El fascismo es progresista, es de izquierda.
CARLOS AURELIO CALDITO AUNIÓN
Comencemos con una advertencia: es imprescindible recordarles a las víctimas de las leyes educativas “progresistas” y demás desinformados e incultos que las diversas formas de fascismo fueron vencidas el siglo pasado, en la Segunda Guerra Mundial. Las gentes de izquierda, sin embargo, ven fascistas por todos lados… excepto cuando se miran al espejo.
Ya lo señaló George Orwell: los izquierdistas llaman “fascista” a todo lo que les disgusta. Los que a sí mismos se autoproclaman “progresistas” califican de fascista a quien ose disentir de sus dogmas, ya sea sobre el calentamiento global, el feminismo, el islam, la inmigración, la moral sexual o la educación. Todo aquel que contradiga el catecismo del día será acusado de fascismo. Curiosamente, eso sí, los ataques al judaísmo o al Estado de Israel quedan exentos de tal etiqueta: el antisemitismo, disfrazado ahora de “antisionismo”, es el último refugio respetable del odio.
Si alguien defiende la enseñanza libre y no estatal, la izquierda le llamará fascista. Pero resulta que el fascismo, en su esencia, fue un movimiento a favor de la enseñanza institucionalizada, controlada por el Estado. Lo mismo ocurre con casi todo lo que los progresistas dicen combatir: el fascismo está en ellos, no en sus adversarios.
Fascismo y socialismo: ramas del mismo árbol
Pocos errores más repetidos que el de creer que el fascismo es “de derechas”. Nada más lejos de la realidad. Benito Mussolini, fundador del fascismo, fue antes que nada un socialista italiano desencantado con la Internacional prosoviética. Y Adolf Hitler llamó a su movimiento Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes. Ambos partían de un diagnóstico marxista: el capitalismo debía ser sustituido por un orden colectivista, jerárquico y planificado.
Fascistas y socialistas (y comunistas) pueden odiarse mutuamente, pero comparten más de lo que los separa. Son antiliberales, intervencionistas y enemigos de la democracia liberal y de la economía de mercado. Las diferencias entre ellos son tácticas, no esenciales. Tanto el fascismo como el comunismo pretenden someter al individuo a la colectividad, al Estado, al Partido o al “pueblo”. En ambos, la libertad individual es un estorbo; el Estado es el dios secular que todo lo ordena.
La búsqueda de una “tercera vía” entre libre mercado e intervencionismo estatal —tan celebrada por la socialdemocracia actual— ya era el núcleo ideológico del fascismo italiano en los años veinte y treinta. Mussolini hablaba de economía mixta, planificación estatal, obras públicas, banca nacionalizada y “protección de los trabajadores”. Su discurso podría leerse hoy en un mitin de cualquier partido progresista europeo sin chirriar una sola palabra.
Hitler, por su parte, fue abiertamente anticapitalista y despreciaba a la burguesía. En su propaganda se ensalzaban la reforma agraria, la jornada laboral de ocho horas, la sanidad pública y las pensiones estatales. Todo ello, curiosamente, figura hoy en el catecismo del Estado de bienestar.
Incluso el ecologismo y el animalismo tienen raíces fascistas: Heinrich Himmler, jefe de las SS, proclamaba la necesidad de “impedir que la industria alimentaria destruya a nuestro pueblo” y defendía un modelo de pureza alimentaria y moral. Hitler prohibió la caza del zorro y hubiese hecho lo mismo con las corridas de toros. Las actuales cruzadas contra el tabaco, la carne o los combustibles son herederas, aunque se niegue, de ese mismo moralismo estatal.
Fascismo, comunismo y progresismo: coincidencias de fondo
No hay fascismo de derechas. Todo fascismo es progresista en el sentido más literal: cree en la ingeniería social, en el poder del Estado para modelar la sociedad y en la subordinación de la libertad a un supuesto bien colectivo. Tanto Mussolini como Lenin quisieron crear un hombre nuevo, una nueva moral, una nueva sociedad.
