España, el mito del «hombre bueno», la decadencia del buen gobierno y la doctrina del hombre gris
CARLOS AURELIO CALDITO AUNIÓN
No nos engañemos:
👉 HOMBRE BUENO es sinónimo de dócil, ingenuo, incauto, acomodaticio.
👉 UN BUEN HOMBRE es una persona justa, íntegra, firme en sus principios, decente.
Indudablemente, no son lo mismo unos que otros.
Si la política es el arte de elegir entre lo malo y lo peor, España se encamina —en el mejor de los casos— hacia un futuro gobernado por mediocreS. Y en realidad, puede afirmarse que ya llevamos demasiado tiempo, lustros, décadas, medio siglo, instalados en ese futuro mediocre.
A estas alturas, quién o quiénes gobiernan en los ayuntamientos, en las regiones o en el gobierno central ya no suscitan esperanza, sino resignación. Predominan los hombres grises, de moral gris, incapaces de discernir entre el bien y el mal, porque han hecho de la equidistancia su dogma y de la indefinición su estrategia.
Y esa indefinición no es prudencia, sino cobardía revestida de cálculo electoral.
Como decía mi abuelo materno:
“No seas tonto, sé listo… y hazte el torpe.”
Esa máxima popular resume, con una lucidez amarga, la actitud de toda una generación de políticos que han hecho del fingimiento su modo de supervivencia. Desde Feijóo al recientemente fallecido Fernández Vara, funcionarios de carrera o burócratas de partido desde su adolescencia o incluso desde su infancia, son el producto más depurado de esa España tibia y cómoda que aspira, ante todo, a no molestar a nadie para mantenerse a flote.
Son políticos de despacho, no de ideas; de hechos pequeños, no de principios grandes. Tecnócratas cuya máxima virtud es la previsibilidad. Algunos acaban ganando elecciones, sí, pero lo hacen sin sacudir nada, sin cuestionar nada, sin reformar nada. Simplemente gestionan, parchean, apuntalan, aguantan, como quien hace malabares con la decadencia sin atreverse jamás a revertirla.
Generalmente, desdeñan las batallas culturales (aunque algunos pretendan librarlas en apariencia) porque no creen en nada que no pueda medirse en gráficos de barras. No creen en la verdad, sino en la conveniencia.
No creen en España como nación, sino como estructura administrativa.
Hablan de Illes Balears y no de Baleares porque temen ofender a los separatistas, aunque para ello deban desdibujar la realidad.
Dicen no ser nacionalistas, pero sí regionalistas hasta lo grotesco, incluso federalistas… y eso, en la práctica, se traduce en cesiones continuas al discurso de quienes pretenden romper España.
Se empeñan en ser los perfectos centristas posmodernos: sin fe, sin causa, sin alma. Y están dispuestos a «cambiar de opinión» constantemente (donde dije digo, digo Diego…) y a pactar con el diablo con tal de hacerse con el poder o permanecer en él.
La moral gris y el vacío político
Y sin moral definida.
Porque la moralidad no es una cuestión de grises: el gris, por definición, no existe sin el blanco y el negro.
Lo gris es evasión.
Es el refugio de quienes no quieren enfrentarse a lo bueno y a lo malo.
En política, como en ética, quien se declara “moderado” o “dialogante” muchas veces sólo está diciendo: “No quiero tomar partido.”
Y en los tiempos que vivimos, no tomar partido es tomar partido por el mal.
Hablo de quienes no creen en la lucha por los valores porque no creen que existan valores absolutos.
No creen en nada, no tienen referentes filosóficos sólidos, no tienen visión.
Tienen, eso sí, instinto de conservación.
Esta moralidad gris es profundamente peligrosa.
Porque legitima, con su pasividad, todo el aparato ideológico del adversario.
Porque mientras se evita “molestar”, el adversario ocupa todos los espacios: la educación, los medios, el lenguaje, las conciencias.
Se trata de una rendición blanda.
Hasta tal punto es así que la derecha acaba gestionando la herencia ideológica de la izquierda: gente sin coraje para derogar leyes ideológicas, sin voluntad para combatir el nihilismo progresista, sin intención de devolver a España su pulso moral.
Hablan como gestores, actúan como burócratas y piensan como socialdemócratas.
Su ideología —si se le puede llamar así— no es más que una mezcla tibia de concesiones, una economía mixta entre principios erosionados y estrategias de supervivencia electoral.
La doctrina del hombre gris —“no todo es blanco o negro”— es en realidad una coartada para no juzgar, para no distinguir, para no enfrentarse a nada.
Es una confesión: “No quiero ser completamente bueno, pero tampoco quiero que me consideren completamente malo.”
Es la negación de todo juicio moral, de todo estándar, de toda claridad.
Pero la claridad es lo que España necesita.
No más relativismo, no más pactos vergonzantes, no más marketing del consenso.
Feijóo es un producto del franquismo tardío y de la Transición: hijo de una familia humilde que ascendió gracias a los mecanismos meritocráticos del sistema. Y aunque eso pueda parecer meritorio, en realidad lo ha convertido en un administrador del régimen, no en su reformador.
No tiene ímpetu regenerador ni voluntad de reformar nada.
Su modelo es el equilibrio contable, no la refundación nacional.
Su lenguaje es el de las cifras, no el de las convicciones.
