Cuarenta años de infanticidio institucional: tres millones de vidas truncadas y una sociedad anestesiada

En 1985, España abrió una grieta legal que, lejos de cerrarse, se ha transformado en abismo moral: la aprobación de la Ley Orgánica 9/1985, que despenalizó el aborto en tres supuestos. Desde entonces, el supuesto derecho a elegir se ha convertido en un derecho a destruir, consolidado por la Ley Orgánica 2/2010 y agravado por la reforma de 2023, que convirtió el aborto en un derecho a demanda hasta la semana 14, sin reflexión previa, sin consentimiento paterno en el caso de las menores y sin responsabilidad institucional. Un marco legal que ha vaciado de contenido el principio más elemental del Derecho: la vida humana es inviolable.

Las cifras no mienten: entre 1985 y 2024 se han practicado casi tres millones de abortos en España. Son tres millones de vidas eliminadas, tres millones de ausencias, tres millones de futuros truncados. Sólo en los últimos tres años se han superado los 90.000 abortos anuales: 90.189 en 2021, 98.316 en 2022 y 103.097 en 2023. Es una media escalofriante de más de 270 abortos al día, uno cada cinco minutos. Y más del 83 % se realizan en clínicas privadas, con escasa o nula supervisión pública, convertidas en lucrativas empresas de la muerte, financiadas con fondos públicos.

Mientras tanto, España se desangra demográficamente. Es el país con menor natalidad de toda la UE. El relevo generacional está roto, el envejecimiento es irreversible y el suicidio demográfico está en marcha. El mismo Estado que financia la eliminación de vidas inocentes es incapaz de ofrecer políticas de ayuda real a la maternidad, ni redes de apoyo a las mujeres vulnerables, ni cultura de responsabilidad.

Detrás de este genocidio silencioso se esconde una ideología perversa que disfraza el asesinato con eufemismos: «interrupción voluntaria del embarazo», como si fuera algo que pudiera reanudarse. La ciencia es clara: desde la concepción, existe un nuevo ser humano con un código genético único. Pero la ideología de género, el relativismo moral y el nihilismo hedonista han arrasado la lógica, la biología y la antropología.

Esta deriva ha convertido el aborto en método anticonceptivo habitual. Lejos de responder a situaciones extremas o desesperadas, las estadísticas muestran que la mayoría de mujeres que abortan en España tienen estudios superiores, más de 30 años, y muchas han abortado más de una vez, algunas hasta seis. Ya no hablamos de víctimas de una tragedia, sino de usuarias recurrentes de un sistema que premia la irresponsabilidad y demoniza la maternidad.

Se ha consolidado una cultura del descarte, donde la vida del no nacido no vale nada, y donde el vientre materno ha dejado de ser refugio para convertirse en campo de batalla. La maternidad se presenta como esclavitud, y el hijo como parásito o agresor. Esta visión, además de aberrante, es anticientífica y profundamente inhumana.

El embrión no es un cúmulo de células, ni un órgano de la mujer. No es su propiedad. Como tampoco lo son los ancianos, discapacitados o dependientes. La dependencia no justifica la eliminación. Ese argumento —que el feto depende de la madre, y por tanto ella puede decidir su eliminación— nos lleva a legitimar la esclavitud, la eutanasia coercitiva y toda forma de negación de la dignidad humana.

Se suele decir que los tiempos cambian, que las leyes deben adaptarse a las nuevas sensibilidades. Pero ¿puede el paso del tiempo hacer justo lo que es intrínsecamente injusto? ¿Puede la moda convertir en progreso lo que no es más que decadencia? ¿Puede una sociedad que mata a sus hijos presumir de derechos humanos?

La historia está llena de ejemplos de negación de humanidad: esclavitud, genocidios, apartheid, discriminación. Siempre se justificaron con supuestos derechos, con el “bien común”, con la ciencia del momento. Y siempre terminaron siendo desenmascarados como crímenes atroces. Hoy el aborto es legal, incluso promovido. Mañana será recordado como el mayor holocausto del siglo XXI.

Polonia, donde el aborto fue impuesto por nazis y comunistas, redujo en pocos años los abortos legales de 60.000 a menos de 200 mediante leyes protectoras y campañas de apoyo a la maternidad. También cayó el embarazo en adolescentes y la mortalidad materna. Cuando se apuesta por la vida, los resultados llegan.

Frente a la ingeniería social que impone el aborto como derecho y la maternidad como carga, es imprescindible una movilización cultural, política y moral. Urge derogar las leyes del aborto y sustituirlas por una legislación que defienda la vida desde la concepción. Es necesario crear redes de apoyo reales, económicas, sociales y psicológicas para mujeres embarazadas, así como políticas de conciliación, ayudas a la crianza, incentivos fiscales y campañas educativas que muestren la verdad sobre el desarrollo humano.

La educación debe basarse en ciencia, no en ideología. Hay que mostrar a jóvenes y adultos lo que realmente es un aborto. Hay que explicar la responsabilidad inherente al acto sexual. Hay que recuperar la cultura de la responsabilidad, y desligarla del Estado del Bienestar que ha inoculado la idea de que se puede disfrutar sin asumir consecuencias. Que todo es derecho, nada es deber.

No es progreso destruir la vida. No es libertad eliminar al hijo. No es justicia dejar sola a la mujer. Una sociedad madura no convierte la tragedia en costumbre ni la muerte en solución. Una sociedad verdaderamente humana pone todos sus recursos al servicio de la vida, no de su eliminación.

La cultura de la muerte —aborto, eutanasia, nihilismo— no es más que el síntoma de una civilización que ha perdido el norte, la raíz y el alma. Frente a ella, se alza la resistencia de millones de personas que creen en la dignidad humana, en la verdad científica y en el valor de cada vida.

Porque cada aborto no es solo un niño menos. Es también una madre herida, una familia fracturada, una sociedad más pobre.

Y porque todavía estamos a tiempo de revertir esta deriva, de despertar del letargo, de alzar la voz y de exigir que el derecho a vivir vuelva a ser universal.

Ni olvido ni resignación. Cuarenta años de infanticidio institucional. Tres millones de vidas segadas. Y una sociedad que, o reacciona, o se condena al colapso moral y demográfico.

La vida debe ser siempre la primera opción. Y es responsabilidad de todos que ninguna madre se sienta sola al elegirla.

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