas temporales, muchas veces saltándose los canales multilaterales tradicionales.
  • Reducción de la ayuda militar: Ha condicionado la ayuda a Ucrania y otros aliados a avances concretos, presionando a Europa a liderar la respuesta regional.
  • Sin embargo, intentar aplicar su agenda ha supuesto tener que enfrentarse a la resistencia de la industria armamentista, el “complejo militar-industrial”, el “estado profundo” (altos funcionarios, agencias de inteligencia, diplomáticos de carrera) y los lobbies internacionales, que han intentado frenar o moderar sus iniciativas y defender el statu quo de la política exterior tradicional.

La alianza UE-EE.UU.: Entre la retórica del compromiso y la realidad de los intereses

La relación entre la Unión Europea y Estados Unidos sigue siendo esencial, pero está marcada por intereses divergentes y tensiones crecientes. EE.UU. ha presentado su compromiso con Europa como un pilar de la estabilidad occidental, pero bajo las administraciones recientes —especialmente con Trump y la nueva derecha estadounidense— se ha evidenciado un claro giro hacia una política transaccional: el apoyo depende del retorno tangible.

En lo económico, los desacuerdos sobre el comercio, la fiscalidad digital, la regulación tecnológica o las políticas medioambientales han erosionado la idea de un bloque occidental unido. Las políticas proteccionistas de EE.UU., incluidos los nuevos aranceles sobre productos europeos, han sido interpretadas en Bruselas como una amenaza directa a la competitividad continental. La Ley de Reducción de la Inflación (IRA), por ejemplo, ha sido criticada por líderes europeos por ofrecer subsidios que desvían inversiones del Viejo Continente hacia EE.UU.

En el ámbito de la seguridad y la defensa, la guerra en Ucrania ha puesto de relieve la dependencia estructural de Europa respecto al poder militar estadounidense. Aunque se ha hablado mucho de “autonomía estratégica” europea, la realidad es que sin el paraguas nuclear y logístico de EE.UU., la UE carece de la capacidad efectiva para enfrentar amenazas convencionales de envergadura. Esta dependencia es fuente constante de fricción, alimentando discursos críticos desde ambos lados del Atlántico.

Asimismo, las diferencias ideológicas se han acentuado. Mientras que la UE ha abrazado una agenda progresista —centrada en el Green Deal, los derechos LGTB, la migración humanitaria y la gobernanza global—, el nuevo conservadurismo estadounidense la percibe como un enemigo cultural. Think tanks estadounidenses influyentes critican a Europa por haber renunciado a sus raíces cristianas, abrazado el secularismo radical y convertido sus instituciones en bastiones del “globalismo woke”.

Esta divergencia cultural ha convertido a la alianza transatlántica en una ficción diplomática sostenida por la inercia, pero erosionada en su fondo por una creciente incompatibilidad de valores y prioridades. A medida que EE.UU. redefine su papel en el mundo en función de sus propios intereses nacionales —económicos, identitarios y geopolíticos—, la UE se enfrenta al dilema de elegir entre subordinación pragmática o emancipación incierta.


¿Fin del liderazgo moral estadounidense o renacimiento nacionalista?

El debate sobre el liderazgo global de Estados Unidos ya no se articula en términos de hegemonía liberal o imperio benevolente, sino de supervivencia identitaria y repliegue estratégico. Las nuevas corrientes conservadoras, lejos de ver a Europa como una aliada indispensable, la perciben como un lastre ideológico, un espejo de lo que no quieren ser.

Esta redefinición del papel estadounidense en el mundo implica el colapso de una narrativa que había dominado la política exterior desde 1945: la de una nación destinada a guiar al mundo libre. El “destino manifiesto” ha sido sustituido por el “interés manifiesto”; la expansión de la democracia, por la defensa del orden interno; la cruzada moral, por el negocio bien calculado.

La pregunta, en el fondo, es si este giro representa una decadencia o una purga: ¿es la abdicación del liderazgo global una señal de declive o un renacimiento? ¿Está Estados Unidos cediendo el testigo a potencias autoritarias como China, o está redefiniendo su rol con mayor realismo? La respuesta dependerá de si logra mantener el equilibrio entre repliegue estratégico y fortaleza nacional, entre rechazo del globalismo y preservación de la influencia.

En cualquier caso, la era del idealismo wilsoniano parece definitivamente clausurada. Lo que emerge es una América menos interesada en salvar al mundo, y más determinada a salvarse a sí misma.

ANEXO I: Valoración geopolítica técnica

El paradigma que se consolida con la nueva doctrina conservadora en EE.UU. apunta hacia un modelo de hegemonía selectiva. Lejos del imperio global y omnipresente post-1945, el nuevo conservadurismo opta por una red de influencias limitada, económicamente ventajosa y estratégicamente racional. El gasto militar se redistribuye hacia tecnologías críticas (IA, defensa aeroespacial, control cibernético) y se reduce la exposición en escenarios regionales de bajo rendimiento estratégico.

En términos geoeconómicos, el retorno de la política arancelaria indica un realineamiento del comercio exterior hacia acuerdos bilaterales proteccionistas, mientras que se consolidan zonas monetarias estables en torno al dólar. Esto tiene consecuencias directas para Europa, cuya autonomía estratégica sigue siendo ilusoria sin fuerza militar ni soberanía tecnológica.

China y la India emergen como polos paralelos, pero solo Pekín cuenta con la base industrial, tecnológica y demográfica para desafiar realmente el liderazgo estadounidense. Sin embargo, la fractura interna del bloque occidental, y la fatiga de la opinión pública norteamericana ante las guerras subsidiarias, obligan a reconfigurar alianzas sobre la base de la utilidad neta y la reciprocidad.


ANEXO II: Epílogo «filosófico«

El idealismo wilsoniano murió en las trincheras del siglo XX, aunque sus fantasmas siguen rondando por los pasillos de Bruselas y Nueva York. La historia no avanza hacia la paz perpetua, sino que oscila entre órdenes imperfectos y disensos estratégicos. El poder, como advertía Raymond Aron, no puede eliminarse del análisis político. Sólo puede domesticarse, y para eso es indispensable una voluntad soberana anclada en una visión histórica.

El nuevo conservadurismo americano no pretende imponer un orden global, sino preservar un ethos nacional amenazado por la homogeneización planetaria. Su crítica a las alianzas inútiles, a la diplomacia automatizada y a la tecnocracia internacional no es nihilista, sino civilizatoria: devolver sentido a lo político.

En última instancia, el repliegue estratégico estadounidense revela una verdad incómoda para Europa: sin voluntad de poder, no hay seguridad ni autonomía posibles.

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