España al borde del abismo: frente a la claudicación de PP y VOX, sólo existe una alternativa real, la de los españoles decentes, sin complejos… y reaccionarios.

En el debate político y cultural actual, los movimientos conservadores suelen ser descritos como anacrónicos, autoritarios y peligrosamente incapaces de adaptarse a nuevas ideas para progresar, avanzar para mejorar… Esta imagen de la derecha política se basa en varios conceptos erróneos. En realidad, el conservadurismo contemporáneo, tanto en Estados Unidos, en Europa, como en España, peca de lo contrario: de una flexibilidad paralizante y de un acomodo que lo ha llevado a la irrelevancia institucional y a la claudicación cultural. El conservador español de hoy no es el inquisidor que retrata la izquierda progresista, sino un heredero resignado de una civilización en ruinas, temeroso de imponer límites y ansioso de ser, aprobado, tolerado por quienes lo desprecian. En vez de reconquistar el espacio perdido, se conforma con sobrevivir en los márgenes, evitando a toda costa ser tildado de “fascista”, «franquista»,“homófobo” o “reaccionario”.

Frente al avance del “progresismo indecente” y la socialdemocracia en sus múltiples formas, sólo existe una alternativa real: la de los españoles decentes, sin complejos… y reaccionarios.

La palabra «reaccionario» está directamente relacionada con el verbo «reaccionar». «Reaccionar» significa tener una respuesta o reacción ante algo… responder o actuar de una manera determinada como respuesta a un estímulo, defenderse de un ataque, responder a una agresión, oponerse a algo que se considera inadmisible, según el diccionario de la Real Academia Española.

Ser reaccionario, lejos de implicar una nostalgia inmovilista, es tener como objetivo enderezar lo que está torcido, poner remedio a lo que los socialdemócratas-progresistas hacen que no funcione correctamente, restaurar el funcionamiento correcto de las instituciones económicas, sociales y culturales y hacer retroceder «su reloj» expulsando a los cárteles mafiosos y su burocracia de los territorios que controlan, de sus posiciones de poder e influencia y restaurando, regenerando el cuerpo social para que recupere la salud.. Es una llamada a la regeneración del cuerpo social, hoy gravemente dañado, y a la recuperación de la salud nacional. En la España actual, ser antiprogresista y contrario a lo “social y políticamente correcto” es, sencillamente, poseer sentido común.

Libertad, responsabilidad y el caballo de Troya del «progresismo».

El conservadurismo clásico español siempre ha defendido la libertad, pero una libertad moderada por la responsabilidad, anclada en la tradición, el bien común y el orden moral. Esta concepción ha sido sistemáticamente dinamitada por una peculiar forma de entender la «democracia liberal» que, confundida con progresismo, ha degenerado de tal manera que desprecia la forma de vida occidental, sus raíces, la familia, la religión y la patria. Desde la Transición, tras la muerte del General Franco, lo que comenzó como un pretendido proyecto de reconciliación nacional ha desembocado en una sociedad nihilista, incapaz de reconocer el bien objetivo, adicta al placer inmediato y desconectada de sus raíces cristianas.

Y, para más INRI, la izquierda española actual se ha alejado de la socialdemocracia ilustrada (la que aceptaba, y no cuestionaba, la economía de libre mercado, la democracia representativa, la separación de poderes, el estado de derecho…) para convertirse en una izquierda tribalizada, neomarxista y posmoderna, que ataca la tradición occidental, la civiiización judeocristiana, y legisla desde un igualitarismo coercitivo disfrazado de inclusividad. Leyes como la de memoria democrática, la ley trans o la censura en redes sociales ejemplifican la imposición de una nueva religión secular, donde la disidencia es criminalizada y cualquier alternativa real al pensamiento único es marginada.

La “memoria democrática” como ingeniería ideológica

La llamada “Ley de Memoria Democrática” (hasta hace poco de «memoria histórica») no es una norma de reconciliación ni de estudio histórico, sino una herramienta de ingeniería ideológica con efectos coercitivos: impone una verdad oficial sancionada por el Estado, margina cualquier interpretación alternativa del pasado y convierte la historiografía en un simple instrumento de legitimación política. En lugar de permitir la pluralidad de memorias, la libertad de pensamiento y de opinión, impone una sóla narrativa, un sólo discurso: el antifranquismo retrospectivo, sobrevenido, como requisito de ciudadanía moral.

