15 de mayo, Día de la Familia: sin vínculos duraderos no hay civilización

CAROLUS AURELIUS CALIDUS UNIONIS.
El 15 de mayo, se celebra el Día Internacional de la Familia. Y aunque los organismos internacionales y los gobiernos repiten consignas vacías sobre “diversidad familiar” y “modelos alternativos de convivencia”, conviene ir más al fondo. Porque la verdad, por mucho que se disfrace o se silencie, siempre acaba aflorando: una sociedad que no construye relaciones duraderas está condenada a la disgregación, al nihilismo y al colapso.
En las civilizaciones sensatas —y la nuestra lo fue durante siglos— la familia era el núcleo firme de toda vida comunitaria. No sólo porque en ella se transmitía la vida, sino porque en ella se aprendía el amor, la disciplina, la responsabilidad y el sentido de pertenencia. Era, como decía Juan Pablo II, “el camino de la Iglesia”, y por tanto, el camino de la humanidad misma.
Pero nada de eso es posible sin relaciones estables y comprometidas. Por eso, conviene recuperar y defender con claridad conceptos hoy ridiculizados, pero que durante siglos funcionaron como pilares de civilización: el noviazgo, el matrimonio entendido como unión para siempre, la fidelidad, la autoridad educativa de los padres, y la indisolubilidad de los vínculos en los que crecen los hijos.
1. El noviazgo: no un ensayo romántico, sino una preparación seria
En tiempos no tan lejanos, el noviazgo era una institución social seria. Servía para conocerse, para examinar afinidades, valores, formas de vida, y proyectar en común el futuro. No era un juego, ni un capricho emocional. Participaban las familias, y se consideraba una etapa crucial. Hoy, por el contrario, se ha convertido en un vaivén afectivo instantáneo, sin compromiso ni preparación. El resultado es obvio: parejas rotas, hijos desorientados y adultos emocionalmente inmaduros.
No basta con “quererse” —como se repite sin cesar—. Hay que saber querer, aprender a convivir, entrenarse para lo que implica formar un hogar. Por eso urge recuperar escuelas de noviazgo y de padres, en parroquias, asociaciones, y comunidades. La educación para el amor no se improvisa.
2. Escuelas de padres: porque educar no es instintivo, sino un arte que se aprende
El relativismo moderno ha querido convencernos de que cada uno educa a sus hijos como le da la gana, y que “nadie tiene derecho a juzgar”. Pero eso es falso y destructivo. La educación es una tarea social y moral, y por tanto, puede hacerse bien o mal. Y como cualquier tarea humana compleja, requiere formación, orientación y acompañamiento.
Nadie viene al mundo sabiendo educar. Por eso, durante siglos, las familias contaban con el apoyo de la comunidad: abuelos, maestros, sacerdotes. Hoy, abandonados en la jungla ideológica del progresismo, los padres no saben qué hacer, y muchos desertan. Por eso es urgente crear escuelas de padres, donde se aborden desde cuestiones prácticas (alimentación, disciplina, uso de pantallas) hasta las más profundas (autoridad moral, formación en virtudes, transmisión de la fe y la cultura).
3. Divorcio exprés, fracaso silencioso
El divorcio no es progreso. Es, en la inmensa mayoría de los casos, una derrota personal y social. A pesar del maquillaje emocional, de los discursos de empoderamiento y de las campañas mediáticas, romper una familia es un drama humano profundo, que deja secuelas duraderas en todos: cónyuges, hijos, abuelos y entorno. Y que el Estado lo facilite, lo promocione y lo premie, no lo convierte en virtuoso, sino en cómplice de la destrucción.
¿Dónde están hoy las voces que recuerdan esto con valentía? ¿Dónde están los líderes —civiles, eclesiásticos, culturales— que hablen del valor de reparar en lugar de romper, de sanar en lugar de abandonar, de luchar en lugar de rendirse? El silencio es estruendoso.
4. Papás prescindibles, maternidades solas y diseño ideológico
Todo esto no ocurre por casualidad. Hay una estrategia cultural deliberada. El objetivo no es otro que destruir la familia tradicional cristiana, entendida como la célula básica de la civilización occidental. Para ello, se promueve desde todos los frentes —leyes, series, medios, escuelas— la figura del padre ausente, la glorificación de la familia monoparental femenina, y la idea de que el matrimonio heterosexual y estable es una reliquia opresiva.
