El atronador silencio de las empoderadas mujeres progresistas

CARLOS AURELIO CALDITO AUNIÓN
En los últimos años, meses, semanas… la sociedad española ha asistido a una sucesión de escándalos políticos y sociales que han puesto a prueba la coherencia y la integridad de quienes, desde las instituciones y la esfera pública, se presentan como defensoras de los derechos de la mujer. Sin embargo, entre todas las tropelías y presuntos delitos conocidos, hay uno que destaca no solo por su vileza, sino por el eco ensordecedor de quienes, se suponía, deberían alzar la voz: el silencio de las mujeres progresistas empoderadas ante la denigración de la mujer desde las propias cúpulas del poder.
Un escándalo con nombre propio
El reciente escándalo que involucra a altos cargos del Gobierno, sorprendidos en conversaciones privadas donde se referían a mujeres públicas como si de mercancía se tratase, ha causado repulsión generalizada. No solo por el lenguaje soez y deshumanizador, sino por la naturalidad con la que se intercambiaban comentarios propios de un burdel, como si el hecho de que tales prácticas se financiaran con dinero público fuera apenas un detalle anecdótico. Sus repugnantes descripciones y su inhumana indiferencia hacia la mujer revelan la miserable condición de quienes hasta hace poco han ocupado las cúpulas del Gobierno y del partido que lo sustenta, al tiempo que sugieren, sin duda posible, una relación habitual entre esos malnacidos con el mundo de la prostitución y, encima, a cargo del erario público.
No se trata aquí de abrir un debate sobre la abolición de la prostitución —que el PSOE tiene prometida—, ni de recordar las opiniones de quienes siguen considerando los burdeles tan útiles para la sociedad como las cloacas para la salud pública. La cuestión de fondo es otra: ¿cómo explicar que la legión de mujeres “empoderadas” que viven de la nómina pública, encargadas de defender el respeto a la mujer, no hayan dejado oír su trino desgarrado?
– NO ESTÁ DE MÁS RECORDAR QUE SON MÁS DE CIEN MIL MUJERES EMPODERADAS, COLOCADAS EN MULTITUD DE CHIRINGUITOS SUBVENCIONADOS-
Mejor ocasión que ésta no la han tenido nunca para justificar el sueldo que a fin de mes reciben de sus respectivas instituciones y, a pesar de todo, no han dicho ni mu contra esos zafios jayanes que ya no sólo ponen un lujoso piso a la entretenida como han hecho toda la vida los señoritos, sino que las agasajan con pólvora ajena y hasta tienen la desvergüenza de pagar sus servicios adjudicándoles un sueldo en la Administración del Estado.
Feminismo institucional: ¿a sueldo del silencio?
Lo más llamativo no ha sido el comportamiento de estos personajes, sino la reacción —o mejor dicho, la ausencia de ella— por parte de ese nutrido grupo de mujeres empoderadas que, desde instituciones, observatorios y chiringuitos varios, han hecho de la defensa de la mujer su causa y su profesión. El Instituto de las Mujeres, los departamentos de igualdad en los gobiernos regionales, en cada provincia, en cada ayuntamiento… y las portavoces feministas de partidos progresistas han optado, en su mayoría, por un mutismo calculado, un «mutis por el foro» que resulta tan atronador como sospechoso.
Nunca antes habían tenido una oportunidad tan clara para justificar su existencia y su sueldo: denunciar, alto y claro, la cosificación y el desprecio a la mujer perpetrados desde el mismísimo Gobierno. Sin embargo, la reacción ha sido un silencio disciplinado y cómplice, especialmente entre aquellas vinculadas al partido concernido, pero no solo ellas.
En España hay un Instituto de la Mujer (hoy renombrado como “de las Mujeres”) a nivel nacional y otro en cada capital de provincia, sin contar los chiringuitos que en Ayuntamientos y Diputaciones hacen guardia bajo los luceros para defender unos derechos tan elementales como son la integridad física y moral de las mujeres, siempre, eso sí, que se vean amenazados por machos políticamente adversarios. No es lo mismo que un macho de derechas (moderada o extrema) torture a su amante eventual o a su santa esposa, que lo haga un sayón progresista: a estas alturas, eso no necesita demostración ni por pienso.
Doble vara de medir: abolicionismo selectivo y silencio cómplice
Resulta especialmente llamativo que muchas de las mujeres que hoy guardan silencio ante la degradación de la mujer desde las alturas del poder sean las mismas que, con vehemencia, han exigido la abolición de la prostitución, la persecución pública de los usuarios de burdeles, la divulgación de sus rostros en campañas de escarnio y una mayor dureza legal contra la trata y el tráfico de mujeres. Han sido abanderadas de la denuncia, la visibilización y la condena social… siempre y cuando el foco estuviera puesto en el adversario político.
