El suicidio de la Unión Europea

Velarde Daoiz

«Desde la pandemia, las instituciones europeas están traicionando los principios del libre mercado y del respeto a los derechos y libertades individuales»

Tras la destrucción material y humana que para el continente europeo supuso la Segunda Guerra Mundial, la idea de que una tragedia similar no debería repetirse comenzó a tomar cuerpo entre los líderes políticos del Viejo Continente. El 19 de septiembre de 1946, Winston Churchill (en aquel momento líder de la oposición política en el Reino Unido, tras su derrota electoral tras el conflicto bélico), pronunciaba durante su discurso en la Universidad de Zürich algunas ideas de profundo calado: 

«Deseo hablar de la tragedia de Europa, este noble continente, hogar de todas las razas que dieron lugar al mundo occidental, fundamento de la fe y la ética cristianas, y origen de la mayor parte de la cultura, las artes, la filosofía y la ciencia, tanto de las eras antiguas como de las modernas. Si Europa estuviera unida compartiendo su herencia común, no habría límite a la felicidad, prosperidad y gloria que sus 300 ó 400 millones de habitantes podrían disfrutar. Sin embargo, es en Europa donde han surgido esta serie de espantosas luchas nacionalistas, originadas por las naciones teutónicas en su ascenso al poder, que hemos visto en este siglo XX y en nuestra propia vida arruinar la paz y estropear las perspectivas de toda la Humanidad… De hecho, de no haber sido por el hecho de que la gran república al otro lado del Atlántico se dio cuenta de que la ruina o la esclavitud de Europa implicaría también su propio destino, y extendió las manos para socorrerla y guiarla, la Oscura Edad Media habría regresado con todo su miseria y crueldad. Todavía puede regresar. No obstante, existe un remedio que, si fuera adoptado espontáneamente y de manera general por la gran mayoría de la gente en muchos países, transformaría milagrosamente todo el escenario y en pocos años haría que toda Europa, o la mayor parte, fuera tan libre y feliz como Suiza. ¿Cuál es ese remedio? Es reconstruir el tejido europeo, tanto como sea posible, y proporcionarle una estructura bajo la cual pueda vivir en paz, seguridad y libertad. Debemos construir una especie de Estados Unidos de Europa. Solo así cientos de millones de trabajadores podrán recuperar las sencillas alegrías y esperanzas que dan sentido a la vida».  

El 5 de mayo de 1949, en el Palacio de St James, se firmó el Tratado de Londres, primer gran acuerdo entre varios países europeos firmado tras la guerra, que establecía las bases de la creación del Consejo de Europa. Diez Estados (Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo, Francia, Reino Unido, Irlanda, Italia, Dinamarca, Noruega y Suecia) rubricaron el Tratado (hoy pertenecen al Consejo de Europa 46 Estados europeos), cuya finalidad fundacional consistía en «realizar una unión más estrecha entre sus miembros para salvaguardar y promover los ideales y los principios que constituyen su patrimonio común y favorecer su progreso económico y social». Esa finalidad se conseguiría «persiguiendo a través de los órganos del Consejo, mediante el examen de los asuntos de interés común, la conclusión de acuerdos y la adopción de una acción conjunta en los terrenos económico, social, cultural, científico, jurídico y administrativo, así como la salvaguardia y mayor efectividad de los derechos humanos y las libertades fundamentales».

Justo un año después, el Ministro de Asuntos Exteriores francés Robert Schumann pronunciaría la Declaración que lleva su nombre, y que daría lugar a la creación de la CECA  (Comunidad Europea del Carbón y del Acero). La genial idea tras esta declaración/propuesta francesa era la de poner en común la producción de carbón y del acero francés y alemán, sometiéndola a una Alta Autoridad Común y dejando el acuerdo abierto a todos los demás países que quisieran adherirse. Se trataba, en definitiva, de transformar a históricos enemigos en socios comerciales, lo que dificultaría el inicio de futuros conflictos bélicos. Dicha declaración incluía la eliminación de aranceles aduaneros para la circulación del carbón y el acero entre todos los países que se adhirieran al proyecto, y no permitía tarifas de transporte diferenciales. «La organización proyectada, al contrario que un cártel internacional tendente a la distribución y la explotación de los mercados mediante prácticas restrictivas y el mantenimiento de grandes beneficios, garantizará la fusión de los mercados y la expansión de la producción». 

Apoyándose en el éxito de la CECA, sus seis países fundadores (Alemania, Francia, Italia, Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo) decidieron ampliar su cooperación a otros sectores económicos. Nacían así en 1957, con la firma de los Tratados de Roma, dos nuevas organizaciones europeas, compuestas originalmente por los mismos Estados que la CECA: la Comunidad Económica Europea (CEE, también llamado «mercado común», que permitía la libre circulación de bienes sin ningún tipo de aranceles entre los estados miembros – Unión Aduanera), y la Comunidad Europea de la Energía Atómica (cuya constitución vino por cierto precedida por un informe que afirmaba que era necesario un mayor desarrollo de la Energía Nuclear para hacer frente al agotamiento de los yacimientos de carbón y reducir la dependencia de los países productores de petróleo). Estas organizaciones supranacionales, junto con la CECA, constituyeron los orígenes de las actuales instituciones europeas.

El Mercado Común definido en los Tratados de Roma afectaba solamente a la libre circulación de bienes entre los países miembros. La firma del Acta Única Europea en 1986, ratificada tras múltiples desavenencias por los 12 Estados miembros de la CEE en aquel momento, España incluida, extendió la libre circulación a personas, capitales y servicios, dando lugar a principios de 1993 a la creación de un Mercado Único y de la Unión Europea.