Muchos miembros de la derecha -autoproclamados liberal-conservadores, democristianos o patriotas templados- se desviven por proclamarse antifranquistas retrospectivos, como si de ello dependiera su certificado de pureza democrática. No importa que ni siquiera hubieran nacido entonces o que guardaran silencio durante décadas: hoy, con tal de seguir participando del reparto de respetabilidad mediática, se apresuran a aplaudir sin rechistar las llamadas leyes de “memoria democrática”, auténticos instrumentos de damnatio memoriae, de borrado histórico y de reeducación ideológica.

Han asumido sin reservas el marco mental del adversario, canonizan retrospectivamente la Transición como si se tratara de un parto inmaculado de la democracia, y reniegan del régimen anterior incluso cuando saben -porque lo saben- que fue, en muchísimos aspectos, la base, el germen de lo que hoy llaman Estado del Bienestar. Se da así la paradoja -como advirtió con sarcasmo Gustavo Bueno- de que los presuntos herederos del franquismo se sumen jubilosamente al desmontaje simbólico de su propio origen político y cultural, mientras al mismo tiempo abrazan sin rechistar la “unidad dogmática” del consenso socialdemócrata, el femiestalinismo degenerado, como dogma de Estado, la ideología de género como nueva verdad oficial y la religión del calentamiento global antropogénico, convertida en moral laica de obligado cumplimiento. En vez de combatir el relato impuesto, lo han interiorizado. Han convertido el sometimiento en virtud, y la claudicación en estrategia. Aunque sepan que toda disidencia verdadera será automáticamente tachada de «ultra», de «negacionista» o de «reaccionaria».

La lógica perversa del consenso obligatorio

Alain de Benoist ya denunció esta lógica perversa de la democracia moderna como sistema de exclusión simbólica, donde sólo caben dos posiciones posibles: la adhesión servil al consenso progresista o la marginación como apestado político. La democracia liberal -advertía- ha dejado de ser un régimen plural para convertirse en una «democracia de consenso obligatorio», donde el disenso se patologiza y el que tiene la osadía de disentir es tratado como un enfermo o un criminal. En España, esa lógica se traduce en una derecha domesticada, que va a remolque de la agenda que decide la izquierda, que ha acabado asumiendo su vocabulario, que pide permiso para existir, que jura lealtad al sistema a cambio de no ser expulsada de la escena…

Y no es que falten advertencias. Han sido, hemos sido, muchos, muchísimos a lo largo del último medio siglo los que hemos explicado con claridad, sin tapujos, que lo que está en juego es el relato mismo de España, sustituido por una pedagogía del odio que convierte todo pasado no democrático en anatema. Lo que se persigue -como en Francia con Marine Le Pen- no es una depuración judicial por hechos delictivos, sino una profilaxis ideológica que expulse del espacio público cualquier alternativa real al pensamiento único. Es una forma sofisticada de represión blanda: censura disfrazada de virtud, exclusión política revestida de «valores democráticos».

Mientras en países como Polonia o Hungría se libra una batalla activa por preservar la identidad nacional frente al dogmatismo globalista, en España la derecha se desintegra de rodillas ante el altar de la corrección política. Allí el pasado se discute; aquí se borra. Allí se disputan los símbolos; aquí se entregan sin resistencia.

La derecha española, mientras tanto, sigue temblando por si la llaman facha, franquista, machista y lindeza por el estilo. Es por eso que apenas nunca contesta, no combate, no planta cara. Prefiere firmar el parte de rendición y esperar, sumisa, y así evitar suscitar las iras de los progresistas y sus medios afines… De ese modo va agonizando, extinguiéndose una derecha española decente que, antaño, sabía que la civilización se defendía incluso a costa de la difamación y el rechazo social. Hoy, ante el altar del consenso progresista, los liberal-conservadores, la derecha social, los demócratacristianos, han sacrificado la memoria, la verdad y el coraje. Y sin memoria, sin verdad y sin coraje, ya no queda nada que merezca ser llamado derecha, y menos todavía española y decente.

