España: crónica de una podredumbre consentida y la anestesia colectiva

La clase política española —esa pandilla de charlatanes, fanáticos, catetos y ladrones, con corbata o sin ella— es solo la punta del iceberg. Lo que verdaderamente devora a España es la cobardía y estupidez colectivas, la conversión de una sociedad vibrante en un rebaño dócil, en corderos que caminan al matadero sin rechistar.

Durante décadas, España es posible que haya sido ejemplo de muchas cosas, una nación admirable en Europa. Hoy, es una nación acorralada no solo por traidores y corruptos, sino por la apatía y la resignación de una ciudadanía anestesiada. La democracia española se ha convertido en un régimen indulgente con mediocres y delincuentes, donde la impunidad es la moneda corriente. Mientras los corruptos bailan en las instituciones, los ciudadanos pagamos la factura de una traición silenciosa.

El Estado de las Autonomías —ese engendro único en el mundo— lejos de proteger la unidad, ha armado a quienes buscan destruir España desde dentro. Fragmentación, clientelismo, enfrentamientos y guerras culturales son el circo donde la nación se desangra mientras la mayoría mira hacia otro lado, resignada, convertida en cordero con pasaporte.

No es solo la élite separatista catalana, esa aristocracia arrogante y codiciosa que abrió la caja de los truenos, sino la complicidad y cobardía de políticos y empresarios españoles que han permitido esta tragedia. La izquierda que ha pervertido la sociedad para que “España” sea un insulto, y la derecha que negoció su alma por cuotas de poder y negocios sucios. Desde González a Rajoy, sin excepción, responsables de sembrar el terreno para la ruptura nacional.

La enseñanza pública, los libros de texto, la cultura oficial son fábricas de odio, desprecio y fractura. Mientras tanto, grupos miserables silban el himno, escupen y queman la bandera sin que ni una sola autoridad mueva un dedo para impedirlo…

La estulticia, el miedo y la cobardía forman el triángulo infernal que paraliza a esta sociedad. Santo Tomás de Aquino ya lo advirtió: la estupidez es la parálisis del corazón y de la inteligencia. España está paralizada, eligiendo a sus verdugos en urnas llenas de engaño y mediocridad. Maquiavelo enseñó que el miedo es la herramienta más eficaz para controlar masas. Aquí, ese virus es endémico.

Lo más triste es la indiferencia, ese cáncer silencioso que permite que la podredumbre se extienda. La aceptación resignada de que nada puede cambiar, el ciudadano convertido en zombi social que teme perder lo poco que le queda y se rinde sin luchar.

España vive en la transitoriedad y la inestabilidad permanente: cambia su sistema de enseñanza, su sanidad, su forma de Estado como quien cambia de camisa, sin convicciones firmes, sin cimientos sólidos. Esa es la estupidez nacional que bloquea cualquier regeneración real.

Pero no todo está perdido. Como decía Jefferson: “el precio de la libertad es la eterna vigilancia”. Defender una sociedad libre es tarea de todos, no solo de unos pocos. No podemos seguir dejando que los peores tomen las riendas y nos lleven al abismo.

España está al borde del colapso, no por enemigos externos, sino por la cobardía, la estupidez y el miedo que se han instalado en su pueblo. La demolición de la Monarquía Parlamentaria, de derechos, libertades y de la unidad nacional avanza mientras miramos para otro lado.

La pregunta es clara:

¿Seremos para siempre corderos estúpidos y cobardes, o recuperaremos la dignidad y el coraje para rebelarnos contra la demolición moral y política de nuestra patria? La historia juzgará sin piedad.


Este 8 de junio se gritará en Madrid… Que no sea solo ruido.

Miles de españoles saldrán a la calle en Madrid, alentados por la oposición, para exigir la dimisión de Pedro Sánchez y la convocatoria de elecciones anticipadas. Un acto legítimo, sin duda. Pero, ¿qué hay más allá del clamor popular y los eslóganes que inundan las pancartas? La respuesta duele: NADA.

Como cada vez que las masas se movilizan, o alguien las pastorea, la indignación estalla con estrépito para apagarse con la misma rapidez con que se apagan las luces de la plaza. De nuevo, el gesto queda vacío, la protesta deviene ritual y el sistema permanece intacto.

Este 8 de junio. A punto de cumplirse 48 años de las primeras elecciones “democráticas” tras la muerte de Franco. ¿Hay algo que celebrar? No. Peor aún: hay mucho que lamentar.