Ambos despreciaban la religión y la familia tradicional. Ambos perseguían la independencia de la educación y la economía. Ambos creían en la centralización absoluta del poder. Y ambos compartían la fe fanática en la capacidad del Estado para “redimir” a la humanidad.
Por eso, como señaló Jonah Goldberg en su libro Liberal Fascism, el progresismo moderno no es más que una mutación del fascismo clásico. Goldberg recuerda que “el nuevo progresista es un profundo estatista” que combina ingredientes ideológicos de izquierda —comunitarismo, sindicalismo, multiculturalismo, buenismo, corrección política— con una visión autoritaria de la moral. Lo más característico del progresismo fascista, dice, es “la creencia estridente de que cualquiera que defienda la superioridad de una concepción moral o forma de vida” es elitista e inmoral. Es decir: la intolerancia disfrazada de tolerancia.
Fascismo con rostro sonriente
En España, el conglomerado que hoy gobierna —socialistas, comunistas estalinistas, filoterroristas y separatistas— no practica democracia ni pluralismo, sino un fascismo de izquierdas con rostro sonriente. Una reedición del totalitarismo bajo la marca del “progreso”.
Este nuevo fascismo rojo y pardo comparte con sus predecesores el culto al Estado, la demonización del enemigo externo y el control mediático. Y, como los regímenes totalitarios del siglo XX, necesita un enemigo simbólico para cohesionar al rebaño. Israel cumple hoy ese papel.
El antisemitismo, columna vertebral de todos los totalitarismos, resurge bajo el disfraz del antisionismo. Lo mismo da: el resultado es el mismo odio reciclado. Pedro Sánchez acusa a Israel de “genocidio” mientras blanquea a Hamás y a Irán. Y lo hace, como señaló Hannah Arendt, siguiendo el manual clásico del totalitarismo: fabricar un enemigo común para justificar la represión interna y distraer de la corrupción.
El mito del conflicto de clases
Cualquier persona leída, con algo más que formación básica y que no haya sido víctima de las leyes educativas progresistas, sabe que la historia de la humanidad no se reduce a una confrontación entre opresores y oprimidos, ni puede reducirse a un simplista conflicto de clases. La verdadera dinámica de la historia ha sido, y sigue siendo, el progreso humano mediante la acción espontánea: ensayo, error, acierto y conservación de lo que funciona.
El relato marxista cultural, dominante en la academia, reduce esa complejidad a una dialéctica ficticia de victimismo y explotación, ignorando siglos de prácticas sociales efectivas y de comunidades cohesionadas. La solidaridad auténtica no nace del resentimiento, sino del conocimiento mutuo: solo existe cuando los miembros de un grupo se conocen, comparten lazos afectivos o de parentesco, o una identidad moral común.
Como han explicado los historiadores serios —de Tönnies a Benedict Anderson—, el sentimiento de solidaridad hacia desconocidos es una ficción útil, una construcción imaginada que permite que sociedades grandes funcionen, pero que nada tiene que ver con la fraternidad real. Cuando el Estado sustituye la comunidad por el artificio ideológico, la solidaridad se convierte en coacción.
Epílogo: el espejo roto del “progreso”
El progresismo español contemporáneo —esa Sección Española de la Internacional de Hijos de la Gran Puta— no ha inventado nada nuevo. Solo ha repintado con tonos pastel el viejo totalitarismo del siglo XX.
Cambia el lenguaje, cambian los símbolos, pero el credo es el mismo: colectivismo, censura, estatismo y odio al disidente.
El liberalismo, con su defensa del individuo, la libertad, la responsabilidad y el mérito, sigue siendo el verdadero enemigo del totalitarismo. Por eso lo caricaturizan como “fascista”.
La ironía final es cruel: quienes más gritan “¡no pasarán!” son los mismos que han vuelto a abrir la puerta a la tiranía, con sonrisa de influencer, subvención ministerial y pulsera multicolor.
La pregunta, como siempre, es si la sociedad española abrirá los ojos a tiempo, o seguirá aplaudiendo al verdugo mientras le coloca la soga al cuello.