El “reaccionarismo decente” como única alternativa

Frente a este panorama, la única alternativa viable es la reacción: un movimiento de españoles decentes, sin complejos, que asuma el reto de restaurar la nación y la civilización. Ser reaccionario hoy es, en esencia, poseer sentido común y voluntad de regeneración. Es priorizar la familia, la libertad, la propiedad y la nación española, restaurando el Estado de Derecho y la democracia real. Es rechazar la “derecha woke”, que no es más que un PSOE con cuatro o cinco años de retraso, y enfrentarse a la utopía totalitaria del wokismo, que santifica a las minorías y demoniza al hombre blanco heterosexual, aliada con el fundamentalismo ecologista y la teoría queer, para instaurar un régimen totalitario disfrazado de democracia.

Este movimiento requiere un liderazgo carismático, claridad, valentía y la disposición a desafiar el consenso impuesto por las élites progresistas. Su principal objetivo debe ser despertar a la mayoría de la población, aglutinar a los ciudadanos decentes en torno a un proyecto regenerador y devolver a España su salud social, moral y política. La alternativa reaccionaria debe dar prioridad a la familia, la libertad, la propiedad y la nación española, restaurando el Estado de Derecho y la democracia real, especialmente imperfecta y defectuosa en la actualidad. El objetivo es hacer a España “Grande, Libre y Unida otra vez”, corrigiendo los excesos y errores del progresismo y la socialdemocracia.

El debate de fondo: ¿qué cultura queremos defender?

El debate subyacente es el siguiente: ¿Debe un grupo definir la cultura occidental por encima de los demás y defenderla de las amenazas existenciales? ¿Son los nacionalistas-españolistas, de cultura y educación cristiana ese grupo? La historia de España responde afirmativamente: durante siglos, la nación española fue la encarnación del nacionalismo cristiano, y la civilización occidental se sostuvo en esos valores. La alternativa es clara: o se restaura el fundamento cristiano y nacional, o se permite que la disolución progresista y globalista arrase con todo. Por supuesto, para que no quepan dudas, no estoy hablando de restaurar el «nacionalcatolicismo», como «religión obligatoria» sino de recuperar nuestras señas de identidad, nuestra tradición y defender nuestra forma de vida.

La experiencia reciente en Occidente muestra que el consenso socialdemócrata, la «democracia liberal» sin límites conduce al caos, a una mezcla de individualismo narcisista y egoísmo irracional y a la destrucción de las normas y estructuras colectivas. El multiculturalismo extremo, la ideología de género, la inmigración masiva -y descontrolada- y la demolición de la familia son síntomas de una enfermedad civilizatoria que sólo puede curarse restaurando las raíces. El nacionalismo cristiano no exige una teocracia, sino el reconocimiento de los fundamentos que han dado forma a España, a Europa y Occidente.

El ejemplo internacional y la urgencia de la reacción

Mientras en países como Polonia o Hungría se combate activamente por la preservación de una identidad nacional frente al dogmatismo globalista, en España la derecha se desintegra en el altar de la corrección política. Allí el pasado se discute; aquí se borra. Allí se disputan los símbolos; aquí se entregan sin resistencia. La reacción internacional -con ejemplos como Trump o Milei- demuestra que es posible articular una alternativa real, capaz de despertar a las mayorías y devolver la sensatez, la decencia y la prosperidad a las naciones.

Volver a las raíces o desaparecer, he ahí el dilema.

En definitiva, la supervivencia de España como nación, de nuestra forma de vida, de la civilización judeocristiana, grecorromana, depende de la capacidad del conservadurismo para recuperar su voz, su coraje y su papel vertebrador, no sólo en la política, sino en la cultura y en la vida moral nacional. Sólo así podrá España evitar despeñarse por el abismo y recuperar su lugar en la historia. El relativismo, el multiculturalismo desarraigado, la ideología de género, la inmigración masiva, el odio a la nación, la demolición de la familia, el desprecio a la autoridad y el colapso de la natalidad no son hechos aislados, sino síntomas de una enfermedad civilizatoria. Y esa enfermedad sólo se cura restaurando las raíces.

Sin memoria, sin verdad y sin coraje, ya no queda nada que merezca ser llamado derecha española y decente. La alternativa es clara: reacción, regeneración y retorno a los fundamentos que hicieron grande a España (también libre y unida).

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