Como en una tragicomedia escrita por Valle-Inclán y representada por bufones de medio pelo, el país se hunde mientras sus ciudadanos practican su deporte favorito: el senderismo urbano pancartero.

Nueva manifestación en Madrid, nueva dosis de indignación de fin de semana, nuevo grito hueco: “¡Que se vaya Sánchez!”… ¿Y después qué? Nada. El desierto.

La escena se repite como ritual pagano sin trascendencia. Miles, alentados por una oposición acomplejada y estéril, se congregan, gritan, marchan, se desahogan… y al rato, vuelven a la terraza, brindando con cerveza sin espuma y resignación.

Porque lo que define al español medio hoy —y esto duele más que cualquier crítica a Sánchez— es su pasividad bovina. No es que el país se desmorone: es que se deja desmoronar. Con disciplina de rebaño.


La Oposición: Esa Gran Nada con Corbata

Preguntar por el proyecto político de la oposición es como pedir a un maniquí que recite a Homero. No hay nada. Vacío absoluto.

Vox grita sin estrategia, el PP susurra con miedo escénico. Su gran ambición: gestionar el lodazal sin removerlo. Quitar a Sánchez, sí, pero sin desmontar el tinglado que lo sostiene.

¿Reformar la Constitución? Tabú.

¿Derogar el Estado de las Autonomías? Ni pensarlo.

¿Cerrar TV3, revertir leyes totalitarias disfrazadas de progresismo, eliminar subvenciones a chiringuitos ideológicos? ¡Qué radicalidad!

Mejor dejarlo todo como está y volver al PP de las marisquerías y los másteres falsos.


La Democracia Española: Una Parodia de Sí Misma

En 1977 se vendió una democracia y se entregó una caricatura con ribetes bananeros.

España es el único país del mundo que financia a quienes quieren destruirla, que premia a golpistas con amnistías, que usa dinero público para campañas contra su lengua, su historia y su unidad.

¿Se necesita valor para destruir una nación? No. Solo cobardía ajena.

El Estado de las Autonomías es el mayor disparate institucional, no existe nada comparable en el mundo. Un diseño suicida que convierte a la nación entera en mecenas de sus metástasis territoriales.

Cada región puede moldear su historia, educar en el odio, administrar impunidad y chantajear al Estado con total impunidad.

¿Y los españoles? Callan. Se tragan el veneno con patatas.

Conclusión: La hora de la verdad o el entierro de España. España está al borde del abismo

Este 8 de junio, cuando miles griten en Madrid, que ese grito no sea solo ruido. Que sea el despertar de una sociedad dispuesta a reclamar su futuro, a exigir responsabilidad, a desmantelar estructuras corruptas y a construir un proyecto nacional real, sólido y libre.

Porque si no somos capaces de levantarnos ahora, el silencio será nuestra tumba y la decadencia, el legado para las próximas generaciones.

España se enfrenta a su momento más grave y decisivo. Como vengo subrayando, no son los gritos ni las manifestaciones lo que cambiarán el rumbo, sino la valentía de mirar a la realidad sin venda, sin evasiones ni complacencias. Porque la verdad es incómoda, pero es la única vacuna contra la podredumbre.

Este país no necesita más discursos huecos ni promesas de cambio sin sustancia. Necesita un despertar colectivo que sacuda la apatía, que rompa la parálisis bovina y que se niegue a aceptar el destino de irrelevancia y fragmentación.

La democracia española no es un régimen robusto, sino una parodia que se sostiene en la cobardía popular y la complicidad de elites serviles. El Estado autonómico, el sistema político y la clase dirigente actual han minado la unidad y la dignidad nacional. El futuro se dibuja incierto, a menos que el pueblo recupere la voz, el coraje y el compromiso de defender lo común.

Y es que no hay país serio que se cuestione cada mañana si quiere seguir siendo lo que es. Ninguna nación digna de ese nombre somete a debate, cada legislatura, su forma de jefatura de Estado. Ni su modelo territorial, ni su sistema judicial, ni su política exterior. En ninguna democracia consolidada se cambia de aliados internacionales cada vez que el inquilino de la Moncloa cambia de partido. En ningún país con un mínimo de autoestima nacional se desmonta el sistema educativo o el sanitario como si fueran cubos de Lego.