Prefiere la estabilidad a la verdad, la calma a la justicia, la estadística al ideal.
En una España que se descompone moral, institucional y demográficamente, necesitamos algo más que tecnócratas previsibles.
Necesitamos líderes que entiendan que sin dar la batalla cultural todo lo demás es inútil; que el poder político sin respaldo moral es vacío; que el Estado sin alma es mero aparato burocrático; y que quien se niega a pensar en términos de blanco y negro está, en el fondo, renunciando a distinguir entre el bien y el mal.
Feijóo no será un tirano, no será un liberticida.
Será algo peor: será un anestesista.
Alguien que presida la administración, no la nación.
Alguien que mantendrá la maquinaria en marcha mientras se vacía de sentido.
Un presidente que, en vez de demoler el legado ideológico de Sánchez, se limitará a gestionar sus escombros.
En resumen: Feijóo no es Sánchez, pero tampoco es la alternativa que España necesita.
Es el mal menor, el anestesiante gris, el administrador de la decadencia.
Y una sociedad en ruinas no necesita anestesia, sino cirugía.
No necesita administración, sino resurrección.
Feijóo no es el verdugo, pero tampoco el salvador.
Es, simplemente, el síntoma de una época en la que ya nadie se atreve a pensar en blanco y negro.
El elogio de la mediocridad y la España gatopardiana
No es de extrañar que la derecha boba, miembro del consenso socialdemócrata —con María Guardiola al frente en Extremadura y Feijóo a escala nacional—, y también los obispos, hayan coincidido en elogiar al difunto Fernández Vara por su supuesta bonhomía y su actitud dialogante. Incluso se han lamentado de que haya desaparecido un “hombre bueno” (no un buen hombre, que no es lo mismo).
Al parecer, ese es el modelo a seguir: el gatopardismo lampedusiano, aparentar que todo cambia para que todo siga igual.
Extremadura ocupando los primeros lugares de los rankings de lo que nadie desea; España más o menos: récords en desempleo, despilfarro, corrupción, deuda pública (más de dos billones de euros)… y un largo etcétera.
Ese es el legado de los “hombres buenos”, mejor dicho, de los mediocres dialogantes que practican la mediocridad inoperante activa y nos mantienen en el vagón de cola del tren del progreso, alejados del bienestar, de la buena vida.
El “buen hombre” según Aristóteles
En esta España que confunde la areté (virtud) con la simpatía y el coraje cívico con el buen talante, no es de extrañar que se ensalce al político que no incomoda a nadie. Pero el “hombre bueno” del que hablan hoy los obispos, los socialdemócratas y los tibios de la derecha no es el buen hombre de Aristóteles: aquel que, guiado por la prudencia y la virtud, gobierna con rectitud aunque deba enfrentarse a la incomodidad y al conflicto.
El buen hombre aristotélico es el que cultiva la virtud y la prudencia (phronesis), el que tiene el coraje de gobernar con rectitud, el que no teme ser impopular si el bien común lo exige.
Aristóteles advertía que la democracia degenera de forma inevitable hasta convertirse en oclocracia (el gobierno de la muchedumbre ruidosa) y tiende a elevar al “hombre simpático” por encima del “hombre sabio” y a confundir la bondad con la blandenguería, la cortesía con la cobardía moral.
Eso es, en definitiva, lo que ha ocurrido con la derecha española contemporánea y con esa Iglesia que se esfuerza por ser bien vista por el poder político. Ambas han confundido virtud con urbanidad, con «saber estar», autoridad con amabilidad, rectitud con empatía, y así aplauden al político que nunca tuvo enemigos porque tampoco tuvo principios firmes.
Y de esos “hombres buenos” —que en realidad son buenos para nada— está hecha hoy la España oficial, la que se resigna al desastre con tal de no parecer antipática.
Las dos máximas: la de mi abuelo y la del General Franco.
Decía mi abuelo —hombre de temple, curtido en las inclemencias del siglo— que para sobrevivir a la adversidad hay que aprender a reírse incluso del desastre, pero sin perder la dignidad ni el pulso.
Y añadía, con esa sabiduría que sólo da la experiencia:
“No seas tonto, sé listo… y hazte el torpe.”
Y, para completar el cuadro del sarcasmo histórico, ahí queda la frase atribuida al general Franco, tan útil hoy para los pusilánimes de salón:
“Si no quieres tener problemas, haz como yo: no te metas en política.”
Pues bien, ahí estamos: en una nación donde la mayoría no quiere “tener problemas”, donde el compromiso cívico ha sido reemplazado por la queja pasiva, y donde los “buenos” se multiplican al mismo ritmo que decrecen los justos.
España necesita cirugía, no anestesia
Por eso España necesita una cirugía de hierro, como pedía Joaquín Costa: una limpieza moral e institucional que devuelva la primacía del mérito, la virtud y la competencia sobre la impostura, la blandura y la propaganda.
No bastará con desalojar al sanchismo: hay que desalojar también su mentalidad, esa cobardía moral que ha contaminado a toda la clase política.
España saldrá de la UCI no cuando cambie de presidente, sino cuando resurja una élite de buenos hombres —en el sentido más alto y exigente del término— dispuestos a gobernar no por popularidad, sino por deber, por justicia y por amor al bien común.