La figura paterna ha sido caricaturizada, humillada, expulsada. El modelo de familia, pervertido. Y todo ello, con el aplauso cómplice de gobiernos, instituciones y pedagogos de salón.
Pero sin padre no hay familia completa, y sin familias completas no hay sociedad fuerte. Tácito lo sabía cuando describía la decadencia de Roma como un proceso de pérdida de la auctoritas paterna y de la corrupción de las costumbres. Tomás de Aquino alertaba que la ley humana no puede contradecir el orden natural sin engendrar injusticia. Y Cicerón afirmaba que la república sólo se sostiene si se sostiene la familia.
Cuando la auctoritas calla, los vínculos se rompen
Hay cosas que, en tiempos sensatos, no era necesario explicar. Por ejemplo: que el hombre y la mujer no están hechos para la soledad; que las relaciones humanas, y muy especialmente las familiares, se construyen para durar; que cuando hay un conflicto, se acude a quien sabe, a quien ha vivido, a quien puede aconsejar. Esa figura —llámese maestro, sacerdote, médico de pueblo o juez de paz— encarnaba algo que hoy parece extinguido: la auctoritas, esa forma de autoridad no impuesta, sino reconocida. Y sin ella, los vínculos se deshilachan, la comunidad se disgrega y la soledad se convierte en norma.
En sociedades civilizadas, cuando alguien enviudaba, no se le abandonaba a su suerte. Se comprendía —con esa sabiduría que no necesita manuales de psicología— que el ser humano no está hecho para vagar solo por la vida. Y entonces, sin necesidad de decirlo demasiado alto, se le buscaba una nueva compañía, un nuevo hogar, una nueva posibilidad. Del mismo modo, cuando un matrimonio atravesaba una crisis, no se corría al juzgado, ni se llenaban formularios, ni se pronunciaban tecnicismos. Se acudía a alguien que tenía la palabra justa, el juicio prudente, el corazón entrenado por los años. Y muchas veces, se salvaban los matrimonios. Se reparaban las heridas. Se protegía a los hijos.
¿Qué ha pasado con esa figura? ¿Dónde están los que hablan con sabiduría?
Hoy, la mediación ha sido entregada a psicólogos de plantilla, a burócratas del trauma, a consejeros sin alma. El conflicto humano ha sido tecnificado, judicializado, patologizado. Y como advertía Cicerón, cuando la auctoritas se convierte en potestas, es decir, en poder sin legitimidad moral, la convivencia se desmorona. Porque el poder se impone, pero la autoridad se gana. Y eso exige virtud, experiencia, coherencia de vida y el respeto de los demás.
No es casual que Tomás de Aquino, al distinguir entre la ley humana y la ley natural, recordara que no toda norma escrita es justa, y que el buen orden requiere prudencia, no solo regulación. Por eso, los antiguos confiaban en la auctoritas como una guía moral: el viejo sabio, el abad, el maestro, el padre de familia. Era una autoridad que no venía de un cargo, sino del peso de la verdad vivida.
La Iglesia lo sabía bien. En la Familiaris Consortio (1981), Juan Pablo II subrayaba que la familia es “el camino de la Iglesia”, y que la comunidad cristiana tiene el deber de acompañar, sostener y curar a las familias heridas, no simplemente clasificarlas o abandonarlas a su suerte. Y más tarde, en España, se publicó un documento prácticamente desconocido pero profundamente luminoso: el Directorio de la Pastoral Familiar de la Iglesia Española (2002). Allí se establecía con claridad que uno de los grandes retos pastorales era la creación de centros de orientación y mediación familiar, en los que laicos bien formados, junto con sacerdotes y profesionales con fe, pudieran ayudar a resolver conflictos antes de que se conviertan en rupturas.
¿Quién lo conoce? ¿Quién lo aplica? Ni siquiera muchos párrocos saben de su existencia. Y mientras tanto, los fieles que atraviesan crisis matrimoniales o familiares se ven empujados, por inercia o por desesperación, a soluciones legales o psiquiátricas que no resuelven nada, o lo empeoran.
Lo que se ha roto no es solo el vínculo matrimonial. Se ha roto la comunidad de sabiduría.
