El gatopardismo como forma de gobierno en España: cambiar todo para que nada cambie

“Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie” – Tancredi Falconeri, en El Gatopardo (Giuseppe Tomasi di Lampedusa)
CAROLUS AURELIUS CALIDUS UNIONIS
La farsa democrática: del pueblo soberano a la servidumbre electoral
España no está gobernada por sus ciudadanos, ni siquiera por sus votantes. Está gobernada por una casta profesional que ha secuestrado las instituciones democráticas para su propio beneficio, amparada en una Constitución que nadie puede reformar sin permiso del club de oligarcas al que llaman “partidos políticos”.
Lo llaman democracia, pero es un teatro en el que los mismos actores se turnan en escena mientras el guion lo redactan burócratas, lobbies, bancos y consejos de administración. El ciudadano cree votar, pero lo que hace es legitimar una oligarquía partitocrática.
Y es que cuando las personas decentes deciden desentenderse de la política —porque les repugna, porque están hartos, porque creen que no sirve de nada—, el vacío lo ocupa la basura moral: los cínicos, los trepadores, los ignorantes útiles y los malvados útiles. Y así nos va.
La ley del gorrón: por qué el bien común se hunde
Mancur Olson nos lo explicó con una claridad desarmante. Los ciudadanos no participan en la política porque es irracional hacerlo. ¿Para qué afiliarse a un partido, militar, manifestarse, organizarse, si el beneficio del resultado —si es que llega— lo disfrutarán igual quienes no han hecho nada?
Eso se llama dilema del gorrón. Si colaborar con otros no mejora sensiblemente el resultado final, y encima me beneficio igual si me cruzo de brazos, ¿para qué moverme? Ergo, la mayoría no se mueve. Y los que se mueven… ya sabemos quiénes suelen ser.
Peor aún: la política no premia a los mejores. Premia a los que saben jugar con incentivos selectivos: puestos, cargos, clientelas, subvenciones. No se lucha por ideas, se lucha por rentas. Así se forma la clase política: una amalgama de burócratas trepas que solo saben vivir del presupuesto.
La ley de hierro de la oligarquía: siempre mandan los mismos
Robert Michels lo dejó claro hace más de un siglo: toda organización tiende a la oligarquía. Hoy sus ideas se podrían resumir en una frase brutal:
“La democracia es el régimen que sirve para legitimar que unos pocos manden en nombre de todos”.
Los líderes nacen del pueblo… pero en cuanto alcanzan el poder, se elevan sobre él. Se profesionalizan, se rodean de leales, eliminan a los díscolos y se atrincheran en sus cargos. Y como el conocimiento político se vuelve técnico, oscuro, lleno de reglamentos y comisiones parlamentarias, el pueblo ya no puede controlarlos.
Resultado: el partido político ya no es un instrumento al servicio del ciudadano, sino una maquinaria electoral al servicio de sí misma. No hay participación, no hay control, no hay democracia interna. Hay obediencia, listas cerradas, clientelismo y purgas ideológicas. Es el caciquismo de siempre, con smartphone y protocolo.
Gatopardismo institucional: el arte de cambiarlo todo para que no cambie nada
Todo esto no es un accidente. Es un sistema diseñado para perpetuarse. ¿Qué es el gatopardismo? La ilusión de reforma que asegura la permanencia del poder. Cambiamos las siglas, los colores, los nombres de los ministerios, los lemas de campaña… pero nunca cambia el fondo del régimen.
Se reforman los estatutos… para blindar aún más al aparato. Se crean nuevos partidos… que repiten los mismos vicios. Se rotan los ministros… y se eternizan las políticas. Se convocan elecciones… para que ganen siempre los mismos de siempre, aunque con otra corbata.
Los partidos funcionan como trusts oligárquicos: compiten de cara a la galería, pero pactan entre bastidores. Pactan el reparto de jueces, los órganos reguladores, la financiación pública, la RTVE de turno… y sobre todo, pactan que nadie ajeno al club pueda entrar.
¿Y el ciudadano? Un espectador humillado
En este contexto, el ciudadano no es soberano: es cliente, siervo, peón. Elige entre listas que no confecciona, entre candidatos impuestos por élites partidarias -y parasitarias-, en campañas financiadas por intereses opacos. Su voto no sirve para decidir, sino para bendecir lo ya decidido.
¿Y qué hacen los líderes? Simulan democracia, pero blindan sus privilegios. Prometen regeneración, y consolidan el sistema. Hacen amagos de ruptura, y refuerzan los mismos cimientos podridos. Son gatopardistas profesionales: retóricos de la novedad que solo persiguen la continuidad.
La gran estafa de la democracia realmente existente
El sistema español no está diseñado para dar poder, para promover la participación en la toma de decisiones de los ciudadanos, sino para desmovilizarlos. Para hacer que abandonen cualquier intento de regeneración desde abajo. ¿Qué pasa cuando surge un movimiento real, orgánico, no tutelado? El sistema procura absorverlo, integrarlo, corromperlo, disolverlo… o criminalizarlo y caricaturizarlo, o como se dice últimamente en España, se le aplica un «cordón sanitario». El sistema tiene anticuerpos contra lo auténtico.
Y sin embargo, seguimos votando, aplaudiendo, tragando. Nos ofrecen una democracia de cartón piedra, y la defendemos como si fuera sagrada. Porque nos han enseñado que fuera del sistema solo hay caos. Porque hemos olvidado que la soberanía es nuestra.
Conclusión: la necesidad de una cirugía de hierro
Si esto no es una democracia real, ¿por qué seguimos llamándola así? ¿Por qué no exigir que las estructuras partidarias se democraticen? ¿Por qué no castigar con el voto a quienes blindan a los suyos en listas cerradas? ¿Por qué no organizarse fuera de los cauces del sistema para forzar un cambio radical?
España necesita una cirugía de hierro, como pedía Joaquín Costa: no para volver a un pasado idealizado, sino para romper con la hipocresía institucionalizada. No hay regeneración posible sin romper el gatopardismo. Y no hay ruptura sin que los españoles decentes salgan de su letargo.
Si los buenos no dan el paso, los malvados seguirán al mando. Y con el aplauso entusiasta de una muchedumbre embrutecida que confunde votar con participar, y obedecer con vivir en libertad.