¿Cómo salir de la sinvergonzonería progresista sin caer en la sinvergonzonería no progresista?

España está encanallada, ¿quién la desencanallará?… El desencanallador que la desencanalle, buen desencanallador será.

España atraviesa una crisis moral, institucional y política de enorme profundidad. No solo carece de líderes capaces de emprender el camino de la regeneración, sino que vive sumida en una cloaca de aguas fétidas, corrompidas, nauseabundas… de manera suicida. La corrupción, lejos de ser una anomalía, se ha convertido en el lubricante cotidiano de un sistema que ha perdido el rumbo y la vergüenza. El país está encanallado, y la sinvergonzonería, tanto progresista como no progresista, se ha instalado en todos los rincones de la vida pública, contaminando el aire que respiramos y sumiendo a la sociedad en un letargo de cinismo y resignación.

La situación es tan grave que, según el último Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional, España ha caído varios puestos en el ranking mundial y europeo, y no logra remontar la puntuación que tenía hace ocho años. La corrupción sigue figurando entre las principales preocupaciones de los españoles, y la confianza en las instituciones se erosiona cada día más. La rendición de cuentas institucional es deficiente, casi inexistente, la justicia carece de recursos y sufre retrasos crónicos, y la agenda anticorrupción ha perdido peso. Urge reactivar reformas legislativas, institucionales y de control, pero también recuperar la ética y la responsabilidad en la vida pública.

A este panorama se suma el problema estructural del gasto público y la carga fiscal. En las democracias occidentales del siglo XXI, la política fiscal ha dejado de ser una cuestión ideológica para convertirse en una razón de Estado. El esfuerzo fiscal es similar con gobiernos conservadores y socialistas, porque la verdadera causa es el incesante aumento del tamaño del Estado, impulsado por un gasto público galopante para sostener un Estado de bienestar hipertrofiado y una red de grupos clientelares que demandan financiación creciente. Esta dinámica, lejos de fortalecer a la sociedad, la debilita, pues fomenta la dependencia, erosiona la ética de la responsabilidad individual y social, y traslada toda expectativa de salvación al Estado, que por definición no puede asumir lo que es personal y dinámico.

El fenómeno del “crowding out” —el avance de lo público en detrimento de lo privado— está asfixiando la creatividad, la meritocracia y la libertad. El Estado omnipresente sustituye el poder ciudadano por el poder de los partidos, la partitocracia, debilitando los derechos individuales en favor de supuestos derechos colectivos y de una «diversocracia» que premia la mediocridad y penaliza la excelencia. La competitividad y la innovación se desploman, y la economía se estanca bajo el peso de una deuda pública insostenible y una carga impositiva confiscatoria. La monetización de la deuda por los bancos centrales provoca inflación, estancamiento y caída de los salarios reales, mientras la gestión pública se vuelve cada vez más gravosa, ineficiente y alejada de la realidad.

La consecuencia de este proceso es devastadora: los ciudadanos pierden poder, la sociedad se habitúa a la dependencia y a la resignación, y la política se vuelve cortoplacista, incapaz de abordar reformas estructurales de medio y largo plazo. En lugar de apostar por la subsidiariedad, la libertad y la responsabilidad, se opta por el clientelismo, el favoritismo y el reparto de prebendas. El resultado es un círculo vicioso de corrupción, déficit y desconfianza que hipoteca el futuro de las próximas generaciones.

Como advertía Ayn Rand, “cuando observes que la corrupción es recompensada y la honestidad se vuelve un sacrificio, sabrás que nuestra sociedad está condenada”. Es una verdad de Pero Grullo, que a la mano cerrada llamaba puño, pero que conviene repetir: normalizar la inmoralidad conduce a la degradación de la convivencia y a la ruina de la esperanza colectiva.

¿Qué hacer? No será fácil. Es imprescindible una administración de justicia independiente y eficaz, la supresión de indultos a corruptos, la reducción drástica de aforados, la profesionalización de la administración, la protección legal a los denunciantes y la regulación transparente de los lobbies. Es fundamental reformar la ley de régimen local para evitar que alcaldes y concejales sigan manejando el urbanismo y las contrataciones como si fueran su cortijo privado. Y, sobre todo, urge recuperar la ética de la responsabilidad, la libertad individual y la confianza en la sociedad civil como motor de regeneración.

Salir de la sinvergonzonería progresista —que justifica la corrupción y el intervencionismo propio en nombre de supuestos fines superiores— sin caer en la sinvergonzonería no progresista —que hace exactamente lo mismo desde la otra trinchera— exige una revolución ética, una ciudadanía exigente y una política al servicio del bien común, no del interés de partido o de grupo.

España está encanallada, sí. Pero todavía puede desencanallarse, si la sociedad, harta de respirar el hedor de la cloaca y de soportar la asfixia fiscal, decide exigir limpieza, transparencia, libertad y ejemplaridad. Porque justificar la corrupción y la hipertrofia del Estado es el primer paso hacia el abismo, y rechazarlas, el único camino hacia la regeneración.

El desencanallador que la desencanalle, buen desencanallador será. Nos ha jodido mayo con las flores, pero aún podemos aspirar a que florezca la decencia, la libertad y la responsabilidad en España.

About Author

Spread the love
                 
   

Deja una respuesta