Antes, el que tenía un problema grave buscaba consejo en alguien que sabía. Hoy, quien sufre está solo frente a una pantalla, o frente a un formulario judicial. No hay manos que sostengan, ni voces que orienten. Se ha disuelto la auctoritas. Y sin ella, el conflicto humano queda a merced de algoritmos, diagnósticos o decretos sin alma.
En ese contexto, iniciativas como los Centros Diocesanos de Orientación y Mediación Familiar no son una ocurrencia piadosa. Son una necesidad civilizatoria. No sirven solo a los creyentes, sino a cualquier comunidad que quiera sobrevivir al naufragio moral y relacional del presente. Pero mientras sigan olvidados, ignorados o despreciados —también por quienes deberían promoverlos—, lo que nos espera es una soledad legalmente asistida, pero existencialmente devastadora.
O recuperamos la auctoritas, o nos resignamos al caos disfrazado de libertad.
Recuperar la auctoritas, restaurar la familia, reconstruir la civilización
Es urgente restaurar la figura del padre, la vocación al matrimonio, el valor del compromiso. Y para ello, es necesario recuperar la auctoritas: no la del poder que impone, sino la de quien convence por su vida, su sabiduría, su virtud. En los pueblos, esa autoridad la ejercían el sacerdote, el médico, el maestro, el padre de familia. Hoy, deben renacer nuevas figuras que orienten, acompañen, medien y sostengan los vínculos.
Y la Iglesia, insisto, tiene una palabra clara y luminosa, aunque demasiadas veces olvidada. El Directorio de la Pastoral Familiar de la Iglesia Española (2002) lo dijo sin rodeos: hay que crear Centros de Orientación y Mediación Familiar, formar agentes laicos, impulsar escuelas de padres, defender el valor de la familia cristiana con audacia. Lo mismo que decía la Familiaris Consortio hace más de cuarenta años.
La desaparición de la auctoritas moral en favor del poder técnico o administrativo es uno de los signos más inquietantes de nuestra época. Porque cuando nadie orienta, media ni acompaña desde la experiencia y la virtud, los más vulnerables —niños, ancianos, enfermos, viudos, mujeres abandonadas, hombres rotos— quedan desamparados. Y la comunidad, en lugar de reparar sus vínculos, se atomiza y se entrega al caos solapado bajo discursos de libertad individual.
Y, no podemos terminar sin hablar de
El fracaso del Estado: ni mediación obligatoria ni políticas de conciliación
España sigue sin incorporar mecanismos eficaces de mediación obligatoria antes del divorcio. A diferencia de otros países europeos, donde se exige una fase de mediación previa al proceso judicial, aquí el conflicto llega directamente a los tribunales. No hay voluntad política para revertir esta tendencia. No solo no se hace nada para evitar las rupturas, es que hasta se celebra como un bien.
Las políticas familiares son inexistentes o testimoniales. No se alivia la carga económica ni emocional de la familia, no se fomenta la conciliación real ni se ofrecen recursos públicos de mediación. En lugar de promover la estabilidad afectiva, la narrativa institucional y mediática promueve modelos individualistas y desestructurados, en los que el compromiso es un residuo del pasado.
La instrumentalización ideológica de la familia
La legislación de las últimas décadas, influida por la llamada “perspectiva de género”, ha agravado la desigualdad en los procesos de divorcio. La Ley de Violencia de Género de 2004 es usada en múltiples ocasiones como herramienta procesal para obtener ventajas judiciales mediante denuncias infundadas. Aunque la ley contempla mecanismos para evitar el uso fraudulento de estas denuncias, la asimetría judicial es evidente: muchos padres quedan excluidos de la vida de sus hijos tras procesos sin garantías de equidad.
Y, por supuesto… No se trata de prohibir el divorcio ni de perpetuar relaciones insanas, sino de poner en marcha medidas que disuadan la ruptura como primera opción y fomenten la perdurabilidad de los vínculos: mediación obligatoria, custodia compartida como norma, corresponsabilidad parental real, y una revisión profunda de las leyes para proteger a los menores por encima de las ideologías.
La familia no es una reliquia del pasado. Es, todavía, el único dique frente al desarraigo, la soledad y el colapso emocional. Defenderla no es reaccionario. Es urgente.
Mientras no se comprenda todo esto, el Día de la Familia será una farsa hipócrita, y la civilización seguirá erosionándose desde sus cimientos. Porque cuando se destruyen los vínculos, se destruye la humanidad.