España, sin embargo, ha hecho de la provisionalidad su seña de identidad. Vivimos instalados en una transitoriedad eterna, como si nuestra historia no fuese más que una espera sin fin, una línea discontinua que nunca se convierte en estructura. Cuarenta años de reforma perpetua, de parches, de pactos de urgencia, de concesiones con letra pequeña, han destruido cualquier posibilidad de continuidad. ¿Y aún nos preguntamos por qué cunde el desánimo?

Lo que en otros países son pilares indiscutibles, aquí se transforman en campo de batalla para cada partido, en botín de guerra ideológica, en moneda de cambio parlamentario. No hay asideros. No hay absolutos. Y sin ellos, no hay nación que resista.

Sí: hablo de la necesidad de absolutos incuestionables. Y sé que en esta época de relativismo moral y de corrección política decirlo suena casi herético. Pero si no existen límites infranqueables, si todo puede ponerse a votación, si toda decisión es válida sólo porque la avala una mayoría circunstancial… entonces ya no hay bien ni mal, ni justo ni injusto. Solo hay cálculo, poder, y fuerza bruta revestida de votos.

Una democracia liberal con principios no permite que las mayorías lo decidan todo. No pueden tocar los fundamentos, los derechos inalienables, la unidad de la nación, ni el respeto a las minorías. Lo verdaderamente liberal no es permitir o tolerar cualquier cosa, sino lo que impide que cualquier mayoría destruya los cimientos comunes.

España no tiene eso. No tiene asideros. Y por eso está al borde del suicidio.

Vivimos en el caos intelectual más absoluto, alimentado por el embrutecimiento generalizado y el encanallamiento moral de buena parte de la clase política y mediática. Hemos olvidado una verdad básica: el único gobierno legítimo es el que protege la libertad del individuo. Y eso significa proteger su vida, su propiedad, su libertad y su derecho a buscar su felicidad —que no es lo mismo que “hacerle feliz” a fuerza de subsidios y propaganda.

Un gobierno que se respete debería saber identificar —y castigar— a quien viola esos derechos. Sea un criminal común o una potencia extranjera. Pero también a los que desde dentro del sistema trabajan para destruirlo. ¿Cómo es posible que partidos cuyo objetivo es disolver España puedan concurrir legalmente a elecciones? ¿En qué otro país del mundo civilizado ocurre esto?

España necesita con urgencia una reforma profunda de la Ley de Partidos, que impida la legalidad de cualquier formación que atente contra la unidad nacional, y una nueva ley electoral que liquide los privilegios de la ley D’Hondt y devuelva el poder de representación al ciudadano: distritos uninominales, doble vuelta, representación real. Basta ya de gobiernos en minoría sostenidos por chantajistas profesionales.

Pero no se trata solo de normas. Lo que falta es alma. Es una revolución moral. Una refundación intelectual. No podemos seguir funcionando como si la política fuese un tablero de ajedrez en el que todo se negocia, todo se pacta, todo se cambia. Sin verdades comunes, sin límites sagrados, sin un mínimo sentido del deber hacia la patria y hacia los que vendrán después, no hay país. Solo hay un mercado persa de siglas, relatos y estrategias de supervivencia electoral.

España necesita recordar que libertad no es hacer lo que se quiera, sino vivir conforme a unos principios que no se subastan. Que la democracia no consiste en aceptar lo inaceptable porque lo diga una mayoría. Que la pluralidad no equivale a permitir que se vote si queremos seguir existiendo como nación.

Una sociedad cabal procura la estabilidad, no el sobresalto. La continuidad, no la convulsión. Y para ello necesita absolutos incuestionables: la soberanía nacional, la unidad del Estado, los derechos fundamentales del individuo, la primacía de la ley sobre la voluntad, la inviolabilidad de la propiedad, la responsabilidad penal y política ante la traición. Sin ellos, no hay nada. Ni democracia, ni patria, ni libertad.

España se halla en una encrucijada. O recuperamos esos absolutos, o nos disolvemos del todo. O construimos una arquitectura institucional blindada contra el chantaje, o nos resignamos a vivir como súbditos de mayorías volátiles, nacionalistas chantajistas y burócratas sin patria.

Porque si todo está en discusión, si todo se puede cambiar por votos, si nada es sagrado… entonces nada permanece. Y si nada permanece, España no es una nación: es un accidente histórico a punto de ser barrido por su propia estupidez.

La hora de la verdad ha llegado. España no puede esperar más.

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