Sin embargo, cuando las tropelías, el abuso, el acoso o incluso la violencia sexual provienen de sus propios compañeros de partido —ya sean socialistas, comunistas, filoterroristas o separatistas—, la reacción es, de nuevo, el silencio o la justificación. Se relativizan los hechos, se buscan excusas, se apela a la presunción de inocencia o, directamente, se mira hacia otro lado. El feminismo, así, se convierte en un arma arrojadiza que solo se blande cuando conviene, y se guarda en el cajón cuando amenaza con salpicar a los propios.
Esta actitud no solo erosiona la credibilidad del movimiento feminista institucional, sino que perpetúa la impunidad de quienes, amparados por el poder y la complicidad de sus correligionarias, siguen actuando con total desparpajo. La incoherencia es evidente: se exige mano dura y transparencia con los enemigos políticos, pero se practica la indulgencia y el silencio con los aliados.
¿Dónde quedan, entonces, los principios? ¿Dónde la defensa incondicional de la dignidad y los derechos de la mujer? ¿Acaso la integridad femenina es menos valiosa si el agresor es “de los nuestros”? ¿No merecen las víctimas el mismo apoyo y la misma denuncia, independientemente del color político de su verdugo?
El multiculturalismo como coartada: el enemigo de mi enemigo es mi amigo
A esta doble vara de medir se suma otra contradicción flagrante: la tendencia a justificar o relativizar prácticas claramente restrictivas o violentas hacia la mujer cuando provienen de contextos culturales, religiosos o políticos considerados “aliados” en la lucha contra el “enemigo común” occidental, liberal o conservador.
Diversos análisis académicos y feministas han señalado la tensión entre el respeto a la diversidad cultural y la defensa universal de los derechos de las mujeres. En ocasiones, el multiculturalismo se utiliza como excusa para tolerar o minimizar prácticas discriminatorias, como la imposición del velo, el ocultamiento del cuerpo femenino o incluso la violencia de la que son víctimas las mujeres, bajo el argumento de que “son otras costumbres, igual de respetables que las de aquí”. Esta actitud, lejos de ser neutra, perpetúa la desigualdad y la subordinación de las mujeres en nombre de la tolerancia cultural.
El debate sobre el uso del velo islámico es paradigmático: mientras sectores feministas occidentales lo consideran símbolo de opresión, otros lo defienden como una elección personal y una expresión legítima de identidad religiosa. Sin embargo, muchas voces críticas advierten que, en numerosos contextos, el uso del velo no es libre sino impuesto, y que relativizar esta realidad es caer en un paternalismo que, en última instancia, legitima la opresión.
El feminismo hegemónico, especialmente el institucional, ha sido criticado por universalizar su discurso y, a la vez, practicar una especie de “excepción cultural” cuando la desigualdad proviene de minorías o grupos aliados en la lucha contra el racismo, la islamofobia o el imperialismo occidental. Así, el “enemigo de mi enemigo es mi amigo” se traduce en una indulgencia selectiva: se condena con dureza la violencia machista o la discriminación cuando proviene de sectores conservadores, pero se relativiza o silencia cuando los perpetradores son miembros de minorías o culturas no occidentales.
El precio de la incoherencia
Esta incoherencia debilita la legitimidad del feminismo institucional y transmite el mensaje de que los derechos de las mujeres son negociables según el contexto político o cultural. Como señalan muchas voces, el verdadero reto es defender la igualdad y la dignidad de todas las mujeres, sin excepciones ni relativismos, y rechazar cualquier forma de violencia o discriminación, venga de donde venga.
Mientras tanto, la sociedad asiste, cada vez más escéptica, al espectáculo de la doble moral y la hipocresía. Y las mujeres, las verdaderas protagonistas de esta causa, ven cómo sus derechos se convierten en moneda de cambio e instrumentos de poder.
El silencio o la justificación de prácticas opresivas bajo el paraguas del respeto cultural o la alianza política no solo traiciona los principios feministas, sino que perpetúa la desigualdad y la violencia contra las mujeres en nombre de una supuesta tolerancia o estrategia política.
Una causa secuestrada
El resultado es un feminismo oficialista secuestrado por el sectarismo, incapaz de alzar la voz cuando más falta hace. Un feminismo que, lejos de ser motor de cambio y justicia, se convierte en cómplice por omisión, en guardián de los intereses del partido antes que de los derechos de las mujeres.
Esta complicidad, ya sea por acción o por omisión, representa una traición a la causa que dicen defender. Porque la dignidad, el respeto y la justicia no entienden de partidos, de culturas ni de ideologías. Y porque, al final, la peor violencia es la que se perpetra con la complicidad del silencio.
Conclusión
El atronador silencio de las empoderadas mujeres progresistas ante los abusos de los suyos, así como la justificación o relativización de prácticas opresivas en nombre del multiculturalismo o de alianzas políticas, no solo es un escándalo, sino una traición a la causa feminista. Porque la lucha por la igualdad y el respeto no debería entender de colores políticos ni de lealtades partidistas, ni mucho menos de relativismos culturales interesados. Y porque, cuando el silencio se convierte en norma, la complicidad deja de ser una sospecha para convertirse en certeza.