La actual Europa tiene como hemos visto sus orígenes en dos principios fundamentales:

  1. El Libre Mercado (al menos dentro de los Estados Miembros)
  2. El respeto a los derechos humanos y las libertades individuales, incluyendo la de circular y establecerse en cualquier punto de cualquier estado miembro 

Durante los últimos años, y particularmente desde el inicio de la pandemia, sin embargo, las instituciones europeas, y muchos de sus estados miembros interiormente, están traicionando esos principios.

En aras de una supuesta protección de la salud, hemos asistido a la vulneración de derechos fundamentales de los ciudadanos. Desde la imposibilidad de salir a la calle, independientemente de la distancia a otros seres humanos, a la imposibilidad de desplazarse a otras regiones, incluso a segundas viviendas, pasando por toques de queda aprobados por parlamentos de varios países con vigencia de varios meses independientemente de la situación epidemiológica y/u hospitalaria, hemos sufrido un mosaico infinito de medidas arbitrarias y con poco o ningún soporte médico o epidemiológico. Y pese a ello ninguna de las medidas anteriores, hasta donde llega mi conocimiento, ha merecido el menor reproche por ninguna de las instituciones europeas. 

No solo eso, dichas instituciones europeas han aprobado restricciones a la movilidad dentro de los países miembros, exigiendo la aportación de pasaportes COVID que, de facto, suponían la casi obligatoriedad de la vacunación con unas vacunas que, y era evidente muy pocos meses después de iniciarse el proceso de vacunación, tienen un impacto muy limitado en la transmisión de la enfermedad.

«El cierre precipitado de las centrales nucleares y la prohibición de la técnica del ‘fracking’, unidos al despliegue masivo de energías renovables intermitentes (solar y eólica), han hecho a Alemania extremadamente dependiente del gas de terceros países»

Desde hace meses, Europa es víctima, además de las consecuencias derivadas de la pandemia y de la invasión de Ucrania, de una defectuosa política energética. Defectuosa en general, y muy en particular en algunos Estados centroeuropeos como Alemania. El cierre precipitado de las centrales nucleares y la prohibición de explotación de gas mediante la técnica del fracking, unidos al despliegue masivo de energías renovables intermitentes (solar y eólica), han hecho a ese país extremadamente dependiente del gas de terceros países (la electricidad procedente de centrales de ciclo combinado que queman gas es la forma más sencilla de «aumentar y disminuir» la producción eléctrica cuando es necesario hacer una cosa o la otra debido a la intermitencia de las energías renovables para garantizar que siempre que se apriete el interruptor haya fluido eléctrico disponible). Y el gas, a diferencia del petróleo, no puede transportarse del lugar de origen al de consumo con facilidad. Solo puede transportarse vía gasoducto en estado gaseoso o en estado líquido a través de grandes metaneros. Pero en este último caso es preciso disponer de carísimas plantas de regasificación para devolver del producto a estado gaseoso y distribuirlo internamente. Lamentablemente, Alemania carece de plantas de regasificación. Así que ahora no solo se encuentra ahora extremadamente dependiente del gas, sino extremadamente dependiente del gas ruso (el único que puede llegarle vía gasoducto).

La utilización de Putin del gas como arma de presión hacia Europa en el conflicto bélico que mantiene tras invadir Ucrania está poniendo a Alemania, y con ello a Europa, en una situación límite. Así, tras traicionar con ocasión de la pandemia uno de sus principios fundacionales (los derechos y libertades fundamentales de los individuos), las instituciones europeas parecen estar haciendo ahora lo propio con el libre mercado. Acuciados por el recorte de gas ruso y la inevitable llegada del invierno (recordemos que, pese al cambio climático y los titulares periodísticos, el frío continúa siendo mucho más dañino para la salud humana que el calor), los estados miembros de la Unión acordaron hace días una reducción «voluntaria» del 15% en el consumo de gas, que puede volverse «obligatoria» si la Unión lo considera necesario dentro de unos meses.

Como consecuencia de ese acuerdo, los diferentes Estados están aprobando estos días una serie de medidas internas para cumplir con la sugerencia europea. En España, por ejemplo, se obliga a las empresas con locales abiertos al público a mantener sus puertas cerradas, a que el termostato del aire acondicionado no pueda bajar de 27 grados en verano ni el de la calefacción superar los 19 en invierno, o a que los escaparates deban apagar sus luces a las 22 horas. 

¿Cómo puede defenderse el libre mercado y a la vez restringir la libertad de empresa imponiendo limitaciones al consumo energético? Si para las empresas resulta interesante apagar los escaparates debido al altísimo coste de la electricidad, deben decidirlo ellas mismas. Y si consideran que les merece la pena pagarlos… exactamente ese es el principio de Libre Mercado que hace más de medio siglo sirvió de idea alumbradora de las instituciones europeas.

Apagar los escaparates españoles no alivia absolutamente nada los problemas de abastecimiento de gas en Alemania, por las razones logísticas anteriormente mencionadas. Y si el problema que atisban las instituciones es que los actuales precios de la electricidad van a hundir la economía europea, que suspendan ese engendro llamado mercado de derechos de emisión de CO2 como poco temporalmente, y que modifiquen los mecanismos de fijación de precios de la electricidad, siempre manteniendo los conceptos de mercado y competencia.

La traición de las instituciones europeas a sus principios fundacionales, unida a errores estratégicos de importancia capital cometidos por sus líderes (que comentaré en un próximo artículo), y que ponen en riesgo el crecimiento económico de sus países miembros, pueden acabar dando al traste con uno de los proyectos que mayor bienestar y paz han proporcionado a los ciudadanos del Viejo Continente. Ojalá rectifiquen a tiempo. 

Velarde Daoiz

@velardedaoiz2

Ingeniero de profesión, todólogo por vocación. Los números son mis amigos.

FUENTE: https://theobjective.com/

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